domingo, 28 de septiembre de 2008

Otoño


El otoño se me ha echado encima, no voy a decir que por sorpresa porque siempre sospeché que acechaba, que debilitaba los verdes pecíolos, encanecía la vida, encapotaba el cielo y traía el soplo frío de la sierra. Ajeno a su llegada, yo seguía chapoteando inconsciente como si el verano hubiera venido para quedarse siempre conmigo, como si mi madurez fuera a ser eterna. A mi alrededor, sin que yo reparara en ello, todo lo que podía caducar se preparaba a hacerlo. El mundo ahuecaba el lecho y yo saltaba tontamente, sin percibir las señales que me invitaban a recogerme.

Ahora me parece que ha llegado de repente. Apenas vestido para el calor, tirito por las mañanas; todavía no hace el frío de febrero, pero sé que vendrá y mi cuerpo envejecido lo anticipa en cada temblor. Sólo viviendo para el amor, lloro al despertar; porque aún no se ha empedernido, pero sé que mi corazón cansado lo hará con el dolor que vendrá a sumarse al que ya está aquí. Y cuando se haya endurecido no vendrán más primaveras, o no sentiré las que lleguen.

Debo apresurarme a buscar abrigo, porque el otoño se me ha echado encima.

jueves, 25 de septiembre de 2008

Para J.

Si pudiéramos establecer un rango de estados negativos del ánimo, diríase que hay algo placentero en un tramo que va de la melancolía al sufrimiento inmediatamente anterior a la depresión. La compasión de nuestro propio dolor parece venir a retribuir el mal sufrido según una extraña justicia. En ese punto estamos fatal, sí, pero queremos seguir estándolo y todo intento de ayuda para superar el trance es íntimamente mal recibido. Basta el lamento.

¡quién pudiese hartarse
de no esperar remedio y de quejarse!



domingo, 21 de septiembre de 2008

Errores y ridículos

Hace años había un programa de televisión de innegable altura cultural del que nada o casi nada de lo que puede dar una referencia cabal recuerdo: ni su nombre, ni su horario, ni su presentador, ni –como diría un especialista del medio– su formato, vocablo que, según acabo de comprobar, tiene ya entre sus acepciones (a saber: la tercera) la que viene al caso que nos ocupa. Sólo dos datos puedo dar: era un espacio de entrevistas a gente del mundo de la cultura, aunque yo sólo retengo a dos de sus invitados: Rosa Montero y Vázquez Montalbán, y al final de ellas, quizás para aligerar el aire general de seriedad, trascendencia o, dependiendo de la fluidez del juego pregunta-respuesta, incluso pesadez de su desarrollo, se sometía al entrevistado a un simpático test de preguntas personales, supuestamente originales, que ponían a prueba el ingenio del personaje al tiempo que dejaban al descubierto su lado más humano. Una vez más, mi memoria sólo conserva una de ellas que más o menos venía a rezar: ¿cuándo sintió usted la mayor sensación de ridículo de su vida? Si sólo recuerdo a los dos escritores que he mencionado es, sin duda, porque me parece estar escuchando todavía sus respuestas a la cuestión que, dicho sea de paso, no tiene fácil contestación.

Rosa Montero contó una anécdota que para ella suponía el mayor ridículo que imaginar se puede. Había sucedido años atrás, cuando ella era una jovencita veinteañera pizpireta y progre, de las que a la sazón se vestían al modo hippy, con ropas muy holgadas, peinados descuidados, collares vistosos que daban varias vueltas al cuello y todo tipo de abalorios por el estilo. Había ido al ginecólogo a hacerse una revisión periódica. Cuando llegó su turno, la enfermera la condujo a una habitación y le pidió que se quitara la ropa para pasar a la consulta. Una vez sola, Rosa se desnudó completamente a excepción del collar, del que no se desprendió no recuerdo bien por qué razón, si como muestra de rebeldía o por un simple descuido. El caso es que se dirigió a la otra puerta del cuarto para entrar en el despacho del médico y cuando la abrió dispuesta a tumbarse en la camilla se encontró en una sala de reuniones, con una mesa larga a cuyo alrededor había unos diez médicos en lo que parecía ser un comité en plena deliberación que se giraron como un solo hombre hacia ella y se quedaron mirándola atónitos. Y allí se quedó ella plantada, en pelota picada, con su collar de fantasía como única prenda y balbuciendo alguna excusa mientras volvía a cerrar la puerta para regresar al vestidor muerta de vergüenza y con ganas de desaparecer del mundo.

Manolo Vázquez Montalbán, sin embargo, fue más breve en su respuesta. “Todas las mañanas cuando me miro en el espejo”, dijo sin mover un solo músculo, como dándola por suficientemente obvia para cualquiera que tuviera ojos para mirarlo.

Estas dos intervenciones siguen en mi recuerdo. La anécdota de Rosa Montero porque tiene mucha gracia, aunque no tanta como cuando ella la contó con su verbo atropellado y vivo. La de Vázquez Montalbán porque algo parecido me digo a mí mismo cuando paso revista a los errores de mi vida. Y así, si alguien me preguntara: ¿cuándo cometió usted la mayor equivocación de su vida?, no me quedaría más remedio que decir algo de este tenor: “todos los días cada vez que debo tomar una decisión”.

viernes, 19 de septiembre de 2008

Deuda

Tengo una deuda de amor contigo, una deuda de palabras que ha crecido con cada silencio. Porque no se ama sin decir (¡Qué alegría más alta:/ vivir en los pronombres!). Miente el poeta cuando se encierra en la mirada, cuando se recrea en los cuerpos enlazados en silencio.

Te debo un mundo de nombres y verbos, adverbios y pronombres, adjetivos y más pronombres. Debo a tus oídos miles de “nosotros”, tantos que no sabrías que hacer con ellos.

Vivo en la memoria de tu cuerpo y en el dolor de lo callado (Yo digo aún: ¿por qué callé aquel día?), quizá ya para siempre. Ahora lo sé: se niega todo si se esconde la palabra. Te siento bella y ofrecida cuando te digo “amor, qué hermosa eres cuando te entregas”.

Tengo una deuda de amor contigo, una deuda de vida. Tal vez el tiempo pague en mi nombre los plazos. Entretanto te entrego mi verbo sollozado.

miércoles, 17 de septiembre de 2008

Crisis

En estos días en que la crisis económica parece haberse tragado todo el flujo ordinario de la vida con su escandalosa fanfarria de quiebras, rescates, nacionalizaciones, pérdidas millonarias y demás ornamentos propios de la ocasión, vuelvo a Galbraith como al puerto seguro del intelecto.

El economista canadiense-norteamericano ya había estudiado la crisis del 29 en un excelente libro, The great crash, 1929, publicado allá por 1954. Sin embargo, es en A short history of financial euphory de 1990 donde pasa revista a los episodios de especulación financiera más destacados de la historia. En el librito, de apenas ciento cuarenta páginas, desgrana con maestría los relatos de las burbujas de los últimos trescientos años, desde la manía de los tulipanes en la Holanda del siglo XVII hasta la crisis bursátil de 1987.

La peculiaridad del estudio es que no se centra en los fundamentos económicos del fenómeno, sino que, explicando el patrón común al desarrollo de todos ellos, brinda un agudo, y en algunos pasajes hilarante, estudio psicológico de los agentes involucrados.

Galbraith identifica los factores que siempre contribuyen a la euforia: la masa huye de la realidad, la memoria es frágil y se da por supuesta una relación directa entre dinero e inteligencia. La euforia que conduce a la aberración mental extrema es un fenómeno recurrente.

Releyendo el opúsculo en mitad de este descalabro percibo con nitidez el material de las obras que no envejecen.

jueves, 11 de septiembre de 2008

11 de septiembre


Hace unos años, en la ejecución de un proyecto en cierto país americano, trabajé en colaboración con un cualificado economista que había ocupado cargos de responsabilidad en alguna de las administraciones socialistas de los años ochenta. Resultó ser una de esas escasas personas con las que enseguida me encuentro a gusto porque advierto una especial afinidad que tan difícil me resulta describir. Las conversaciones son fluidas, las opiniones convergen y la compañía se saborea y agradece como un regalo. Siempre me ha gustado pensar que esta sensación era recíproca. Este hombre era un viejo joven militante socialista: viejo porque aunque nunca llegué a saber las fechas, siempre lo he situado en mi imaginación ingresando en el partido a finales de los años sesenta, cuando la militancia de izquierdas era un deporte de alto riesgo; joven porque era de la generación que acabó tomando el control del partido en 1974 pero no se nutrió en los caladeros del exilio. Nunca llegué a saber de fechas ni de detalle alguno sobre su trayectoria porque este hombre nunca hablaba de política. Una suerte de pacto latente nos llevaba a los demás a respetar ese espacio de excepción que quedaba fuera de nuestras conversaciones.

Sin embargo, una vez rompió esa peculiar regla de silencio para narrarnos una divertida anécdota. Comenzó declarando que él no era amigo de contar historietas de la candestinidad, algo que, como ya he dicho, sabíamos de sobra. Sucedió que en su época universitaria, lejos todavía la muerte del dictador y afrontando, por tanto, el riesgo de ser detenido, probablemente torturado y con seguridad encarcelado, vivía en un piso de estudiantes en el centro de Madrid. La vida transcurría todo lo tranquila que podía para unos jóvenes izquierdistas de finales de los sesenta, es decir, con los sobresaltos y angustias naturales: las normas de seguridad para asistir a las reuniones, los nombres de guerra que impedían las delaciones, la producción artesanal de propaganda, su problemática difusión, etcétera. Una noche, al llegar a casa, observó un coche de la Policía Armada (los llamados grises) estacionado frente a su portal. Con un relativo nerviosismo intentó simular una completa indiferencia y entró. Una vez en su habitación y sin encender la luz, vigiló a la patrulla, que permaneció en el mismo lugar unas horas sin moverse. Sin darle mayor importancia resolvió que debía de tratarse de un servicio rutinario y olvidó el asunto. Pero al día siguiente la patrulla volvió a apostarse en el mismo sitio, lo que ya no parecía tan irrelevante. Su desasosiego aumentó unos cuantos grados con respecto a l primera noche pero continuó descartando cualquier conexión entre la presencia policial frente a su casa y su actividad clandestina. Cuando las noches siguientes se repitió la historia y apareció el coche policial para permanecer unas horas bajo su ventana ya no le quedó más remedio que admitir que lo habían descubierto y que esperaban no sabía bien qué para entrar, registrar el domicilio y llevárselo detenido. Mi amigo ya se veía en comisaría maltratado, recluido en prisión pudriéndose unos años en compañía de otros como él. Destruyó documentos, se deshizo de libros, avisó a sus compañeros…

Nada de eso sucedió. La policía siguió apareciendo diariamente durante unos meses, pero nunca lo molestaron. Años después descubrió la verdad de manera fortuita: en el piso de abajo vivía la hija, también estudiante universitaria, de un alto cargo del Régimen. El padre, preocupado por la seguridad de su niña, le había puesto vigilancia policial. Todo el terror que mi amigo había vivido se debía a que un padre proporcionaba protección a su hija.

Me ha venido esto a la memoria porque yo tampoco soy amigo de contar historietas, pero hoy, 11 de septiembre, treinta y cinco años después del golpe de Pinochet que acabó con la ilusión del pueblo de Chile, he evocado una.

Hace unos años conocí a alguien que estuvo en el Palacio de la Moneda durante toda la jornada del golpe, bajo los inclementes bombardeos de la infame aviación golpista levantada en armas contra su pueblo. Se trataba del embajador de Chile en cierto país latinoamericano en el que yo me encontraba trabajando. Era hijo de un colaborador directo del presidente Allende. Lo conocí en la embajada y pasé unas agradables horas con él conversando de todo lo que se nos venía a la mente. En 1973 él era un joven de unos veinte años y el golpe de estado lo sorprendió en el palacio adonde había ido a llevar algo a su padre. Al poco de llegar comenzaron a llover las bombas. El resto del día es conocido: la resistencia de los incondicionales, el bello último discurso de Allende a la Nación (Sigan ustedes sabiendo que, mucho más temprano que tarde, se abrirán de nuevo las grandes alamedas por donde pase el hombre libre para construir una sociedad mejor.), su muerte, la rendición,… El muchacho y su padre fueron hechos prisioneros, recluidos en la infame Escuela Militar, torturados y finalmente confinados en la isla de Dawson. El hijo pasó casi un año, partiendo después al exilio en Europa donde vivió hasta 1984. El padre tardó todavía un año más en abandonar la isla. Se exilió también en Europa, donde moriría pocos años después sin haber regresado a su país.

Lo que más recuerdo de aquella tarde en la embajada de Chile es el tono desapasionado, casi neutral, desprovisto de todo rencor, del embajador superviviente de la Moneda. Con serenidad desgranaba sus recuerdos y evocaba personas y situaciones. Su bondad, su cultura y su elegancia han quedado para siempre conmigo engrandeciendo todavía más a los hombres y mujeres que vivieron aquella jornada junto al presidente Allende.

Hoy, 11 de septiembre, he pasado por alto efemérides de mayor relumbrón para regresar, de la mano de ese diplomático entrañable, a los últimos momentos de aquel médico bueno que nos dio una de las mayores lecciones de dignidad que se pueden recordar.

lunes, 8 de septiembre de 2008

Providencia (IV)

Hicimos un corto viaje a Portugal para seguir gozándonos en soledad. La dignidad humilde del país y de su gente, su pesimismo contenido de silencio y resignación sólo rasgado por el lamento de los fados al atardecer nos empujaban a encerrarnos más en nosotros. Una tarde, en un café del Chiado, Alma me preguntó si sabía que había un fado titulado Maldición. No lo sabía, pero seguro que ella lo conocía y hablaba de alguna historia triste, como la del expatriado esperando que las gaviotas dibujen con su vuelo el cielo de Lisboa, ese cielo donde la mirada no puede volar y cae al mar desfallecida, llamada por el océano que fue para él su puerta de salida. Le pedí que me la cantase, pero ella sólo me recitó un párrafo que nunca he olvidado: “¿qué destino o maldición manda en nosotros, corazón mío, uno del otro así perdidos? Somos dos gritos callados, dos fados desencontrados, dos amantes desunidos”.

Mientras miro a Alma, viene a mi memoria la letanía de Pessoa (“somos un abismo que va hacia otro abismo, un pozo que mira al cielo”) y me siento caer, como en ella, lenta, dulce, mansamente en lo hondo, en lo negro, en lo insondable, volviendo la mirada desesperada hacia el brocal desde donde el futuro se aleja en burlas concéntricas. La luz mortecina del departamento desvela un brillo casi imperceptible en su frente que anuncia el comienzo de la fiebre. Una pauta siniestra me obligará a interrumpir su sueño ligero dentro de unos minutos para que tome su medicina. Calculando las posibilidades de alcanzar el botiquín de viaje sin despertarla todavía, recuerdo ahora los primeros síntomas de su enfermedad que he aprendido día a día, dolor a dolor.

Los desvanecimientos comenzaron con el embarazo, por lo que no les concedimos importancia alguna. Las cada vez más insistentes visitas al médico terminaban con una rutinaria referencia a las servidumbres de su estado. “Es lo normal en su situación”. Con un tedio creciente asentíamos a los consejos sobre la dieta y el descanso.

viernes, 5 de septiembre de 2008

Taller de costura (y III)

Cuando la ve, arroja el cigarrillo lejos proyectándolo con sus dedos pulgar y medio. Exhala una última bocanada de humo y la mira sonriente. Se besan con suavidad y, enlazados de los brazos, se dirigen hacia el centro del pueblo. La conversación es leve, de frases cortas, casi convencionales. Pareciera incluso un trámite absurdo pero necesario para gozar del paseo en un silencio que disfrutan más que esa plática vacua. Así, con la cabeza de ella apoyada en su hombro, caminan bordeando el astillero hasta alcanzar el ayuntamiento en cuyo frontispicio, con letras y números de granito, se leen el nombre del municipio y la fecha de construcción. A partir de ahí, avanzan por la estrecha acera entre los jardincillos cuadrados que se ensartan en el pavimento como enormes cuentas y la valla del puerto, siempre hacia poniente donde el crepúsculo se agota con desmayados suspiros violetas.

Con premeditada lentitud suben la escalinata de acceso a la alameda para recorrerla durante la próxima hora una y otra vez, de uno a otro extremo, meciendo sus sueños casi sin hablar, abriéndose alternativamente al otro y a sí mismos.

Las farolas se encienden con parsimonia, como si se desperezaran con una tenue luz amarillenta antes de despertar su blanco intenso. Todos los cuerpos que iluminan parecen perder, de repente, una dimensión: son menos profundos. Los arces, las hayas, las palmeras, las camelias se convierten en extraños figurantes. El centenario palco de la música, de planta octogonal y cubierta sostenida por finas columnas de hierro, se eleva fantasmagórico contra las calles lindantes. La muchacha evoca las historias tantas veces escuchadas en casa, las que su madre le contaba como si todavía las estuviera viviendo, con la mirada tan fija en la memoria que podía decirse que tenía los recuerdos al alcance de la mano: las mañanas dominicales con la banda municipal uniformada e interpretando piezas sueltas de zarzuelas y las tardes de la semana del Carmen con los gaiteiros tocando muiñeiras y pandeiradas. Todo tan de otro tiempo como la ropa de domingo o la galantería.

El puerto también se va a dormir. Los contenedores, las grúas, los barcos, los galpones como hangares, los montes de maromas y amarras, los norayes de los muelles, las redes con sus flotadores, … todo se prepara para reposar pesadamente. Hasta el mar parece detener su vaivén para ayudar al descanso.

La muchacha y su novio van hacia la escalinata para regresar ya atravesando la noche joven. La luna encoge el mundo y lo endurece como la plata. Cuando se despiden en el portalón de hierro lo hacen con la promesa de besarse en sus sueños para sonreír en la oscuridad.