lunes, 30 de junio de 2008

Gaviotas

En cierta ocasión en que compartía mesa con la familia política de alguien muy cercano y en mitad de una conversación dispersa en la que me parece que todos intentábamos encontrar un raíl seguro por el que llevar el encuentro sin riesgo de descarrilamiento (había sensibilidades políticas muy distantes en muy poco espacio), su suegro vino a evocar el conocido soneto alejandrino del mejicano Enrique González Martínez: “Tuércele el cuello al cisne de engañoso plumaje…”, no sé muy bien como consecuencia de qué deriva de la plática. Aunque esto sucedió hace ya muchos años, recuerdo vivamente dos cosas de aquel momento: la primera, la llamada que el docto caballero hizo a nuestra atención sobre el violento imperativo que encabeza el poema y que, a su juicio, era de calidad bastante para calificarlo de excelente. Coincido con él: el imperativo y el futuro imperfecto tienen, por decirlo así, una carga añadida de lirismo y fuerza expresiva que hace que, utilizados con habilidad, el poeta apueste sobre seguro. Garcilaso nos da muestras de lo primero: “Salid sin duelo, lágrimas, corriendo”, o “coged de vuestra alegre primavera/ el dulce fruto antes que’l tiempo airado”, o “dejad un rato la labor, alzando/ vuestras rubias cabezas a mirarme”. Quevedo de lo segundo en su soneto “Cerrar podrá mis ojos la postrera”, calificado por Dámaso como el mejor de la literatura española.

En segundo lugar, pervive, más que en mi memoria en los músculos de mi estómago, la obscena sensación de placer que me produjo la imagen de ese primer verso: el largo cuello retorcido del cisne. Porque he de confesar que no me gustan las aves. Donde unos encuentran claves musicales en el canto de ruiseñores, calandrias y demás avecillas, o cromáticas en sus plumajes o, en fin, símbolos de libertad en su vuelo, yo no puedo evitar ver una realidad más baja, llevado sin duda por mi aversión a las gaviotas, cuyos chillidos matinales son quizá el primer recuerdo que guardo: viví mis primeros años a escasos metros de una lonja de pescado.

He recordado todo esto mientras hojeaba de nuevo el Bestiario de Gerardo Diego, recopilado, ilustrado y prologado por el cordobés Manolo Romero. Entre todos los animales a los que el poeta canta hay multitud de aves: la alondra, la paloma, el cuclillo, el mirlo, la abubilla, la cigüeña, el ruiseñor, el vencejo,… y, por supuesto, la gaviota:

Para llegar aquí, doscientas millas
vino volando a vela la gaviota.
Su envergadura, viento en popa, flota
sobre aguas dulces, mieses amarillas.

Y ha sido el regañón, el que las quillas
vuelca y las rocas férvidas azota
quien así la impulsó, loca y remota,
perdida, la almiranta de escuadrillas.

Pero no. Volverá. Las patrias sales
no ha de dejar atrás por las ajenas
que ya, más cerca, le mullían la cama.

Porque eres tú, Violante, quien te vales
de la reina cantábrica y le ordenas:
Llégate hasta la punta de mi rama.

viernes, 27 de junio de 2008

Providencia (II)

Con el tiempo, sin embargo, comprobaría que esas imprecaciones terribles encerraban un deseo indecible de felicidad para los demás, como si sospechara que ella ya jamás la alcanzaría. Tal vez yo tampoco lo vi en sus ojos ese día, ni los muchos que le sucedieron, en los que si me entretuve en su mirada fue para beberla insaciable.

Antes de que terminara ese curso, nos habíamos entregado como adolescentes, habíamos tomado posesión el uno del otro con una ceguera en la que desaparecía el mundo más allá de los límites de nuestra cama. Las sábanas eran nuestras únicas ropas durante días enteros, en los que sólo vivíamos para el cuerpo del otro. Un día, exhausto, le pedí una condena propia del momento. “Te impondré la de Moisés: maldito serás en tu entrar y en tu salir”. Entre carcajadas volvimos como enajenados al entrar y el salir por muy maldito que fuera.

Los días se escurrían ante nosotros inermes, inofensivos, incapaces de castigarnos con el paso del tiempo.

Nuestros amigos, como conmocionados por la intensidad de la descarga, entre desconcertados e irónicos, nos abrieron un espacio de soledad que en aquel momento agradecimos. Dejamos de verlos durante semanas enteras, no volvimos a los lugares que solíamos frecuentar. Desaparecimos.

Nunca me explicaré cómo fuimos capaces de aprobar nuestro último curso en esas condiciones, en las que apenas dedicábamos tiempo al estudio. Pero lo hicimos y nos licenciamos, quedándonos de pronto ante la perspectiva de un verano incierto, en el que tendríamos que separarnos sin siquiera la certeza de la vuelta a la universidad el otoño siguiente. Fue así como decidimos casarnos enseguida.

Ahora, mientras el tren hiende la noche triste de este sequedal en el que se adivinan los brezales marchitos sedientos de vida, evoco aquellos días con la inseguridad de los sueños reconstruidos e intento encontrar en ellos el aviso, la amenaza, la pieza desencajada con que tal vez debí de haber sido advertido de la fragilidad de nuestra ilusión. Quizás lo fui a través de una de las maldiciones árabes de Alma: ojalá te enamores.

martes, 24 de junio de 2008

Parnaso


Tengo el privilegio de pertenecer a una generación que todavía estudiaba latín en el bachillerato. Para no perderlo, vuelvo de vez en cuando a la gramática y a la traducción de textos (armado de diccionario, obviamente), si bien disto mucho de ser un experto. No sólo por ello fuimos afortunados. También pudimos conocer y disfrutar (algunos, porque para otros eran un calvario) a los clásicos españoles, así como a los modernos, lo que no estoy muy seguro de que ocurra hoy. Desde Berceo hasta la generación del 27 (curiosamente, Lorca sí, pero Cernuda y Alberti no) aprendimos a recitar de memoria al Marqués de Santillana, Jorge Manrique, Garcilaso, San Juan de la Cruz, Fray Luis, Quevedo, Góngora, Espronceda, Bécquer, Machado, Lorca, Salinas y tantos otros. Con algunos he llegado a mantener una intensa relación, mientras que la devoción adolescente se enfrió con otros. Ejemplo de los primeros es Garcilaso. De los segundos, Bécquer.

Curiosamente, debo mi acercamiento a Garcilaso a una película de Carlos Saura que toma su título de la vigésima primera estancia de su Égloga I: “¿Quién me dijera, Elisa, vida mía/cuando en aqueste prado, al fresco viento/andábamos cogiendo tiernas flores…”. Tenía yo unos diecinueve años cuando vi la película y reconocí el origen del título (Elisa, vida mía). Me compré inmediatamente un ejemplar barato, de Austral, que me acompañó durante muchos años. Esto fue el comienzo de una pasión, hoy ya más atemperada, que me llevó a estudiar al personaje, incluido el genial comentario que de su obra hizo el divino Herrera en sus Anotaciones.

No es ése el único verso de Garcilaso que es utilizado para dar nombre a una obra. Recientemente, Miguel Bosé ha recurrido al Soneto V para titular un disco (Por vos muero): “Cuanto tengo confieso yo deberos;/por vos nací, por vos tengo la vida,/por vos he de morir, y por vos muero”. Pero el más celebrado, por encabezar uno de los mejores poemas de la literatura española, es La voz a ti debida, de Pedro Salinas, que el poeta pide a la segunda estrofa de la Égloga III: “Y aun no se me figura que me toca/aqueste oficio solamente en vida,/mas con la lengua muerta y fria en la boca/pienso mover la voz a ti debida”.

Otra de mis pasiones de juventud, Cernuda, recurre al préstamo en su libro Donde habite el olvido (Donde mi nombre deje/al cuerpo que designa en brazos de los siglos,/donde el deseo no exista…), tomado de la rima LXVI de Bécquer: “En donde esté una piedra solitaria/sin inscripción alguna,/donde habite el olvido,/allí estará mi tumba”.

Por eso pertenezco a una generación privilegiada: porque hemos recibido de nuestros mayores un tesoro cuidado con amor, reservado para que su entrega a quienes los suceden sea garantía de permanencia: éste es el verdadero Parnaso.

lunes, 23 de junio de 2008

Para ti

Escribo porque sé que me lees. Podría mentir a todos y engañarme diciendo que quiero que mi voz llegue a miles de oídos, pero sólo a los tuyos va dirigida: a veces fuerte; otras, rota. Son tus ojos los que han de recorrer estas líneas. Si no, he escrito en balde.

Ahora sé que desde siempre he leído para hablarte, para poder contarte otras vidas, invitarte al deleite compartido de los pasajes que me marcaron porque me empujaban hacia ti, decirte las palabras de amor que alguien dijo por vez primera. Otros lo han sabido todo y lo han escrito para que te encuentre. A la grupa de sus palabras te descubro y te alcanzo.

sábado, 21 de junio de 2008

La vergüenza

En su sueño se veía mal vestido, casi andrajoso, arrastrando los pies por el pasillo del aeropuerto y tirando penosamente de un maletón en el que había metido todo lo que tenía. Una vaga angustia acompañaba su lamentable peregrinación hacia la puerta de embarque, un desasosiego cuyo origen apuntaba a una pérdida cuyo dolor le resultaba insoportable hasta el punto de impedirle respirar. Su mujer y sus hijos habían desaparecido en los primeros días del caos provocado por el hambre, el desabastecimiento, el brusco empobrecimiento del país que poco antes se encontraba entre los más prósperos de Europa. El rápido deterioro de la situación le había empujado a huir. Había intentado continuar, pero no había trabajo, ni alimentos, ni futuro, sólo una implacable represión que apenas mantenía bajo control a millones de ciudadanos que, como él, se veían empujados al destierro.

En una sucesión desordenada de imágenes se encontraba en el avión, mal atendido por una tripulación que lo observaba con disgusto y desconfianza; desembarcaba en el aeropuerto de destino con la misma angustia que en el de salida; la policía del control de entrada se demoraba más de lo razonable en la comprobación de sus datos, lo miraban, le hacían preguntas; sin saber de dónde habían salido, dos agentes lo tomaban de los brazos y con modos bruscos e intemperantes lo metían en una habitación, donde lo abandonaban durante días sin responder a las preguntas que les hacía cuando le traían algo de comer; finalmente, los mismos agentes que lo habían encerrado, lo sacaban con violencia para meterlo en otro avión.

Empezaba a sentir una opresión en el pecho cuando el avión aterrizó. A través de la ventanilla reconoció aterrado el aeropuerto de su ciudad, desde el que había salido días antes. Cuando el aparato paró finalmente, dos policías entraron para detenerlo. Empezó a agitar los brazos para evitarlo.

El ruido de sus golpes sobre el periódico abierto a su lado lo despertó de la siesta. Todavía aturdido, atemorizado y sudoroso intentó recuperar su lugar en la realidad. Se había quedado dormido mientras leía las noticias. Miró el diario cuyas hojas arrugadas por los golpes se esparcían por el sofá y leyó el titular del artículo que había dejado a medias: La Eurocámara aprueba la dura directiva contra los ‘sin papeles'.

sábado, 14 de junio de 2008

Voluntarios

En un parque de cierta zona residencial de las afueras de Madrid se puede asistir la mañana de muchos sábados a un extraño espectáculo. Aparentemente, un grupo de madres jóvenes vigila a sus niños mientras éstos corren y juguetean. El observador curioso reparará pronto en un detalle chocante: las madres españolas cuidan de niños latinoamericanos, mientras que las latinoamericanas se ocupan de niños españoles. Sólo si pregunta saldrá de su asombro merced a una sencilla explicación: estas últimas son empleadas domésticas y los críos a su cargo son los hijos de sus patrones. Las erróneamente supuestas madres españolas son en realidad voluntarias que ofrecen su ayuda los fines de semana en una casa de acogida cercana. En ella encuentran refugio hijos de emigrantes procedentes de hogares rotos, de madres solteras, de padres violentos, alcohólicos o drogadictos, algunos abandonados, muchos maltratados, todos ellos portadores ya de historias más amargas de las que sus pequeños compañeros españoles podrán tal vez acumular a lo largo de una vida entera. Sus cuidadoras son en general jóvenes profesionales, crecidas y educadas en familias de clase media, acomodadas, vecinas en su mayor parte de este barrio privilegiado que no conoce el roce áspero de la necesidad, la delincuencia, el fracaso escolar, ni siquiera la incertidumbre. Estas muchachas entregan desinteresadamente su tiempo a cambio sólo de los sinsabores que acompañan a su trabajo.

Resulta difícil comprender y mucho más acertar a expicar la milagrosa palanca interior que mueve a los voluntarios: qué inconcebible sucesión de pequeños impulsos del alma, enhilados en quién sabe qué fecunda hebra de amor, termina por producir esa ofrenda desprendida que no espera nada en pago.

Céline acertó en mi lectura a expresarlo perfectamente en un emotivo pasaje escondido de su Voyage. Se trata de aquel que describe el paso de su protagonista (Bardamu) por la colonia francesa en el África ecuatorial. En la guarnición militar que la protege, el sargento Alcide quema sus días y su vida en una monotonía que para todos sus compañeros tiene fecha de caducidad: el destino es temporal, como lo es el servicio militar para los conscriptos. Alcide, sin embargo, desea viva e incomprensiblemente una prórroga de su permanencia. En una conversación en la que el texto desprende una ternura sorprendente en el marco descarnado y casi brutal del estilo general de la obra, el sargento explica lentamente el porqué a Bardamu. En la metrópoli vive una sobrina suya, huérfana, que ha dejado al cuidado de una institución religiosa regentada por monjas, bajo un caro pensionado cuya carga soporta a duras penas con lo que gana en su destacamento, tanto con su salario como con las pequeñas corruptelas mercantiles que lleva a cabo. Le gustaría que la niña aprendiera piano, lo que encarecería la escolaridad. Para colmo de males, la chiquilla sufrió una parálisis infantil dos año atrás. Por todo ello, necesita y desea permanecer enterrado en ese infierno africano, para poder dar a la niña todo lo que precisa. Alcide relata todo esto con naturalidad, en voz baja, como disculpándose por revelarlo ante la mirada humedecida de Bardamu quien, a medida que la conversación avanza, va sintiéndose más pequeño ante el hombre a quien tan sólo unos minutos antes despreciaba.

Bardamu cierra el episodio con una reflexión cuya lectura siempre me emociona:

Evidentemente Alcide se desenvolvía en lo sublime a sus anchas y, por así decir, familiarmente, el muchacho tuteaba a los ángeles como si tal cosa. Sin darse cuenta, había ofrecido a una niña, vagamente emparentada, años de tortura, el aniquilamiento de su pobre vida en una tórrida monotonía, sin condiciones, sin regateos, sin más interés que su buen corazón. Ofrecía a la lejana chiquilla ternura suficiente para rehacer un mundo, y sin que nadie lo supiera.

Cuando conozco voluntarios como las jóvenes que cuidan a los niños de la casa de acogida, siento algo que me resulta imposible expresar. Entonces, al llegar a casa, abro el Voyage au bout de la nuit y releo la historia del sargento Alcide y su pequeña sobrinita a la que, sin que nadie lo sepa, está entregando su vida.

viernes, 6 de junio de 2008

Viejos


Leo en el Rincón de haikus de Benedetti:

Van las muchachas
cada paso más lindas
y yo más viejo

Y recuerdo una cruda declaración de Leopoldo María Panero en una entrevista, posiblemente publicada en El País, que cito de memoria, por lo que puede no ser literal: los jóvenes piensan como dioses; los viejos, como miserables. La brutalidad de la sentencia hizo que cuando la leí la encajara como un uppercut, no por mi edad, sino por su inclemencia con los ancianos. Por aquel entonces, Panero ya había pasado por el psiquiátrico y nos había helado con sus Poemas del manicomio de Mondragón (Del polvo nació una cosa./Y esto, ceniza del sapo, bronce del cadáver/es el misterio de la rosa).

Conocí a Panero brevemente allá por 1983 en casa de Juan Luis Recio, cerca del barrio de Malasaña. Habíamos recalado allí unos amigos que veníamos de Santiago de Compostela. Madrid bullía de creatividad y nosotros acudíamos con frecuencia a entregarnos a aquella excitación colectiva. Juan Luis estaba ocupado con algún trabajo de producción musical, puede que de Glutamato Ye-Yé, tal vez de Miguel Ríos.

Una tarde Leopoldo anunció que bajaba a comprar cigarrillos y decidí acompañarlo. La salida se convirtió en una batida de varias horas por las tascas de la zona en las que Panero, cada vez más bebido, derrochó sobre mí tal cantidad de geniales incoherencias que difícilmente podré olvidarlo. Con el paso del tiempo he venido a reputar de privilegio aquellas enloquecidas horas cuya memoria cuido con el mimo de un coleccionista.

No volví a verlo hasta hace unos tres años. Estaba firmando en una caseta de la Feria del libro: desdentado, cano, escuálido, fantasmal, viejo. El extravío de su mirada me disuadió de presentarme. Habría resultado inútil.

Ahora me pregunto si allá hundido en su silla, entre el cigarrillo, la coca-cola y el bolígrafo con el que firmaba, pensaba como un dios o como un miserable. Y vuelvo, entretanto, a Benedetti:

No sé si vengo
tampoco sé si voy
ando al garete

jueves, 5 de junio de 2008

Antihistoria

Desde hace unos doscientos años nos hemos acostumbrado a entender la historia como un flujo temporal orientado hacia un fin determinado, sea éste la conciencia de la libertad, la emancipación de los trabajadores, u otro objetivo trascendental. En ese camino cada etapa supone un avance sobre la anterior, si bien se admite que es un proceso dialéctico que cuenta con un juego de fuerzas en sentidos opuestos cuyo resultado siempre es positivo. Es por eso que los episodios de reacción nos producen la sensación incómoda de toda conclusión aporética, una especie de desazón íntima, como un cortocircuito.

Mis abuelos tenían en su biblioteca un libro titulado Contracepción que trataba obviamente de métodos anticonceptivos. Era una edición antigua, supongo que de la década de 1920, con tapas duras de color granate. Probablemente reparé en él por primera vez cuando tenía ocho o nueve años, pero sólo en mi primera adolescencia lo hojeé, alimentando con ello la natural perturbación de la edad. Recuerdo las ilustraciones, que eran dibujos a plumilla o carboncillo, en las que se mostraban objetos para mí incomprensibles como preservativos, masculinos y femeninos. Debían de haber comprado el libro en sus primeros años de matrimonio, posiblemente tras tener su segundo hijo y para prevenir un tercero, lo que significa principios de los 30 del siglo pasado, en plena Segunda República. Ese signo de liberalismo de las costumbres, de rebeldía ante la doctrina católica, de premeditación en la búsqueda del placer sin amenazas contrasta vivamente con las pautas morales de la generación de sus hijos. En efecto, ya en plena dictadura la simple mención de un manual para evitar embarazos no deseados podía haber sido motivo de persecución, no digamos su posesión o lectura. Pero es que, para mayor horror, esos patrones éticos eran asumidos con naturalidad por sus propias víctimas: quién sabe si mis padres no censurarían calladamente la presencia de aquel ejemplar en los anaqueles.

Algo similar pensé en un viaje de negocios a El Cairo, hace ya algunos años, cuando empezaba a acentuarse la reacción fundamentalista en los países de mayoría musulmana. Allí entablé amistad con mis colegas egipcios que, reflejando con fidelidad la composición sociológica del país, eran de diferentes religiones. Una de ellas era Mireille, cristiana de no recuerdo bien qué rito oriental. Hablando de la regresión en los hábitos cotidianos derivada de la creciente presión de los islamistas radicales, Mireille me decía que tenía fotografías de juventud de su madre, en traje de baño en alguna de las playas del Mediterráneo, que habrían sido impensables en la actualidad.

Cuando pienso en ambos casos, tanto en el salto atrás de la generación de mis padres con relación a la de mis abuelos como en el retroceso de Mireille frente a su madre, experimento ese bloqueo lógico casi doloroso, esa aturdida incomprensión del flujo antinatural que en ocasiones sigue la historia antes de enderezarse para llevarnos a quién sabe qué puerto seguro.

domingo, 1 de junio de 2008

Providencia

El nombre de la estación apareció ante mis ojos como un fogonazo. Con dificultad conseguí leer el cartel cuando ya el tren se había hundido de nuevo en la oscuridad: Providencia. La luz de una bombilla polvorienta delataba ante el páramo inhóspito el marco herrumbroso que, colgado de dos cadenillas oxidadas, se balanceaba anunciando un lugar olvidado, rescatado fugazmente de su muerte lenta por el paso del expreso nocturno. Mis labios iniciaron una sonrisa que murió antes de dibujarse. Pensé en la frecuencia con que en los últimos días había acudido esa palabra a mi mente. Providencia. Yo, que no soy creyente, había llegado a fiar mi suerte a la disposición que hiciera de mi vida alguien con el poder que a mí me faltaba.

Alma dormía tranquila con su cabeza apoyada en mi hombro y las piernas recogidas sobre el asiento. El aliento leve de su respiración acariciaba mi cuello con un ritmo cansado que parecía entrelazarse con el sonido hipnótico de las ruedas del tren en una extraña síncopa. Acomodé la chaqueta sobre sus brazos desnudos y la besé en la frente. Pareció emitir un ligero ronroneo. Seguía usando el mismo perfume que cuando la conocí, hacía ya cinco años.

Su perfume, su nombre y sus maldiciones me habían conquistado la primera vez que estuve con ella. “Me llamo Alma y te voy a echar una maldición china: ojalá vivas tiempos interesantes”. Éramos estudiantes, éramos jóvenes y la extravagancia daba un contraste de prestigio en nuestro círculo.