miércoles, 28 de mayo de 2008

Lluvia


Anoche, cuando el avión avanzaba por la pista para despegar, una lluvia densa caía sobre el aeropuerto. Las gotas golpeaban la ventanilla y, por efecto de la velocidad, se descomponían en multitud de pequeñas lágrimas que eran arrastradas en dirección a la cola. La imagen evocó en mi memoria las frases iniciales de la segunda parte de Molloy, en la que el agente Moran da comienzo a su informe:

Es medianoche. La lluvia azota los cristales.

Llegué a Beckett muy temprano con dieciocho años. Muy temprano para mí, claro está, porque por aquel entonces Molloy, la obra que leí, cumplía veinticinco. Tengo ante mí aquel ejemplar, con la fecha de compra: 9 de marzo de 1976. Se trata de la segunda edición de El libro de bolsillo de Alianza/Lumen, de 1973. Como curiosidad, diré que la contraportada yerra en una década el copyright de la princeps de Les Éditions de Minuit, pues la data en 1961. Tras ésta, vinieron muchas más lecturas del pajarraco irlandés, empezando por las dos restantes de la trilogía: Malone muere y El innombrable. Recientemente me han regalado la versión de Molloy en gallego, publicada por Galaxia en 2006 (É medianoite. A chuvia bate nos cristais).

Al contrario de lo que me pasó con otros autores, a los que me entregaba con dependencia de adicto leyendo toda su obra para no visitarlos de nuevo, mi pasión por Beckett perdura. Vuelvo con frecuencia a sus textos, algunos de los cuales han soportado mal el paso del tiempo. Y vuelvo a reconocerlo en la pluma de escritores que son deudores de su genio, como Auster o Coetzee.

Regreso con frecuencia a Beckett, llevado quién sabe de qué incompensible pulsión, solamente obvia cuando de la noche me separa un cristal azotado por la lluvia.

sábado, 24 de mayo de 2008

Ciudad

Llevaba dos días con la misma obsesión. No podía recordar el nombre de la ciudad cuyos detalles tan nítidamente habían quedado cosidos a mi memoria. Sentía bajo mis pies la superficie rugosa de su pavimento en obras; me contoneaba rememorando el difícil tránsito entre los andamios; me parecía oír el murmullo apagado del tráfico en la terraza escondida donde había comido. Pero su nombre me esquivaba en un juego cruel: cuando estaba casi rozándolo se camuflaba entre otros para ir apareciendo de nuevo, poco a poco, enseñando una consonante, no, una combinación de vocales, tal vez una cadencia vislumbrada.

No era Lisboa, la ciudad que el fadista describe con desgarro para hablar de su propia tristeza: el arquetipo platónico de la melancolía que se proyecta en todo amante abandonado y cuya lluvia sobre un rostro helado basta evocar para dar noticia del dolor del alma.

Tampoco era ninguna de las ciudades de Luis García Montero (Las ciudades enseñan un modo de hablar solo), las que me hicieron, en las que crecí como hombre capaz de amar, a las que regreso continuamente para encontrarme conmigo (¿quién paga el alquiler de la ciudad/que sabe de memoria la lección de mañana?)

No era ninguna de las ciudades invisibles de Italo Calvino. Ni Eusapia, propensa a gozar de la vida y a huir de los afanes. Ni Melania, ciudad en la que sus habitantes, generación tras generación, están inmersos en un único diálogo indefinido. Tampoco Ersilia, cuyos moradores unen sus casas con hilos de diferente color según sean las relaciones entre ellos (hermanos, clientes, subordinados, …) y la abandonan cuando la red es tan tupida que no pueden caminar. No era Zemrude, cuya forma depende del humor de quien la mira. Ni Armilla, ni Zenobia, ni Fedora. Pero tampoco era Isidora, la ciudad de los sueños del hombre joven, a la que éste tarda tanto en llegar que cuando lo hace, ya anciano, los deseos son ya recuerdos.

Finalmente el nombre vino a mi encuentro con suavidad, sin avisar, dulcemente. Sí, era la ciudad que fatigué contigo, la que nos arropó hospitalaria para que nadie incomodara nuestro amor. Sí, era la ciudad cuyo recuerdo es ya deseo.

martes, 20 de mayo de 2008

Luna

Eran las cinco de la tarde y se me habían agotado los cigarrillos. Con un gesto de fastidio, me levanté del sofá y me dispuse a bajar al estanco de la esquina. Aparté la cortina para comprobar lo que me esperaba. Afuera el sol rejoneaba con saña a los escasos transeúntes. Salí al rellano y llamé el ascensor. El estruendo de la antigua maquinaria anunció que la cabina subía penosamente. Entré y pulsé el botón del piso bajo, del que hacía años había desaparecido la B por la erosión del uso. Bajaba tan ruidosa y lentamente como subía. Cuando salí a la calle, recibí una patada de calor en la cara. Giré a mi izquierda. Al pasar por la parada del autobús, un 27 estaba descargando pasajeros. Una señora bajaba con una niña china en brazos. “Vamos, Luna”, decía. Tras ella, un anciano trataba de apoyar su bastón en el último escalón. Me fijé en la empuñadura: era de marfil y representaba la cabeza de un mandril. Un poco aturdido, seguí hasta llegar al estanco. Tras cinco minutos de espera, compré al fin una cajetilla que guardé en el bolsillo derecho del pantalón. De regreso, pasé por la parada cuando llegaba otro 27. La puerta se abrió y bajó una señora con una chinita en brazos. Mientras medía con el pie, decía “vamos, Luna”. Un anciano con bastón la seguía tanteando los escalones. El puño era la cabeza marfileña de un mandril. Palpé mi bolsillo: los cigarrillos no estaban.

sábado, 17 de mayo de 2008

¿En qué creen lo que no creen?

En el número de hoy del suplemento cultural de El País, Babelia, vi el anuncio de un título recién editado. Bueno, sería más correcto decir que entró en los límites de mi espacio de visión mientras leía la recensión de otra novedad. Llamó mi atención porque la leyenda publicitaria que acompaña a la foto del libro estaba enmarcada en un rectángulo de trazo grueso, como la orla de un papel de luto, de forma que incluso antes de fijar en él la mirada me había llevado inconscientemente a asociarlo con las advertencias de los paquetes de cigarrillos que, con una apariencia igualmente fúnebre, previenen a los consumidores de los perjuicios que el tabaco puede ocasionar.

Leída la frase (“Un ensayo imprescindible para creyentes, agnósticos y ateos”) y el título del libro (Dios no es bueno), que nada tenían que ver con el vuelo inicial de mi imaginación hacia los cigarrillos, pensé en ese trabajo simultáneo en dos niveles que realiza nuestro cerebro: uno, consciente, alimentado por nuestros sentidos o por la introspección; el otro, un poco más abajo, en el subconsciente, que empujan la experiencia, la fantasía, los sueños o el miedo. Y recordé la magistral descripción de Scott Fidgerald en Tender is the night, cuando Rosemary finge prestar atención a la conversación con su compañero de mesa mientras piensa en otra cosa. El autor corona la escena con un símil genial:

De vez en cuando captaba la esencia de lo que él decía y su subconsciente ponía el resto, igual que percibimos que un reloj está dando la hora cuando ya va por la mitad, pero perdura en nuestra mente el ritmo de las primeras campanadas que no habíamos contado.

El anuncio me sorprendió en plena lectura de una obrita que tuvo mucho éxito en Italia a mediados de la década pasada y que aquí debe de haber vendido bastantes ejemplares, habida cuenta de que el mío es de la octava edición. Se trata de un diálogo epistolar entre Umberto Eco y el cardenal jesuita Martini titulado ¿En qué creen los que no creen? y que pretende ser un intercambio de opiniones sobre los fundamentos de la ética entre un intelectual laico y un católico. Esta amable discusión florentina sirvió para el lanzamiento de una revista de pensamiento.

En efecto, las intervenciones de ambos adolecen de una superficialidad impropia de su solvencia intelectual, dato que sólo puede ser explicado por el supuesto carácter divulgativo y publicitario de la obra. Por cierto, es Martini quien en más de una ocasión se excusa por no profundizar más en determinados aspectos metafísicos en aras de la facilidad de comprensión del gran público a lo que Eco responde: que se acostumbren a pensar.

La comparación con una conversación similar entre otro intelectual laico (Russell) y otro jesuita (Copleston) es inevitable. En 1948 ambos filósofos protagonizaron un debate radiofónico en la BBC que fue posteriormente publicado. En español se puede encontrar en la recopilación de Russell ¿Por qué no soy cristiano? En mi opinión, de esa comparación la experiencia italiana sale malparada.

Pensando en ello, tengo que reconocer que nada tiene que ver la diferencia de altura intelectual entre los pensadores. Eco no es Russell, de acuerdo, pero sus áreas de saber tampoco son las mismas. Y Martini no puede presentar entre sus credenciales la extraordinaria Historia de la filosofía del británico, pero es una eminencia en su campo. La explicación que se me antoja más verosímil es la reverencia ancestral con que en Italia todo el mundo, desde los intelectuales a los políticos, pasando por periodistas y profesionales, tratan a la jerarquía católica. Pareciera que el Vaticano pesara como una losa en las costumbres y modos de los italianos hacia curas, obispos y monjas, a la que no es ajena ni la mismísima izquierda.

Merece la pena comprobar con qué diferencia se dirigen Lord Russell al padre Copleston y Eco al cardenal Martini.

domingo, 11 de mayo de 2008

The Devil's Dictionary


El próximo día 16 está prevista la publicación de la obra de Irene Lozano El saqueo de la imaginación en la que, al parecer, pasa revista a la perversión del lenguaje derivada, entre otras cosas, de la corrección política. El número de mayo de Claves de razón práctica avanza el contenido de un par de capítulos. Para ilustrar el deslizamiento de significado que experimentan las palabras, la autora se para en el vocablo "pulcro", que ha dejado de significar para el hablante conemporáneo "hermoso, de buen parecer", para denotar "muy esmerado". Enseguida he pensado en "patético", adjetivo con el que ya nadie se refiere a lo "que causa tristeza, dolor o compasión", tantas veces predicado de piezas musicales, y que hoy se aplica con sentido peyorativo casi exclusivamenrte a personas con una significación similar a "ridículo".

Lozano centra este pequeño análisis de la evolución de ciertas palabras en el caso de "conservador" y antes de meterse en harina recupera la genial definición del no menos genial Ambrose Bierce quien en su Diccionario del diablo despacha la entrada con esta perla: "Hombre de estado enamorado de los males existentes, a diferencia del liberal, que desea sustituirlos por otros".

Ambrose Bierce (Meigs County, Ohio, 1842) fue un periodista norteamericano, digno hijo de su época. Se fue de casa a los 15 años para establecerse en Indiana donde hizo un poco de todo (albañil, camarero, linotipista, sereno, ...) En 1860 se enroló en el ejército, donde llegó a teniente tras ser herido en una sien en Kenesaw Mountain. Terminada la guerra, sirvió durante un breve periodo como ayudante del general Hazen en los trabajos topográficos que su equipo tenía encomendados. Muy pronto se fue a San Francisco donde trabajó como periodista y editor en varios periódicos. Se casó y se fue a Londres donde tambien malvivió escribiendo. Volvió a San Francisco, donde llegó a ser director adjunto de el Argonauta, un semanario local. Probó suerte en el negocio minero en Dakota para arruinarse. Apaciguada la fiebre del oro, empieza a trabajar para el semanario Wasp donde ofrece sus mejores colaboraciones como poeta, crítico literario y columnista. Se traslada a Washington donde trabaja para el magnate Hearst. Entretanto, su vida personal es una tragedia: un hijo muere en un duelo, una hija de tuberculosis y sus problemas con el alcohol terminan con su matrimonio.

A finales de 1913 sale de Washington para recorrer los lugares donde había luchado durante la Guerra Civil. Se sabe que en diciembre cruza al México revolucionario por El Paso. Se enrola en el ejército de Pancho Villa en Ciudad Juárez. Lo último que se sabe de él es que llegó a Chihuahua, desde donde escribió una carta a un amigo. Después de eso, su pista desaparece para siempre.

Bierce nos dejó unas obras completas en doce volúmenes, entre las que se encuentra su Diccionario del diablo. Éste es ya en Estados Unidos un clásico. En él, podemos encontrar regalos como éste: Complacer, v. tr. Sentar las bases de una superestructura de la imposición. O éste: Retruécano, s. Forma de ingenio a la que se rebajan los sabios y aspiran los necios.

miércoles, 7 de mayo de 2008

Inglés en pocas lecciones


Antonio es un hombre bueno. Hace diez años se jubiló tras casi cincuenta trabajando como mecánico de tractores. Desde el primer momento se prometió a sí mismo no dejarse llevar por la pereza, amarrarse a alguna actividad, ahuyentar la decrepitud, engañar a la vejez. Así, durante esta década ha pintado al óleo numerosas telas, ha restaurado vehículos antiguos, ha vencido una grave enfermedad, ha entrado en el coro de su iglesia y ha viajado por toda Europa e Israel.

Los viajes los organiza su parroquia cuyo titular (también anciano, también activo) no deja de pasear a su grey por donde le permiten los bajos precios que logra arrancar a una agencia amiga. Generalmente las excursiones tienen una orientación religiosa o cultural: Jerusalén, Roma, Atenas, Praga, ... Sin embargo, también hay ocasión para el solaz. Es así como Antonio ha ido dos años consecutivos a Mallorca, a uno de esos hoteles donde uno comparte comedor con los turistas europeos. Durante su primera estancia en él conoció a un chiquillo británico con el que congenió a base de gestos, porque Antonio, que es un hombre bueno, congenia con los niños pero no sabe inglés. Todos los días se encontraban en el restaurante o en el salón y jugueteaban un rato, correteando al chaval, subiéndosele al regazo, escondiéndose. Antonio se encariñó con él y cuando llegó el momento de despedirse sintió la separación con una extraña desazón que lo dejó un poco vacío.

Sin embargo, cuando el año siguiente regresó al mismo hotel, volvió a encontrarse con el crío y de nuevo las carreras, y los juegos, y los saltos en el regazo, y la rara dicha de disfrutar lo que se daba por perdido. Y también, al final, el dolor, la puñalada del adiós.

Antonio me dice que lo que más lamenta es no poder hablar con el niño, a quien confía ver este año. “Si sólo pudiera decirle lo más elemental, -cómo estás, te gusta este sitio, quieres jugar-, sería un hombre feliz”, me confiesa.

Y así Antonio se ha puesto a estudiar inglés a sus setenta y cinco años. Se ha suscrito a uno de esos cursos por fascículos que ofrecen los diarios para intentar frenar la caída de las ventas. Como las lecciones están en disco compacto, él las graba en unas cintas para poder escucharlas en su coche mientras conduce. Y este hombre que no pudo estudiar, que ha reparado tractores durante casi cincuenta años, que es bueno, está aprendiendo inglés sólo para poder preguntarle a un chiquillo al que sólo verá una semana cómo se llaman sus amigos del colegio, si le gustan las hamburguesas o qué quiere ser de mayor.

lunes, 5 de mayo de 2008

El camino

Pidió el texto en préstamo, aquél que salió de él ya ajeno pues a ella se debía. No tuvo que buscar: allí estaba intacto el gozo original. Leyó:

Ahora alzaré la mirada y encontraré la suya. Avanzaré despacio, demorando el momento en que se anuden y su boca llame a la mía. Haré remolinos en su vientre, trenzaré y destrenzaré espirales alrededor de su ombligo cayendo mansamente y huyendo indeciso. Saldré del dulce laberinto para arrastrarme hacia sus pechos. Bajo ellos sospecharé la síncopa de nuestros corazones. Seguiré. Me detendré en su garganta para adivinar sus gemidos. Llegaré a sus ojos imperativos que convocarán a mis labios.

Entonces mi boca iniciará sumisa el camino aprendido y siempre nuevo. Mi lengua trenzará y destrenzará remolinos sobre su vientre, hará espirales y se hundirá en su ombligo. Huirá llorando humedades hasta llegar a sus pechos, bajo los que sentirá su corazón sincopado. Continuaré. Me entretendré en su garganta para sentir sus gemidos en mis labios. Llegaré a los suyos. Seremos entonces sólo uno. Una vez más temblaré como un niño amedrentado.

El tiempo corría inclemente, pero él seguía siendo un niño tembloroso.