domingo, 31 de agosto de 2008

Vacaciones y lectura

Al final he optado por la narrativa para llenar estas dos semanas de vacaciones en la playa gaditana que visito desde hace casi diez años. Debo decir que estuvieron a punto de entrar en mi maleta los Ensayos de Montaigne y la magnífica edición del Cantar de Mio Cid de Alberto Montaner con su estudio preliminar de Francisco Rico que me está llamando a gritos desde hace meses. Sin embargo, la acumulación de novelas y relatos en mi mesilla me empujó definitivamente a esta labor de despeje.

Abrió la quincena Reanudación de Alain Robbe-Grillet -gracias, Javier-, espléndida obra que se sitúa en el límite de la literatura surrealista (creí percibir en varios pasajes el aliento de Julien Graq), no sólo por el aroma onírico del hilo narrativo, sino por la exploración, casi arqueológica, del subconsciente de los personajes. Su lectura es más que recomendable para los agoreros que desde hace tantas décadas nos abrasan con sus jeremiadas sobre la muerte de la novela.

Una novelita que resulta ser un éxito editorial en Francia vino a aligerar el panorama. En La elegancia del erizo Muriel Barbery nos ofrece una peculiar versión de la Cenicienta. La obrita, cuya excelente prosa parece flotar ingrávida como la poesía o el cine japoneses que tanto atraen a sus dos entrañables e inverosímiles protagonistas (una portera culta experta en Tolstoi y una niña de doce años que reflexiona como si tuviera veinte), combina un fino humor, ave rara en la literatura francesa, con una exquisita sensibilidad estética. Flojea sin embargo en la denuncia social, tratada con una inocencia encantadora.

Brooklyn Follies, uno de los últimos títulos de Paul Auster, fue el siguiente. Aunque queda lejos de sus mejores obras, y desde luego por debajo de Travels in the scriptorium, su otra novelita de 2006, este ejercicio de estilo evoca la copiosa creatividad de Moon Palace por su capacidad inventiva. En ésta vuelve a encontrarse al gran fabulador que enmaraña sus textos con sorprendentes bifurcaciones de relatos superpuestos.

Soy deudor literario de Woody Allen desde que hace más de treinta años cayeron en mis manos Sin plumas y Cómo acabar de una vez por todas con la cultura. La impagable partida de ajedrez postal entre Gossage y Vanderbedian de Para acabar con el ajedrez todavía me hace reír a solas. He leído estos días Pura anarquía, una recopilación de textos aparecidos originalmente en la prensa neoyorquina. Como era de esperar, humor inteligente despachado al por mayor envuelto en las referencias culturales propias del personaje: la filosofía austro-alemana, los grandes novelistas europeos del XIX, la biología,…

Mis vacaciones han terminado con un libro de relatos cortos de un novelista de éxito comercial. El título de uno de ellos –Blind Willow, Sleeping Woman- lo es también del volumen recopilatorio de Haruki Murakami. Como en sus obras mayores, el escritor japonés somete la realidad a extrañas torsiones para escrutar las anomalías que acechan en cualquier existencia vulgar.

martes, 12 de agosto de 2008

Ovillejo

Para matar mis enojos,
tus ojos.
Contra mis sueños deshechos,
tus pechos.
Para navegar al viento,
tu aliento.

Nada temo ni lamento,
nada del mundo recelo
si poseo lo que anhelo:
tus ojos, pechos y aliento.

lunes, 11 de agosto de 2008

Providencia (III)

Miro al exterior intentando penetrar la noche para perderme en el paisaje yermo, pero la ventana sólo me devuelve un rostro desconocido, inexpresivo, endurecido y reseco, incapaz ya de llorar por unos ojos donde sólo boga el silencio, como decía el poeta que Alma y yo tantas veces leíamos juntos. Un poco más allá, la cabeza de Alma se adivina sobre mi hombro. Su boca entreabierta parece implorar mis besos una vez más, llamándome desde su sueño, pidiéndome desde no sé qué lejanía oscura que la devuelva a nuestra vida.

Nuestra boda fue rápida e informal. Sólo unos pocos amigos fueron convocados a una fiesta que dimos a continuación de la fría firma de documentos en el juzgado bajo las miradas reprobatorias de nuestros padres, a quienes nuestra precipitada decisión había dejado sumidos en una perplejidad que todavía no habían conseguido sacudirse. Todos, sin embargo, parecieron contagiarse de la felicidad que Alma y yo derramábamos con cada palabra, con cada mirada, con cada gesto. La vida se llamaba promesa y familia y amigos la vivían agradecidos por estar al alcance de nuestro gozo, tan intenso que casi lo podían tocar.

Nuestros mayores volvían, tal vez, con la mirada perdida en algún episodio de su juventud, a los días en que el roce de un cuerpo o una mirada sostenida un poco más de lo habitual los arrastraba a turbulencias de los sentidos que no comprendían ni podían dominar. Sorprendí varias veces a mi padre mirándome como enajenado, absorto en quién sabe qué ensoñaciones, devuelto a sí, en un evidente escrutinio interior del que estaría extrayendo los recuerdos encendidos de alguna pasión que ya daba por soterrada. Me decía a mí mismo que nuestro amor jamás se secaría como el de mis padres.

Nuestros amigos, libres de las punzadas de la memoria, bebían y bailaban con nosotros, se dejaban llevar sin resistencia por una corriente que los mecía dulcemente al ritmo de la música sobre cuyo fondo sordo la sonrisa de Alma imperaba incontestable. Ella, en el centro del corro, señalándolos a todos mientras giraba sobre sí misma, dijo: “ojalá Alá os dé todo lo que deseéis”. Algún dios se había fijado en mí y me había concedido mi único deseo: Alma.

viernes, 8 de agosto de 2008

Vacaciones

Hago mi equipaje en vacaciones a una velocidad de vértigo. En pocos minutos he metido todo lo que necesitaré durante un par de semanas. Hasta que le llega el turno a los libros. Entonces el proceso se detiene en seco como cualquier máquina ante un apagón y comienza otro más lento y complejo: el de la deliberación íntima sobre cuáles llevar.

La primera disyuntiva suele ser el género. El ensayo o la historia cuentan con un argumento casi imbatible: durante el resto del año no se les puede dedicar el tiempo que requieren. Siguiendo esta línea he llegado a meter en la maleta algunos tomos de El capital que, obviamente, no me leí completos en la playa. En cambio, sí me introduje en la historia de la España visigoda cierto verano con una energía que tuvo su prórroga durante unos cuantos meses. Russell, Wittgenstain, Benjamin, Habermas y algún otro deben también al estío su lectura. Puente Ojea me ocupó casi un mes hace varios años, probablemente en un arranque de ateísmo provocado por quién sabe qué excesos episcopales.

Sin embargo, la poesía o la novela parecen casar mejor con la ligereza y placidez del solaz veraniego. En el caso de la narrativa, aparecen varias alternativas: ¿novelones de mil páginas u obras más manejables y de más corta lectura? ¿En español o en otro idioma (inglés, portugués, gallego,…)? ¿Clásica o moderna? Si la opción es la poesía, ¿hay que experimentar aun a riesgo de perder un tiempo que es escaso en una lectura prescindible, o se deben fortalecer los fundamentos con un sano regreso a los dioses del parnaso, a los consagrados? ¿Lo último de un joven desconocido recientemente premiado o un siempre seguro repaso de Quevedo, San Juan, Garcilaso, Cernuda, Salinas, Valente…? ¿Quizás las mil mejores poesías recopiladas por alguien?

Y, en general: ¿hay que aprovechar para leer esa obra que tenemos pendiente desde hace tantos años (¡Ay, Ulises! ¿Cuándo caerás?) o, por el contrario, despachar cuanto antes las novedades para que no acaben cayendo en la categoría anterior? ¿Y qué tal ordenar por fecha de compra y escoger los cinco u ocho más antiguos? ¿Y una selección temática: guerra civil, novela negra, generación del 50,…?

Todavía no he terminado de hacer el equipaje y ya estoy agotado, abrumado por la enormidad del trabajo que se necesita para tomar una decisión.

martes, 5 de agosto de 2008

Verano

La memoria (el tango vil, como dice Valente) me lleva en primavera a otras primaveras, en otoño a otoños antiguos, en cada estación a alguna correlativa de mi infancia, de mi juventud, de otros años ya vaciados como nueces.

Pero quizás sea el verano el que con más virulencia dispara ese resorte. Es como si el sol grabara a fuego los recuerdos que el frío del invierno, la explosión de la primavera o la languidez del otoño no pueden fijar. Así, mientras el calor me adormece en las tardes estivales de Madrid, pasan ante mí las imágenes de las playas en las que fui feliz: Portocelo, Mogor, Lapamán… y vuelvo a sentir la infantil indolencia de las vacaciones, el juego con mis hermanos, la atención de mi madre, la llegada de mi padre para recogernos, la limpieza del colchón neumático, la comida cerca de las magnolias. Siento en la piel la frescura transitoria de los eucaliptales que jalonaban el camino a la altura de la Escuela Naval, el monte a la izquierda, a la derecha la ría serena, salpicada de bateas, presidida por la imponente Tambo, que desde ahí parece tan cercana que se tiene la tentación de ganarla de un salto.

Llegan entonces sin pedir permiso mis escapadas desde el colegio con algún compañero, haciendo novillos en las tardes de preparación de la reválida, robando dos o tres horas antes de volver a casa, saboreando la primera transgresión, la prístina rebeldía que a la vuelta de tan sólo un par de años nos llevará a enfrentarnos a algo más serio que una sanción disciplinaria. Allí, en Mogor, la más alejada de las playas del pueblo, pasábamos el tiempo tal vez hablando de los curas, o de chicas, o de quién sabe qué.

Más tarde vendrán los veranos de Lapamán, con su zarabanda de amor, desamor, felicidad, sufrimiento, promesas y sinsabores. Desde su arena blanca, finísima, con la que pareciera que se ha enjalbegado ese trocito de litoral, se puede ver en las tardes de julio cómo el sol cae entre las islas de Ons y Onceta con una precisión de ley universal, como la bola de billar que emboca la tronera que el jugador ha elegido.

Y así, estío tras estío, vuelvo a mis playas, al agua helada, a las algas frondosas, a la ría generosa y protectora.