viernes, 25 de julio de 2008

Taller de costura (II)

También un poco más allá se puede ver la bocana del puerto, medio oculta por las escolleras que cimentan el muelle oriental. En él los días de temporal se apretujan como niños asustados los pesqueros de bajura, las traíñas, los bous, como buscando refugio en la multitud, batiendo sus costados con un castañeteo de terror.

Hacia allí dirige su mirada la más joven de las mujeres mientras sus manos laboran en el ovillo mecánicamente, con vida propia, ajenas a las ensoñaciones de su dueña que ya se va, apenas susurrando una suave melodía, a otra tarde de hace tres años, en la que los barcos regresaban en medio de una violenta tempestad, buscando amparo tras los espigones del puerto. Revive la angustia, el desesperado escrutinio de las embarcaciones que le devolviera la del hombre que ama, el desgarro de no encontrarla, el llanto que se empieza a desatar y que es contenido por una antena que perece emerger a lo lejos, insegura, vacilante, con bruscas oscilaciones, y que, sí, es la del arrastrero que faltaba, que llega herido, exhausto, convertido en retaguardia de un ejército en desbandada perseguido por un enemigo implacable. La mujer parpadea bruscamente y vuelve a concentrarse en la labor, asegura el ovillo, lo deja junto a los otros, toma el cabo de la madeja que otra mujer le alcanza, y comienza de nuevo.

El sol se hincha como un globo cuando va cayendo entre las dos islas que se encuentran en la boca de la ría. Al tocar el horizonte es ya un astro inflamado, excesivo, que se derrama sobre la línea del mar desangrado por su hipertrofia. Las mujeres recogen sus cosas, guardan la cera, ordenan las prendas de lana y las madejas para que no se enreden.

En silencio abandonan la galería y atraviesan el salón del piso superior, dejando a su izquierda la chimenea y el balcón de batientes, contraventanas y falleba blancas, con antepecho de granito, que se asoma al pilón, y a su derecha la habitación de los niños varones.

La escalera que las lleva al piso bajo tiene escalones de madera, firmes, brillantes, aromáticos. A su izquierda, según bajan, hay un pasamano también de madera y balaústres de hierro negro, que termina en una esfera de cristal azul.

Las mujer más joven baja dando saltitos que hacen crujir levemente los peldaños. Afuera, apoyado en la verja de hierro, la espera su novio marinero.

lunes, 14 de julio de 2008

Taller de costura

A la finca se accede a través de un conjunto de hierro forjado: un portalón de dos pesadas hojas flanqueado a ambos lados por un enrejado de barrotes trabados que asemejan lanzas sobre un zócalo corrido de granito. En el dintel arqueado la obra de forja dibuja volutas. Un pequeño sendero pavimentado con conchas desmenuzadas lleva a la puerta de la casa, de madera blanca, también de doble hoja, con estrechos paneles de cristal traslúcido y una aldaba de bronce que representa un puño cerrado sobre una esfera. Atrás han quedado las palmeras datileras que bordean la vereda. En el lateral derecho del caserón los caquis escoltan el camino al lavadero, de dos senos de piedra, que se antoja de una sola pieza, estregaderos incluidos. El agua llega mediante una bomba manejada con una manivela que hace girar una rueda de hierro. Por el izquierdo se baja hacia el fondo de la finca entre laureles y hortensias.

La trasera de la casa da a otro caminillo que apunta al mar. En su cabecera dos impresionantes magnolias descubren sus raíces entrelazadas. Al final, un pequeño prado rodeado de higueras sirve para tender la ropa que la criada baldea para blanquear. Desde allí se puede ver la galería o mirador posterior que las mujeres usan como taller de costura.

Es de estilo gallego, con algunos cristales de colores (verde botella, azul, rojo...) a modo de vitrales, relativamente estrecha y larga. Por las ventanas del extremo izquierdo casi se pueden tocar las ramas de las magnolias. En esa misma parte hay una máquina de tricotar. Más a la derecha, un montaje de devanadera y bobina para aspar y ovillar la lana que se obtiene de las prendas viejas. El proceso es artesanal: se va deshaciendo la pieza haciendo girar el aspa. Antes de que el hilo llegue a ésta pasa por una pastilla de cera que una mujer sostiene y sirve para suavizar la lana. Una vez hecha la madeja, se fija uno de los extremos al eje de la bobina, que no es perpendicular al de giro, por lo que al dar vueltas forma unos ovillos de dibujos geométricos. Antes de que llegara la devanadera era otra mujer la que sostenía la lana para hacer la madeja.

La máquina de tricotar tiene un frente corrido, como una encimera, con multitud de ranuras verticales, tal vez más de cien. En cada ranura sobresale una pequeña clavija corredera a lo largo de ella. Las clavijas se manejan con unos accesorios parecidos a agujas de ganchillo, como pequeños garabatos, que sirven para situarlas a la altura adecuada. La disposición final de todas ellas es la pauta que da como resultado la figura del tejido. Es como programar el diseño del entramado.

Si levantan la vista de la labor, las mujeres pueden ver las dornas en que los pescadores del pueblo llevan las nasas para sembrar la ría.

viernes, 11 de julio de 2008

Madre


La mujer de la fotografía, que es asistida por dos hombres no se sabe si para evitar que se caiga o para ayudarla a incorporarse, lleva un chupete en su mano izquierda. Es lo que le queda de su bebé, muerto en la patera en la que junto con otras cuarenta y tantas personas intentaba alcanzar la costa española, la puerta del paraíso. En el código de colores infantiles, el rosa de la cadenilla hace sospechar que se trataba de una niña. Esta madre no habrá tenido mucho tiempo para tranquilizar a su hijita con el chupete, quizá menos de un año. Pero en ese poco tiempo, ha tenido ocasión de soñar un futuro para ella lejos de la miseria en que nació, del infierno que ella habrá vivido en su aldea de Gambia, o de Senegal, o de Nigeria. Ese sueño la habrá llevado a una penosa travesía, con su pequeña a cuestas, a través de África hasta la costa de Marruecos, calmándola cuando lloraba por el calor o el hambre con su chupetito rosa. Se la habrá imaginado de camarera, o de limpiadora, o de peluquera en alguna de esas ciudades europeas que veía en cualquier televisor desvencijado de su pueblo. A lomos de esa esperanza habrá pagado quién sabe cuánto o asumido quién sabe qué deuda con una de las mafias que trafican con los desheredados. Esta madre habrá pasado miedo al entrar en la patera con tanta gente, cuando el motor se paró en mitad de un mar infinito como consecuencia del temporal, cuando quedaron al pairo durante días sin comida, sin agua y bajo un sol inclemente. Pero su sueño, tejido con el amor por su pequeña criatura, la habrá ayudado a no desesperar.


A la mujer de la fotografía la han recogido medio inconsciente los servicios de salvamento españoles. Del grupo faltaban doce personas, tiradas por la borda nada más morir y cuyos cadáveres estarán flotando en algún lugar de ese mar que un día fue símbolo de la civilización y hoy lo es de la vergüenza. Entre ellas estaba su hijita, pero ella aún no lo sabe. Con la cara contraída por el dolor y la mano aferrada al chupete esta mujer está preguntando a los hombres dónde está su bebé.


lunes, 7 de julio de 2008

Estilográficas


Acabo de llenar mi estilográfica y, mientras lo hacía, he repasado mi larga relación con las plumas.

La primera que tuve fue uno de mis regalos de la primera comunión. Cuando la hice, había tres obsequios típicos: el juego de cuchara y tenedor con el nombre grabado, el reloj y la pluma estilográfica. Sospecho que en la actualidad éstos han sido reemplazados por videojuegos o consolas. Supongo que, siendo la ceremonia litúrgica una traslación simbólica de los rituales de la transición a la edad adulta, la sustitución del pizarrín o el lápiz de grafito por la estilográfica venía a representar, siquiera tangencialmente, el reconocimiento de la madurez necesaria para utilizar ese nuevo cálamo.

La pluma de mi primera comunión era de cuerpo blanco y capuchón dorado. Como todavía no se estilaban los cartuchos ni el rellenado de pistón, llevaba un depósito de caucho protegido por un armazón metálico, como la que tenía mi padre. Para cargarlo, se introducía el plumín en el bote y se presionaba la carcasa para expulsar el aire que tuviera, de forma que al aflojar la presión succionara la tinta. El plumín, o plumilla, era triangular y carenado, a diferencia de los más antiguos o los actuales, que suelen ser expuestos y de forma pentagonal.

A pesar del uso generalizado del bolígrafo, consagrado masivamente en los años sesenta (del siglo pasado, siempre me olvido de hacer esta aclaración), seguí apegado a la estilográfica desde entonces.

Durante mis años de estudiante universitario, utilizaba esas plumas de usar y tirar que tantos borrones dejaban en el papel y tantas manchas en mi ropa. Una excelente Montblanc que me había regalado mi novia de entonces y que me acompañó durante varios años, acabó bajo las ruedas de un automóvil cuando mi hermano decidió custodiarla en mi ausencia.

Hoy sigo escribiendo a pluma, ganándome con ello las miradas extrañadas de mis compañeros. Tiene la estilográfica un resabio romántico y un aroma de gusto por la escritura manual de los que carecen el bolígrafo y el lapicero. Sólo con ella se puede insinuar en los garabatos y arabescos que dibuja el amor indecible que vuela en las dedicatorias de los libros que regalamos.

viernes, 4 de julio de 2008

Cosas que no soporto

Mi madre me dice que estoy en una edad difícil. Lo sé. Por ejemplo, tengo una libreta en la que apunto todo lo que no me gusta. “Cosas que no soporto” reza el título en la primera hoja. No lo hago para no olvidarlas, lo que sería ridículo porque entonces no se trataría de notas sobre lo que me disgusta con carácter general, sino un mero registro de contrariedades ocasionales. Tampoco con esperanza de redención, pues la mayoría de las cosas que me revientan está fuera de mi control: de no ser así, dejarían de amargarme fácilmente. Lo hago con una finalidad terapéutica. Me gustaría averiguar, con una razonable precisión, la naturaleza de mis obsesiones: si son síntomas de una inadaptación venial como corresponde a una personalidad compleja pero singular como la mía o, por el contrario, tienen una deriva abiertamente patológica, como las de Raymond Marks (The wrong boy) o Holden Caulfield (The catcher in the rye).

Las cosas que no soporto están numeradas, pero no por el grado de irritación que me producen, sino por el orden en que se me ocurren. El número uno corresponde a los libros forrados, en especial los que están forrados con papel de revista, temporalmente forrados, podría decirse: sus repugnantes dueños pretenden devolverlos inmaculados a la estantería de la que salieron, donde compartirán espacio con alguna vomitiva fotografía familiar o con algún souvenir del viaje de novios. Hay varios apuntes que corresponden a frases acuñadas. Odio las frases acuñadas como “soy muy amigo de mis amigos”, “las elecciones son la fiesta de la democracia” o “el desayuno es la comida más importante del día”. Sería capaz de matar a alguien que me dijera que el desayuno es la comida más importante del día.

Hay también elementos más abstractos, vicios de orden psicológico como la intemperancia, la soberbia, la tacañería o el servilismo (me mata la gente servil) así como compulsiones inferiores como morder los bolígrafos, estirar el meñique al beber, hablar muy alto o comer muy lento. A la gente que arroja monedas a las fuentes y estanques me gustaría ahogarla.

El aspecto exterior tiene un lugar de honor entre las cosas que no soporto: el bigote, los pantalones de pirata, el chándal o la maxi-falda, que considero el mayor inhibidor del deseo sexual, por encima incluso de los dientes pequeños.

Pero si tuviera que eliminar algo de la faz de la tierra, ello sería mi obsesión número veintisiete: las sandalias con calcetines. Hay grados, de acuerdo: no es lo mismo que se combinen con un pantalón corto que largo, con una camisa que con una camiseta interior, con una barriga que con un estómago plano. Pero unas sandalias con calcetines deberían abrir a quien las lleva las puertas del infierno.

Me llama mi madre. He de acordarme de apuntar mi odiosum número ciento cincuenta: la maternidad.

jueves, 3 de julio de 2008

Es la hora

El niño pareció moverse en la cama. Tal vez fuera una leve contracción de su brazo, casi un espasmo, o un imperceptible fruncimiento de sus párpados lo que anunció el inminente tránsito a la vigilia desde el sueño del que se resistía a salir. En él, la madre hablaba con unas amigas sentadas alrededor de una mesa mientras él las observaba desde lo alto volando en círculos, moviendo los brazos como alas. Le gustaban los sueños en los que volaba. Iba caminando o estaba parado y comenzaba a percibir una sensación de ligereza que casi le hacía flotar. Entonces extendía sus brazos y empezaba a elevarse. Algo escondido e irreconocible enturbiaba aquel gozo inmenso, como si una voz interior le advirtiera de que aquello no era posible, que los niños no vuelan. Pero él seguía subiendo sin hacer caso, empeñado en demostrar que sí, que él podía hacerlo, que él volaba. La madre, allá abajo, hablaba y sonreía. Podía distinguir sus dientes blanquísimos, su risa discreta tan distinta de las atronadoras carcajadas de su padre. Era primavera, habían entrado en el último trimestre del curso. Las madres solían ir a buscarlos al terminar las clases. Mientras los chiquillos merendaban, ellas se sentaban en una de las terrazas de la plaza rodeada por un cinturón de camelias en el que se alternaban las de flores blancas y rojas.

Giró lentamente a su derecha y vio el atrio donde jugaban. El juego más popular consistía en que uno de ellos intentaba alcanzar los pies de los compañeros que se subían a los contrafuertes del palacio adosado a la iglesia. El que resultaba tocado se volvía entonces perseguidor y empezaba de nuevo la tanda de saltos y carreras. Con dos golpes de ala se situó sobre la fuente, donde sus amigos terminaban la merienda vigilados por sus madres que, en la mesa, hablaban animadas. Desde el pináculo de la iglesia, unas palomas lo miraban asombradas, como si dudaran entre saludarlo como a un camarada volador o salir despavoridas. Un poco más allá, solo en mitad de la plaza distinguió a su padre que tomaba una camelia roja de una rama y se la ponía en el ojal de la solapa. Tras ajustársela y alisar la americana se dirigió hacia la madre, saludándola con la mano. Con el índice ella apuntó al cielo, desde donde el niño observaba toda la escena planeando suavemente. El padre levantó la vista y sus miradas se cruzaron. Entonces sonrió y le hizo señas de que se acercara. El niño pareció entenderle “Vamos, hijo. Ya es la hora”.