lunes, 28 de abril de 2008

La Balada de la cárcel de Reading

Hace unas semanas, hojeando un libro en una librería de aeropuerto, me tropecé con la cita preliminar: Yet each man kills the thing he loves. Me sorprendió encontrarme este verso de la Balada de la cárcel de Reading en una obrita de leer y tirar, un ejemplar de bolsillo barato y prescindible. Mi pensamiento voló enseguida a los años de juventud en que devoré a Oscar Wilde y al impacto seco que el poema causó en mí. Como suele sucederme en estos casos, y son casi diarios, quise recuperar de inmediato la memoria de la estrofa. Por supuesto, no la recordaba. Dado que se trataba del aeropuerto de salida, tuve que esperar unas angustiosas tres horas hasta llegar a casa y, casi sin pararme a saludar a nadie, correr a la estantería donde se encuentra la edición que tengo desde hace unos cuantos lustros. Allí estaba, como esperándome desde 1898:

Yet each man kills the thing he loves
By each let this be heard,
Some do it with a bitter look,
Some with a flattering word,
The coward does it with a kiss,
The brave man with a sword!

(Aunque todo hombre mata lo que ama,
que todo el mundo lo oiga,
unos lo hacen con una mirada amarga,
otros con una palabra de halago,
el cobarde con un beso,
¡el valiente con la espada!)

Recorrí el poema reviviendo la turbación que me había producido el contraste entre la dureza de la vida en la cárcel que describía y la melancólica cadencia de los versos, escritos ya en libertad poco antes de la muerte del poeta.

Días más tarde volví a encontrarme con el texto, en una de las Historias desaforadas de Bioy, de hecho en la primera de ellas: Planes para una fuga al Carmelo. Reproduzco el diálogo en el punto en que profesor y alumna hablan sobre los títulos universitarios:

La chica , como para sí misma:

-No importa. Yo quiero el título.

-Entonces tal vez convenga que menciones los tres períodos de la historia. Cuando el hombre creyó que la felicidad dependía de Dios, mató por razones religiosas. Cuando creyó que la felicidad dependía de la forma de gobierno, mató por razones políticas.

-Yo leí un poema. Cada cual mata aquello que ama...

La miró, sonrió, sacudió la cabeza.

La muchacha nos deja provisionalmente en vilo, pues no permite al profesor explicar el tercer período de la historia, porque, al igual que yo, debe de estar zambulléndose en su particular experiencia de la Balada. Y como yo, seguro que al llegar a su cuarto de pensión se abalanzará sobre su ejemplar.

Sabremos, sin embargo, que en el tercer período de la historia el hombre despierta, descubre lo que siempre supo, que la felicidad depende de la salud, y se pone a matar por razones terapéuticas.

viernes, 25 de abril de 2008

Grândola, Vila Morena



En el sur de la provincia de Pontevedra, en tierras del bajo Miño, hay una comarca llamada El Condado. En uno de los pueblos de la zona, Arbo, pasé algunos veranos inolvidables. Allí viví las pasiones más violentas de la adolescencia: la amistad de la juventud y el primer amor.

Las mañanas eran del río –que a su paso por Arbo es la frontera natural con Portugal–, manso en su curso medio pero con amenazantes rápidos cuando bajaba el nivel. Entre ellos se formaban peligrosos remolinos contra los que los mayores nos prevenían. Al parecer, alguna vida habían cobrado. La orilla era un tapiz de hierba. Más allá, los matojos, las “xestas”, los pinos y el tojo nos aislaban de la carretera de la estación, desde la que esporádicamente nos llegaba el eco sordo de algún motor (quizá como el de los coches que se adentraban en el bosque de Mantua). Cuando bajaba el ganado a pastar, llegaba con ellos una legión de tábanos que asaeteaba nuestra piel mojada. Las tardes discurrían lentas, perezosas, casi exánimes por el calor que en aquella región, por extraño que parezca, llega a ser africano. Algunas noches tocaba verbena: todavía eran los tiempos en que había una única fiesta en el año, la del patrón del lugar. Se contrataba una orquesta que interpretaba los éxitos del momento junto con los clásicos pasodobles, rancheras y boleros.

Volví por última vez en el verano del 74 cuando ya nada me ataba al pueblo. Los amigos se habían ido y mi primer amor había dado ya paso al segundo. El primer día que bajé al río fui sorprendido por los gritos que desde la otra orilla nos daban los muchachos portugueses: ¡Espanhois, feixistas! En aquel momento no entendí a qué venía su agresividad, pero esa misma tarde me explicaron que desde la revolución de abril eran frecuentes los insultos. Aquellos portugueses, con una larga carga de dictadura salazarista y de complejo ante los españoles, por fin habían encontrado en su revolución la dignidad que les hacía sentirse moralmente superiores.

Hoy es 25 de abril y se cumplen treinta y cuatro años de la revolución de los claveles. En nuestro recuerdo se agitan todavía las notas del Grândola, Vila Morena de José Afonso usada como santo y seña de los rebeldes; las impagables imágenes del capitán Maia abriendo los brazos ante una columna de blindados y de la pequeña anónima poniendo un clavel en la boca de un fusil; detalles entrañables que nos humedecen los ojos, como el de los tanques sublevados parándose en los semáforos respetando la luz roja: ¿qué mayor y mejor símbolo del espíritu cívico de la rebelión? Pero, sobre todo, pervive en el inconsciente de mi generación el ejemplo de un pueblo sojuzgado que encuentra la manera de levantarse humilde, casi sin elevar la voz, como sin querer ofender, contra la tiranía.

Como todos los sueños, el de la revolución de abril también murió. Los sucesivos intentos de golpe desembocaron en el definitivo de noviembre de 1975. Pero la de los claveles pertenece ya al acervo de las revoluciones populares que impiden que nos olvidemos de que la injusticia es vulnerable.

miércoles, 23 de abril de 2008

Maestros de la República


Mi lista de libros pendientes de lectura no deja de crecer. No sabría determinar una razón (matemática, claro está), pero si la hay debe acercarse a la siguiente: por cada libro que leo hay en mi mesilla uno y medio por leer. En ocasiones demoro la lectura de un libro por una simple causa de economía de tiempo. En otras, porque no estoy seguro de que vaya a merecer la pena. En muy pocas, porque no me atrevo a enfrentarme a la obra. Esto último es lo que me ha ocurrido con Maestros de la República, de María Antonia Iglesias, con cuya lectura estaba en deuda desde que me lo regalaron por los Reyes de 2007. Y cuando apelo a la cobardía, sé de lo que hablo: me entristece y me duele la derrota de la República como si la hubiera vivido en el 39, aun habiendo nacido veinte años después.

El libro hurga en la historia de once maestros republicanos muertos en los meses siguientes a la rebelión fascista. El primero de ellos es Arximiro Rico, maestro de Baleira, Lugo. El relato de su ejecución, contada por un par de supervivientes de aquellos años, está magníficamente prologado por Beiras quien, dicho sea de paso, fue profesor mío, y me gusta pensar que también amigo, en la Facultad de Ciencias Económicas de Santiago de Compostela.

Arximiro Rico se me antoja maestro antonomástico de la llorada República. En la casi feudal Galicia interior de los primeros años 30, Arximiro emergió como un referente para los humildes. Rigió la escuela de Baleira ganándose un respeto y cariño de sus alumnos que todavía Antón García, el último de ellos vivo, recordaba cuando a autora lo entrevistó.

Los sórdidos detalles de su muerte en Montecubeiro en la que, cómo no, intervienen los falangitas locales analfabetos, el cura delator y el odio que las clases acomodadas albergan hacia todo esfuerzo de instrucción pública, están perfectamente documentados en la obra de Iglesias.

Quiero solamente detenerme en un pequeño episodio del relato. Cuando la autora, acompañada por Antón y por otro antiguo luchador republicano, consigue entrar el las ruinas de la escuela de Baleira, previa patada en la puerta, encuentra algunos de los libros que el Patronato de las Misiones Pedagógicas había enviado y que permanecían, después de setenta años, en las carcomidas estanterías. Entre ellos se encontraba Los héroes del progreso (inventores e inventos), un librito de 1928 en cuyo prólogo de lee: “Sin estudio y trabajo, sin aplicación y sin constancia no se inventa nada, ni progresa la ciencia…”. Hoy consideramos este tipo de libros como entrañables reliquias de un tiempo en que el saber estaba al alcance de muy pocos y los juzgamos con benevolencia. Pero seguro que para Arximiro Rico, maestro de Baleira, cruelmente asesinado por la barbarie fascista, era una biblia que inspiraba su incansable esfuerzo por llevar la educación a los humildes.

lunes, 21 de abril de 2008

Buzones


Todos nos fijamos en aquellos aspectos de lo que nos rodea que tienen algún vínculo con nuestra área de saber, nuestra experiencia cotidiana o nuestra práctica. Así, el zapatero podrá, de un simple vistazo, calcular el número de pie de una señora cuya sonrisa le pasará desapercibida pero que llamará la atención del dentista. La embarazada sólo ve embarazadas y el cojo, cojos.

Yo me fijo en los buzones. Me refiero a los buzones de correos que hay en las calles, amarillos los ordinarios y rojos los urgentes. Sospecho que su utilización es ya escasa debido al correo electrónico. Para mí tienen, sin embargo, el sabor entrañable de la comunicación mediata, aquélla en la que el tiempo y la distancia intervenían tanto como el contenido y la caligrafía. Cuando echábamos la carta en el buzón se abría un período de incertidumbre sólo resuelta con la respuesta por el mismo medio.

Yo fui un activo remitente de cartas. El lento proceso de elaboración y revisión del texto, su paso a limpio, el cuidado de la letra y, por supuesto, el placer físico de doblar las cuartillas, introducirlas en el sobre y cerrar la solapa humedecida, enriquecían el hecho desnudo de la comunicación haciéndolo, si cabe, más humano.

El correo postal forma parte del paisaje de un tiempo perdido, del que se han ido también los giros postales, las conferencias a cobro revertido o los telegramas.

Hoy sigo tomando nota de los buzones que veo por la calle. Conozco la ubicación de los más cercanos a mi casa y a mi despacho. Sigo pensando que alguno de ellos me podrá ser útil en alguna ocasión, porque a veces, aunque nos parezca imposible, lo que creíamos perdido vuelve para acariciarnos por un momento antes de desaparecer de nuevo.

domingo, 20 de abril de 2008

Los nidos de antaño

Hace unos años, leí un artículo periodístico sobre D. Juan Tenorio. Creo recordar que fue durante una semana santa, época en la que vuelven con puntualidad suiza las representaciones de la obra. El autor venía a decir que, siendo una pieza de calidad irregular, no exenta de memorables ripios, era de las que más versos había dejado en el acervo popular. Ponía los evidentes ejemplos de “no es verdad, ángel de amor” o el inicial “¡Cuál gritan esos malditos!”. Como anécdota contaba que siempre que iba a visitar a un amigo de nombre Juan, nuestro autor –que se llamaba Luis- , le espetaba en cuanto abría la puerta: “Vengo a mataros, don Juan”, a lo que el otro respondía con el obvio “según eso, sois don Luis”.

Lo he recordado hoy porque he vuelto a decir, cuando llegó la hora de salir, “vámonos poco a poco”, fórmula que arrastro desde los quince años y que ocasionalmente dejo caer como homenaje a quien fue mi profesor de religión, mentor y buen amigo: el padre Eguren. La frase es una de las últimas de don Quijote cuando, ya agonizante, dicta su última voluntad al escribano y se despide de los presentes con un diálogo en el que enhebra la siguiente intervención: “Señores, vámonos poco a poco, pues ya en los nidos de antaño no hay pájaros hogaño”.

El padre Eguren era un hombre íntegro, con una cierta tendencia a la mística, austero en su vida y en sus palabras, lo que en ocasiones convertía la comprensión de sus explicaciones en una especie de proceso de descifrado. Todo ello lo revestía de un imaginario continente melancólico al que caía como anillo al dedo su negra sotana, que siguió vistiendo hasta su prematura muerte, años después de que el Vaticano II relevara a los sacerdotes de la obligación del hábito.

Al padre Eguren la frase de don Quijote le parecía una de las cosas más tristes que había leído en su vida. Y cuando nos lo decía parecía que se le humedecían los ojos. Así que yo nunca olvidé esa frase, ni la tristeza que le producía al padre Eguren, un hombre de una triste alegría.

viernes, 18 de abril de 2008

Fechas paralelas



Entre el 5 y el 6 de abril de 1994 murió Kurt Cobain, cantante de Nirvana, en su casa de Seattle. Me gusta pensar que fue el 6 porque el mismo día, a varios miles de kilómetros y unas cuantas zonas horarias de distancia, moría en Essex Lee Brilleaux, cantante de Dr. Feelgood.

El enorme eco que tuvo el suicidio de Cobain estaba alimentado por la leyenda que había construido a su alrededor en sólo veintisiete años: era uno de los elegidos para el ejército de los malditos, con Hendrix, Joplin, Jones y Morrison, compañía en la que no parecía encontrarse a disgusto. Su grupo consiguió conectar con la necesidad de cambio de una generación, algo poco frecuente. Nirvana fue el ariete del asalto a los estilos decadentes de los ochenta y su cantante, el profeta.

Lee Brilleaux, sin embargo, era un tipo corriente. Apostaba en garitos de mala muerte, fatigaba las tascas de los barrios obreros donde bebía sin tasa y exprimía la vida. Vi a Brilleaux varias veces. Podría llenar folios hablando de sus conciertos, pero sólo me detendré en un detalle que me llamó la atención: las tres veces que lo vi vestía smoking, lo que siempre me pareció un gesto de complicidad con el público al que parecía querer decir: hacemos rythm and blues, bebemos y fumamos, pero sabemos lo que es el respeto.

Años más tarde, el 11 de septiembre de 2001 un conjunto de ataques coordinados golpeaba a los Estados Unidos. Aviones comerciales tripulados por terroristas se estrellaban contra las torres gemelas y el Pentágono. La Casa Blanca se libró por los pelos. Se ha escrito tanto sobre el tema que no añadiré nada. Sólo recordaré que el mismo día de 1973, la esperanza moría en Chile con el golpe de Pinochet que acababa con la vida de Allende.

Cuando pasados los años leemos las efemérides del 6 de abril, encontramos la debida referencia al aniversario de la muerte de Cobain. Cualquier 11 de septiembre se nos recordará los atentados de Nueva York y Washington. Pero nada leeremos sobre dos hombres buenos, tímidos y sencillos que sin embargo nunca desaparecerán para algunos de nosotros.

jueves, 17 de abril de 2008

Libros recomendados


Un poco atolondrado he abierto una sección de libros recomendados en esta página. En cuanto tuve que pensar en mis sugerencias caí en la cuenta de lo absurdo del afán. Los libros son como los amores: nunca nos enamoramos de la misma forma, como tampoco leemos con la misma disposición. De qué diferente modo nos enfrentamos a una obra en cada relectura, qué distintos caracteres nos presenta el mismo personaje, qué juicios tan dispares nos suelen merecer.

En quinto de bachillerato tuve un peculiar profesor de literatura. Era un joven sacerdote heterodoxo tanto en su comportamiento como en su aspecto. En los primeros setenta empezaban a ser comunes estos clérigos progresistas que se habían desarrollado al amparo del Vaticano II y de la ola de apertura que llevó a la Iglesia. Unos cebaron el ejército de curas rojos que trabajaban en los barrios obreros; otros (alguno conocí), terminaron en las filas de alguna guerrilla latinoamericana; los menos escalaron puestos en la jerarquía y acabaron puliendo sus aristas más radicales; algunos se secularizaron.

Nunca supe qué fue de mi profesor de literatura, el padre Ricardo. Su método de enseñanza era muy simple: nos dejaba en la biblioteca para que leyéramos lo que nos viniera en gana. Fue así como aquel año académico en el que cumplí quince leí todo lo que pude de las generaciones del 68 (Pereda, Valera, Palacio Valdés -¡qué turbación en mi primera adolescencia me produjo La hermana San Sulpicio!-, Galdós, Blasco Ibáñez -el más joven de ellos-...) y del 98 (Azorín, Valle y Unamuno, mucho, muchísimo Unamuno). Recuerdo el descubrimiento de Wenceslao Fernández Flórez, del que me leí varias obras, a una de las cuales, El bosque animado, regreso con frecuencia. Pero de entre todo lo que leí aquel año, una obra se quedó enganchada en algún recoveco de mi cerebro: El pirata de Walter Scott. Creo recordar que la edición era de Austral, tapa roja. En sus páginas viví una extraordinario viaje por las Shetland a través de una historia de amores, corsarios, veleros, damas de la nobleza, leyendas mágicas, compromisos y muertes. Durante años representó para mí el ejemplo de la novela de aventuras.

Apegado a ese recuerdo, busqué sin éxito el libro por toda cuanta librería o catálogo visitaba. Con cada fracaso crecía en mi consideración la altura de la novela, igual que sólo recordamos las bondades de los muertos e incluso, con el paso del tiempo, les reconocemos virtudes que en vida no tuvieron.

Terminé por encontrar un ejemplar por pura casualidad. Fue en un pueblo andaluz de la costa, donde me encontraba de veraneo. Lo tenían en una barraca de las que se montan en vacaciones para sacar algo de dinero de los fondos que ya no tienen salida por los canales comerciales. Allí estaba, entre libros de cocina, biografías de políticos actuales, ediciones baratas de malas traducciones de los clásicos, colecciones fracasadas antes del segundo número y restos similares. Me lo llevé y empecé a releerlo esa misma noche. Lo que me encontré tenía poco que ver con lo que añoraba. La primera vez había leído un libro de aventuras. Ésta, uno costumbrista. Es como si yo hubiera crecido mientras la obra menguaba y la suma de ambos cambios acrecentara la distancia.

Cuando me enfrenté a mis sugerencias de la sección de libros recomendados, me vino a la memoria El pirata, de Walter Scott. Y pensé que los libros son como los amores. Y que las personas envejecen a pasos diferentes. Y que más diferentes todavía son los pasos a los que envejecen las cosas.

miércoles, 16 de abril de 2008

El fayado


Fayado significa desván. Aunque es un vocablo castellano, sólo lo he oído en Galicia, donde se lo prefiere a sus sinónimos. Cuando yo era niño vivíamos en una casa antigua, en Marín. Había sido construida como casa de veraneo de don José Echegaray, el erudito ingeniero que fuera premio Nobel de literatura en 1904 y epónimo de la estancia, a los lados de cuyo portón de hierro rezaba su nombre: Villa Echegaray, Villa en la jamba izquierda y Echegaray en la derecha. Habiendo muerto en 1916, calculo que la finca podía datar de finales del XIX o principios del XX. Ésta, concebida como digo para pasar los veranos, daba en su parte posterior a la ría, que en aquel lugar albergaba unos pequeños astilleros para reparaciones de las embarcaciones de pesca.

La casa tenía un fayado. En él jugábamos de vez en cuando mi hermano y yo, con el Scalextric o con el Mecano. También nos escondíamos. Como todos los rincones de la finca, tenía un cierto aire de terreno inexplorado, indicado para la aventura, que excitaba nuestra imaginación y enmarcaba nuestros juegos. Así, el fayado ha quedado asociado en mi memoria a la inocencia, la curiosidad y el descubrimiento de lo no sabido.

Así me gustaría que fuera mi discurrir: inocente, lúdico y curioso como el de aquel niño tan ido ya como el fayado hace años desaparecido.