miércoles, 30 de diciembre de 2009

Fin de año

Se acaba el año. Llévese en buena hora lo mucho que ha sobrado: ese mes de febrero abominable como sólo Borges podría apreciarlo (“Los espejos y la cópula son abominables, porque multiplican el número de los hombres”), el febrero de la pérdida, de la pena negra; la primavera más necesitada pero más sufrida, más lamentada, más perdida; un septiembre vacío; un invierno que se anunció llevándose a Fiaño, diciembre aciago como el vino de Valente (“qué viento aún ha de soplar sobre vivos y muertos /o en que navegación, con tu rostro de ayer, /he de encontrarte”).

Déjeme, a trueque, el poso de todo lo bello y bueno que me pudo traer: los rostros recobrados, los niños acariciados, la tierra reencontrada, la ternura dada a fondo perdido, el amor que no conoce el cálculo, la entrega desinteresada. Me quedaré también con aquellos que daba por perdidos y he hallado de nuevo, con quien me ha permitido reavivar llamas casi apagadas.

Se acaba el año y me deja más viejo. Ha crecido, como siempre, el número de los libros que no leeré. También el de los besos ni siquiera ofrecidos. Sólo yo decrezco, me encojo casi aplastado por la inclemencia de estos trescientos y pico días que se van.

Váyase, pues, y entre el nuevo que me encontrará, no diré erguido, sino todavía no doblado. En este estado de resistencia espero, digo reclamo mis derechos adquiridos: el jardín de mi tierra, el amor de los que amo, la ternura de mis hijos, todos ellos, el regalo de los libros, el conocimiento de los otros, los viajes, la paciencia y la serenidad.

jueves, 24 de diciembre de 2009

Navidad

Una vez más se me ha echado encima la Navidad y no se puede decir que por sorpresa porque señales no han faltado: la iluminación de las calles, la nevada premonitoria, los escaparates cómplices, el semblante abatido de los viandantes, el vacío inexplicable del corazón.

Éstas son particularmente mal venidas porque todavía repican un oficio de difuntos del que ya para siempre se harán eco. Una ausencia más a añadir a las tantas acumuladas, un hiato más en el postre de la cena de Nochebuena, o en la enésima copa, un motivo más para malquererlas.

Tal vez la ciudad se haya juramentado por la tácita en esta impostura de felicidad, los hombres y mujeres que se cruzan conmigo sean los figurantes de una absurda comedia, mi mirada descreída un notario incorruptible que da fe de los indicios de esta fullería colectiva.

¿En qué caldo se cuecen tantas sonrisas, qué pincel dibuja este paraíso de plástico, quién mueve la ciudad?

Aunque puede que nada de esto ocurra, porque ¿qué es ese cosquilleo de primavera, de mayo en pleno diciembre, que parece incomodarme tanto como complacerme? ¿De qué amor da noticia? Quizá del universal que se celebra a mi alrededor, quizá de alguno que se haya colado por alguna grieta de mi coraza de viejo galápago cansado y aterido.

Sí, es posible que la fiesta celebre, después de todo, lo que constituye su designio, el júbilo del amor, la unión de los corazones, la vuelta al otro, a los demás.

Pero también podría suceder que por un solapamiento de ciclos de predestinación aritmética, como en aquellos problemas que nos ponían en la escuela cuando estudiábamos el mínimo común múltiplo, me haya tocado sentir en esta Navidad un calor que nada tiene que ver con la iluminación de las calles, la nevada premonitoria o los escaparates cómplices, porque cualquiera que fuera la estación, el solsticio o equinoccio, el mes del calendario agrícola o litúrgico, no sería capaz de sustraerme a su efecto: el que me hace sospechar brotes olvidados, anticipos de felicidad, promesas de cuerpos unidos en silencios elocuentes, que pasarían por encima de Navidades futuras como hojas de calendario aventadas desde el lecho despreocupado.

Si así fuera, la Navidad es mía, tan mía como ese cosquilleo de primavera que tanto me complace.

jueves, 10 de diciembre de 2009

Fiaño se va


Fiaño se ha ido y se ha llevado con él su mundo antiguo, trenzado con fijadores y bigotes, cueros y maderas, paseos de alameda y playa, arrumacos en el muelle de Marín, sombreros de ala ancha, cigarrillos sin boquilla, gabardinas de tres cuartos y abrigos de cheviot.

Marcado por la crueldad añadida de la posguerra, su infancia sin padre le dio el habla tardía, en la que pervivió algún tiempo una confusión entre las oclusivas (“un patato de tafé ton chitoria”) que años más tarde todavía se podía rastrear en errores fonéticos contumaces (“apsis”).

No fue el suyo un entorno familiar que estimulara el endurecimiento y la independencia. Antes bien, un entramado de escudos protectores lo dejó extrañamente desprotegido aunque él nunca llegó a saberlo. La vida, a base de golpes certeros, fue grabando a fuego sus contrastes de dolor. Él, que nunca llegó a crecer, acusaba aturdido los embates sin acabar de entender el porqué. Fue rechazado por su origen, vio morir a una esposa joven, enfermar gravemente a un hijo, marchitarse una carrera profesional prometedora y pasar los años cayendo en un remolino de tristeza, todo ello con cara de asombro, absurdamente convencido de que debía de tratarse de un descomunal error.

Sus manos grandes, casi campesinas, salvaron vidas, curaron enfermedades de toda clase, llevaron esperanza a familias que la habían perdido, siempre con el ejercicio de una medicina casi artesanal, de visita con maletín, de asistencia en mitad de la noche, de conversación al lado del lecho, de vaso de vino en la cocina y de presentes de la tierra y de la mar para agradecer cumplidamente con lo que los pacientes o sus familiares reputaban más valioso: el fruto de su trabajo.

Nunca llegó a asentarse, empujado a cambios de residencia por exigencias de un guión con deje de tragedia. De una costa a otra, de la costa al río, del río a la montaña, de la montaña a la costa de nuevo desde donde finalmente se alejó para siempre.

Quienes lo conocimos y quisimos aprendimos quizá tarde que no se puede juzgar: sólo cuando lo recuperamos, después de muchos años tristemente irrecuperables, supimos que tal vez en su vida habíamos asistido al devenir de la nuestra.

Fiaño se ha ido sin conocer la felicidad. Siempre faltó algo, un padre, una amante, más calor, otra suerte. Hace unos días, cuando le dábamos tierra y hasta el cielo le decía adiós desatando una furia desmedida, los que lo conocimos y quisimos estábamos con él sin poder evitar imaginar que desde algún lugar estaría observando el oficio con cara de asombro, con la absoluta certeza de que todo era un error descomunal.

domingo, 15 de noviembre de 2009

Viajes

Me voy de nuevo, esta vez a Croacia, país que no conozco y que tiene para mí ecos heroicos. Hace ya más de un mes que estoy viajando, apenas si paro en Madrid, a la que encuentro extraña en ocasiones mientras a mi vuelta, en el trayecto desde el aeropuerto, voy fijando el entorno, como cuando al despertar el mundo se va encogiendo desde la escala de los sueños hasta la más baja de nuestra pequeña existencia.

Pasan las ciudades (siempre ciudades, siempre ciudades) por mi vida y dibujan un extraño atlas cuyas páginas saltan de las calles a los hombres, de las iglesias a los olores, de las comidas a la música. Y todo me parece hecho para tenerme, para engullirme. Descubro dentro de mí identidades desconocidas, pertenencias nunca hasta entonces vislumbradas. Ésta era mi ciudad, sin saberlo, aquí debí haber nacido y crecido, aquí debí haber amado, aquí deberé morir algún día en paz con mi memoria.

Luego llega el momento de volver adonde sí nací, o crecí, o amé y donde tal vez moriré, la melancolía del regreso, la absurda congoja de perder lo que nunca llegué a poseer.

En todos los lugares que piso quiero quedarme para siempre. En los bosques de Gotemburgo, en una casa al borde de un lago, con mi embarcadero y un pequeño velero; o en el centro de Basilea, empapándome de orden en un ático con vistas al Rin; en Nueva York, en el Village; en un rascacielos de Miami hipnotizado por el Caribe; en Pontevedra, cómo no, de regreso al origen, vuelto a mí, como dice Molloy; en Bruselas, donde tanto tiempo paso. Y sé que no se trata de quedarme en ellos, sino de huir de otros que previamente fueron, o pensé que eran, mi refugio.

¿Qué tendrá Zagreb, donde desde ahora sé que también querré quedarme? ¿De qué tristezas me creeré a salvo bajo su cielo? ¿Qué nuevo comienzo, libre de todo pecado y de todo error, soñaré entre sus calles?

miércoles, 21 de octubre de 2009

Quito

Paso tres días en Quito sin librarme de la asfixia de la altura. A dos mil ochocientos metros falta el aire y me comporto como un asmático, boqueando de vez en cuando con aspavientos de sofocado. Cuando al fin me voy haciendo a la atmósfera empobrecida llega el momento de dejar la ciudad.

Entretanto, mis buenos amigos quiteños me enseñan los rincones más hermosos de la ciudad colonial en una noche hechicera. Comenzamos cenando en el restaurante “Hasta la vuelta, Señor”, en el segundo piso del antiguo Palacio Arzobispal, con balconadas sobre el patio interior y balaustradas de madera. El curioso nombre procede de una leyenda que cuenta cómo un monje disoluto se escapaba todas las noches de su convento por una alta ventana. Para alcanzarla utilizaba una enorme cruz con su correspondiente Cristo crucificado y alanceado, valiéndose del palo travesero a modo de peldaño. Al parecer, una noche la figura, colmada su paciencia, tomó vida y le preguntó “¿Hasta cuándo, padre Almeida?”. El fraile, inicialmente sobrecogido por la divina interrogación pero reponiéndose enseguida ante la promesa de una juerga libertina, respondió: “Hasta la vuelta, Señor”.

Después me encuentro con el embrujo de un barrio histórico en el que, siendo ya noche cerrada, pareciera que van a salir de cualquier callejón empedrado las huestes de don Sebastián de Benalcázar. Todo son iglesias y palacios: La Iglesia de la Compañía, de un barroco canónico, con sus columnas copiadas de Bernini; la Catedral, en la Plaza de la Independencia; la de San Francisco (la de los minoritas fue la primera orden que se estableció en la ciudad), con sus dos torres enjalbegadas; los Conventos de Santo Domingo y la Merced; el Palacio Presidencial; la imponente Basílica allá en lo alto… Vigilándonos constantemente, la luna, el Panecillo y el Pichincha.

Todo presenta un aspecto pulcro, los edificios impolutos, cuidados con mimo. Al parecer, un alcalde bueno se preocupó de conservar toda esa belleza atesorada a lo largo de siglos.

Me llama la atención la ausencia de tráfico desde que oscurece. Contrasta vivamente con el trasiego permanente de Madrid, donde las calles no descansan. La quietud que lo envuelve todo durante nuestro paseo acentúa la sensación de tiempo detenido, antiguo.

En el silencio de la noche quiteña escucho todavía las historias que me han contado durante el almuerzo. Cuando yo era niño y corría con mi hermano por la huerta de mi casa, los niños de Quito también jugaban en los jardines de las suyas. Allí había tantos árboles que cada crío tenía el suyo propio, al que invitaba a sus pequeños amigos a subirse. Me lo cuenta mi amiga M. mientras pierde su mirada en la ensoñación de la memoria. Intrigado le pregunto ¿cuál era el tuyo? El mío era el capulí, me dice como si lo tuviera al alcance de la mano. Y yo, rendido a la musicalidad de un nombre tan hermoso, a punto estoy de pedirle que me deje subir a él.

viernes, 25 de septiembre de 2009

Batallas

Un amigo cuyos padres murieron con apenas un par de años de diferencia, cuando ya nosotros nos encontrábamos bien entrados en los cuarenta, me dijo tras dar tierra al último –él, por más señas–: “bueno, ya estamos en primera línea”. En un primer momento, me pareció que había en la frase y en la sonrisa contenida que la acompañó un aire de trámite notarial, como si levantase acta de un acontecimiento rutinario o al menos no infrecuente: una junta general de accionistas o la firma de un bastanteo. Sin embargo, enseguida percibí la fina ironía y el humor macabro con que mi amigo se encaraba con la fatalidad que esta segunda pérdida, todavía no repuesto de la primera, venía a declarar.

Pero, al fin, reconocí la pertinencia de la figura, que traslada al universo simbólico de la guerra lo que quizá presenta más cabalmente los caracteres sustantivos de la tensión: la vida.

En efecto, estamos en primera línea, al menos en la batalla que siempre hemos de perder, la que mueve las generaciones como las falanges hoplitas: filas de guerreros van ocupando los puestos de las que van cayendo en el combate. La muerte siempre vence en esta rueda interminable.

Pero no es ésa la única batalla. Nos hacemos a base de un juego polémico, de una sucesión de victorias y derrotas parciales cuyo saldo determina nuestra (in)felicidad: desde la aprehensión del mundo nada más nacer, hasta la lucha definitiva contra la muerte.

Entre medias, sólo el desamor nos endurece. Con paciencia oriental tejemos nuestros petos y espaldares, grebas y guanteletes, yelmos y crestones a base de besos rechazados, caricias agostadas, abrazos evitados y mentiras mal habidas.

miércoles, 16 de septiembre de 2009

Lo grande y lo pequeño

Aunque ya estoy hecho –por fuerza– al avance de la tecnología de los últimos veinticinco años, sigo –también por fuerza– asombrándome de vez en cuando con alguno de sus productos, sintiendo algo parecido al pasmo pazguato del pueblerino que, por vez primera, ve la capital. Yo, que en el bachillerato utilizaba las tablas de logaritmos para las operaciones más complejas, me sorprendo en ocasiones mirando la calculadora electrónica en una especie de trance.

Por supuesto, los cambios relacionados con las comunicaciones, internet y el correo electrónico especialmente, son los que probablemente suponen la mayor diferencia aparente en nuestra vida cotidiana. El acceso universal e instantáneo a información que hace unos pocos años nos hubiera costado mucho tiempo y esfuerzo conseguir difícilmente puede ser subestimado. Y la correspondencia inmediata, con destinatarios de cualquier lugar del mundo, si bien nos priva del placer sensual de la cuartilla, el sobre y la pluma, derriba la barrera de la distancia, nos acerca a los demás. Diré a este respecto que seguí apegado al correo postal, por una especie de rebeldía y romanticismo entreverados, cuando ya el electrónico era el de uso general.

Pero si hay algo que me impresiona es el contraste tan descomunal de referencias: cómo en dispositivos no mayores que una moneda caben bibliotecas enteras, mapas de países, millones de fotografías, de piezas musicales… El paso de lo enorme a lo diminuto, de Brobdingnag a Lilliput, aturde intelectualmente tanto como conduce a la inseguridad por cuanto nos coloca ante la desigualdad primordial: la del hombre frente al universo.

Esa contigüidad de escalas, que obliga a un tránsito casi imposible de pautas mentales de medida para acomodar representaciones tan dispares, me produce una suerte de vértigo, un desasosiego íntimo en el que reconozco asombros pasados, incómodas sospechas de inviabilidad racional, incertidumbres antiguas, otros milagros.

Así, que en el embrión recién concebido se cifre una vida entera; que el leve roce de una mano desate una tempestad de turbación en el adolescente; que una vocal perfeccione un verso; que una palabra de consuelo detenga un llanto; que un encogido y viejo corazón pueda albergar un amor infinito.

viernes, 4 de septiembre de 2009

Heart of darkness

En el trance de expirar, en lo que Marlow conjetura un momento supremo de conocimiento absoluto, un memorable relámpago de clarividencia, Kurtz susurra sus últimas casi inaudibles palabras: “¡El horror! ¡El horror!”, acaso dirigidas a la imagen instantánea, que cree ver en su alucinación, del transcurso detallado de su vida.

Muchas interpretaciones se han dado del relato en general y de este pasaje en particular, pero a mí me llama la atención porque tiene un aire de ejercicio mental, como si se le hubiese pedido al feroz expoliador de marfil: “resuma su vida en una sola palabra”. Si ya resulta difícil extraer lo más relevante de una vida en una exposición sumaria, por cuanto el descarte de lo accesorio no deja de ser tan arbitrario como la selección de lo sustancial, la reducción de escala a un solo vocablo se antoja tarea imposible.

Sin embargo, Kurtz acierta a concentrar una vida de muerte, tortura, sometimiento, humillación y guerra en la palabra horror. Probablemente da en el blanco con increíble tino.

Me pregunto qué diría yo si en mi agonía se me sometiera a semejante demanda. ¿Qué término sería el adecuado para encerrar, siquiera de modo connotativo, todos y cada uno de mis días? Presumo que no diferiría mucho de Kurtz, quizás en un par de letras. Sí, reuniría mis últimas fuerzas y con un lánguido soplo murmuraría: “¡El error! ¡El error!”

jueves, 30 de julio de 2009

Basilea - Manila

Conocí a J. hace veinticuatro años. Nuestras vidas se cruzaron brevemente, quizá durante no más de un mes. Ella pasaba unos días en España y a través de amistades comunes y la consabida colaboración del azar terminamos por coincidir. Éramos ambos dos veinteañeros exaltados que proveníamos de la misma familia de la izquierda, el trotskismo, y tal vez fuese ese sustrato común el que dio pie a nuestra relación, corta pero intensa. Ella era suiza, de Basilea y poseía a mis ojos el cosmopolitismo europeo al que los españoles hemos tardado tanto en llegar. Hablaba con igual fluidez, además de los tres idiomas de la Confederación (alemán, italiano y francés), inglés y castellano. Su manera de aproximarse a los temas de conversación y la factura de sus argumentos transmitían el pulso inconfundible de la Europa civilizada, tan deseada y tan lejana para nosotros entonces. En mi memoria J. ha quedado asociada a un caluroso mes de mayo, a las fiestas madrileñas que conmemoran el levantamiento contra el francés, a las terrazas de Malasaña, al museo del Prado, a las tascas del Madrid de los Austrias… También a una época difícil en la que me ayudó, a interminables conversaciones sobre política y el futuro de la izquierda, sobre arte y literatura. Sabedores del carácter pasajero de su estancia en España, apuramos los días casi con desesperación.

Al principio, tras la despedida, mantuvimos alguna correspondencia (ordinaria, por supuesto, todavía faltaban unos años para el uso generalizado del correo electrónico), cada vez más espaciada. Finalmente, como suele suceder en estos casos, perdimos el contacto.

Años después, no muchos, con motivo de un viaje a Basilea, intenté verla. Me dirigí a la dirección a la que le había enviado mis cartas, pero ya no vivía allí. Consulté la guía telefónica local, pero tampoco aparecía. Se la había tragado la tierra. Supuse que se habría casado, que tal vez ya no residía en la ciudad o que si todavía estaba en ella, habría cambiado de apellido, la única pista que me podía guiar.

Con el paso del tiempo, la olvidé casi completamente. Sólo en ciertas ocasiones, estimulado por algún detalle accidental (una noticia en la prensa, el parecido de un rostro, el regreso a alguno de los lugares en los que habíamos estado juntos), me acordaba de ella y evocaba con nostalgia aquella primavera en su compañía. Hace unos días, en un recoveco de una conversación intrascendente, asomó brevemente uno de esos detalles accidentales que me hizo pensar en ella. No le dediqué más que un instante, pero en algún rincón quedó impresionado el recuerdo porque, esta vez animado por la curiosidad, comencé a buscar su rastro en la red.

No tuve que indagar demasiado. Enseguida me topé con su pista y, poco a poco, pude reconstruir lo que había sido su vida durante estas dos décadas largas.

Dos años después de su visita a España viajó a Filipinas. En vano, pues, la había buscado en Basilea: ya se había ido. Allí conoció a un hombre con el que acabó casándose, no sé exactamente cuándo. Con él fundó una empresa de agricultura orgánica, que ahora preside. Poco a poco fueron ampliando el negocio hasta convertirlo en una de las principales compañías de catering de Manila. Constituyó también una empresa consultora de éxito. Pero, siendo como era una mujer de izquierda, siguió trabajando por la agricultura sostenible, la mejora de las condiciones de trabajo de las mujeres del campo, la igualdad de sexos, el empleo de tecnología no agresiva con el entorno y los avances sociales del medio rural. Puso en marcha una asociación de productores orgánicos en Filipinas, participó en la creación de la federación mundial de agricultura orgánica, y viaja por medio mundo dando conferencias sobre todo ello.

Después de repasar con detenimiento la información recopilada, sentí una especie de sorda satisfacción al comprobar que no nos abatimos completamente, que es mucho lo que permanece inalcanzable al óxido de la renuncia, que no todo es capitulación. Y por momentos, al leer en qué ha empleado J. estos últimos veinte años, me parece estar escuchándolo de sus labios mientras tomamos una cerveza en Malasaña, como en los días antiguos de aquel cálido mayo.

miércoles, 22 de julio de 2009

Anatomía

Cayó en mis manos Anatomía de un instante, el último libro de Javier Cercas, y lo miré con cierta aprensión, pues supuse que se trataba de un relato novelado y, por tanto, ficticio del intento de golpe de estado del 23 de febrero, o quizá de una simple novela cuya acción se desarrollaba en el entorno temporal de esa fecha. Pensé también que tal vez la guerra civil y los primeros años de la posguerra habían dado de sí todo lo que podían dar y el horizonte de la novela española de la memoria se había acercado a la Transición en busca de caladeros más novedosos.

Lo que me encontré, sin embargo, fue una magnífica obra de disección, trabada con enorme originalidad y maestría a base de amplias anáforas y quiasmos, repeticiones que evocan la precisión del bisturí que corta sobre lo suficientemente estudiado, repasado, en el lugar que debe dar paso al órgano a tratar. Tres espléndidos paralelismos entre el trío golpista (Armada, Milans, Tejero) y el que, al contrario que el resto de diputados presentes, no echó cuerpo a tierra cuando empezó el tiroteo en el Congreso (Suárez, Gutiérrez Melado, Carrillo) ocupan parte del relato y ofrecen unos agudísimos estudios sicológicos de los protagonistas, observados con frialdad de cirujano.

Es esa misma frialdad la que lleva a Cercas a afirmar, en varios pasajes del libro, que la actitud de ciudadanos, medios de comunicación, empresarios, etcétera, fue de una pasividad tal que le hace presumir un apoyo mayoritario al golpe en caso de haber triunfado.

Yo también lo creo porque sé del carácter acomodaticio que tiene la mayoría, del intrincado complejo de cálculos que siempre ponderan a la baja la dignidad en favor de un mayor peso de la seguridad o la comodidad. Como también sé de la renuncia dolorosa a la felicidad, de la rendición al desamor, de la oportunidad malograda, del lamento interminable que debemos a la cobardía.

lunes, 25 de mayo de 2009

Una vida

La antipatía suele ser mutua, sin que haya una razón evidente que lo explique. Por supuesto, a poco que se escarbe aparecen con claridad los motivos subyacentes. En general tienen que ver con un conjunto borroso de pequeñas incompatibilidades que impiden el acoplamiento, que, por así decirlo, oponen polos de la misma carga. En algunas ocasiones, empero, se debe a un patente encontronazo, como el que puede enfrentar a dos opciones políticas o religiosas irreconciliables.

Lo mismo sucede con la simpatía, si bien en la propia naturaleza de ésta está la reciprocidad: no sentimos una inclinación afectiva hacia alguien que nos rechaza, salvando, claro está, las variaciones patológicas de diversa naturaleza, como el síndrome de Estocolmo u otras reacciones psicológicas desordenadas ante experiencias traumáticas.

Todo esto tiene validez en el campo de las relaciones personales directas, en el que la querencia o la malquerencia tienen, si es que en este contexto cumple aplicar los principios del álgebra, la propiedad simétrica de las relaciones.

Hay, sin embargo, simpatías y antipatías asimétricas –abusando del recurso algebraico–, o incluso abiertamente unidireccionales. Tal es el caso de las pasiones a que nos mueven personas que no han oído hablar de nosotros en su vida. Hay quien no soporta a una ministra, quien encuentra la paz escuchando a un gurú, quien odia profundamente a un futbolista o quien adora a una soprano, sin que ministra, gurú, futbolista o soprano tengan o vayan a tener jamás noticia de las turbulencias que producen en el alma del sujeto en cuestión.

Yo también tengo mis amores y desamores no correspondidos. Incluso tengo historias de cariño que acaban en la tragedia del desapego, sin que el objeto de tanto vaivén sea consciente de ello. Hoy, que me he reconciliado con una mujer a la que quise y desquise sin que la pobre se haya enterado, quiero recordar una de ellas. Hablo de Rosa Montero.

Leo a Rosa desde hace muchísimos años, más de treinta. La encontré en las páginas de El País a finales de los setenta. Junto con Maruja Torres formaba parte de un grupo de periodistas que ofrecían un estilo fresco, cercano, empeñado en despertar emociones sin renunciar a la excelencia formal. Más que leídos, sus artículos parecían contados al oído. Cuando aparecía uno de sus textos, demoraba su lectura como se renuncia al placer inmediato por la promesa de uno más intenso crecido con la espera. Más tarde nos regaló entrevistas memorables con personajes de toda laya. Entonces empezó a escribir novelas, y yo a leerlas una tras otra, desde Crónica del desamor, Te trataré como una reina, Amado amo… En todas ellas me encontraba en alguno o en parte de algún personaje, veía reflejada alguna de mis debilidades, reconocía mis miedos, mis ilusiones, mis momentos de felicidad. Sí, Rosa era una mujer con la que conectaba.

Poco a poco, sin que sepa precisar el momento, empecé a distanciarme de ella. Recuerdo vagamente dos entrevistas que me disgustaron (o tal vez su relato de ellas en alguna revisión posterior, quizá en un resumen sobre lo más destacable de sus entrevistados): la de Yasser Arafat y la de Mick Jagger. En la primera (hablo de memoria) descalificaba al palestino porque había fingido estar muy atareado al entrar ella en su despacho cuando lo había visto previamente, a través de la puerta entreabierta, dormitando. En la segunda se despachaba con la confidencia desagradable e inelegante de que al cantante le olían los pies. En ambos casos parecía un ruin ajuste de cuentas con dos personajes que la habían tratado con desconsideración.

Luego vino su actitud aparentemente distante y decididamente ingrata con el último gobierno de Felipe González y con el presidente mismo, sumándose, en mi opinión, al ejército de arrepentidos que se apresuraban a desmarcarse del socialismo como aquella pobre población exhausta del Madrid del 39 que pasó de levantar el puño a saludar a la romana en cuanto entró en la ciudad el ejército vencedor.

Los últimos años me irritaban tanto los temas sobre los que escribía como el tono sensiblero al que parecía haberse rendido: lamentos tontorrones por el maltrato a los animales, denuncias de injusticias de parvulario, un feminismo ñoño, etcétera. De la última década sólo recuerdo un pequeño atisbo de reconciliación. Venía yo de Quito y en el aeropuerto ecuatoriano, no teniendo nada que llevarme a los ojos, compré para el vuelo su libro La loca de la casa, que me leí durante el trayecto y me pareció excelente.

Ahora se ha muerto su compañero Pablo Lizcano y Rosa nos ha regalado una joya. El 5 de mayo publicó en El País una columna titulada Una vida. En menos de trescientas palabras, Rosa describe el paso de una vida como, sin duda, pasa ante quien está en trance de muerte, desde la infancia hasta la agonía. Con ello nos da noticia de su dolor sin mencionarlo, sin ceder al exhibicionismo enfermizo, al victimismo o a la vulgaridad. De paso, habla de amor, también entre líneas: del amor hilado con paciencia y años, el que reposa todos los amores y desamores pasados haciendo con ellos hebras de pasión, de ternura, de serenidad y de memoria.

Hoy, como hace treinta años, me siento cerca de Rosa y, también como entonces, reconozco y asiento un apunte más de la deuda que tengo con ella.

lunes, 18 de mayo de 2009

Benedetti

En cierta ocasión, una amiga me dijo que en los mejores momentos de su vida siempre había habido alguien a su lado. De esa manera ligaba la felicidad a la cercanía de otros. Para ella era inconcebible encontrar satisfacción sin compañía. Yo, por el contrario, sostenía que los instantes más intensos y placenteros me habían hallado solo. Aunque se trataba de un retruque pretendidamente ingenioso, respondía a una percepción cierta, en modo alguno debida a la misantropía. Pensaba, cuando lo dije, en dos placeres: el de la lectura y el de la introspección, ambos demandantes de soledad. Con respecto al primero, lo cierto es que he acabado aprendiendo que hay algo mejor que disfrutar de un libro o de un autor: gozarlo con otro. Porque ese disfrute compartido tiene un no sé qué de entrega, de ofrenda. Es como el que, poseyendo algo muy querido, mira al otro y le dice: esto es tan mío que quiero que lo tengas tú. Compartir el gusto por un libro o la querencia de un escritor supone, pues, establecer un vínculo más que refuerza los que ya tenemos con alguien.

Debo a Benedetti muchos buenos momentos de gozosa lectura. Lo descubrí relativamente tarde, a finales de los setenta, cuando me hice (no recuerdo cómo) con su primera novela, Quién de nosotros, en una edición mexicana que todavía conservo. Más tarde llegaría La tregua, que me causó el impacto de las obras que marcan. Y mucho más tarde, la poesía, sus Inventarios, sus Rincones de haikus, sus Despistes y franquezas

Sí, es grande mi deuda con el uruguayo, pero, por encima de todo, le debo el haberse dejado compartir, porque gracias a ello un amor creció con sus versos.

jueves, 14 de mayo de 2009

Antonio Vega

Ha muerto Antonio Vega. No me cuento entre los aficionados incondicionales a su obra, aunque fue para mí, como para mucha gente de mi generación, un personaje que dio cara y voz a unos años apasionantes. Tuve el primer disco de Nacha Pop cuando lo publicaron: destacaban entre una irrepetible multitud de grupos destacables. Ellos se dedicaban al pop vitalista y desenfadado, embellecido en muchos temas por la sensibilidad de Antonio. Siempre pensé que el alma musical del grupo era su primo Nacho, y más tarde confirmé mi percepción al disfrutar de las excelentes composiciones de Rico, el grupo que formó cuando se disolvió Nacha Pop.

Siempre me pasa lo mismo en estas situaciones en que dos caracteres aparentemente antagónicos demandan una elección (o posicionamiento, como diría un político) inequívoca. Generalmente, además, una de las opciones presenta todas las características que en el acervo colectivo se asocian a la virtud: es el caballo ganador.

En este caso, por ilustrar lo dicho, Antonio Vega tenía ganada la batalla frente a su primo con gran claridad. Su extremada sensibilidad, la languidez de su figura, el lirismo de sus letras, su apostura, la impronta de malditismo que tal vez a su pesar lo adornaba, contrastaban muy favorablemente frente a la aparente frivolidad de Nacho, la alegre simpleza de sus pegadizas melodías y su aspecto esnob y afectado. Sin embargo, de haber tenido que votar en ese imaginario concurso de querencias, me habría inclinado por este guitarrero y achulado segundón.

Algo similar me pasaba con los Beatles. Está ya en el territorio de la leyenda la oposición cervantina entre las figuras de McCartney y Lennon. Mientras éste simbolizaba en el subconsciente juvenil el idealismo, la utopía, la lucha por la libertad e incluso la armonía interracial, Paul era el Sancho Panza de la historia: asentado en tierra firme, desprovisto de ideología e inquietudes, superficial y casquivano. En este desigual combate, ya se sabía quién gozaba del favor del pueblo soberano. Sin embargo, yo –siempre a contrapelo– desde el primer momento opté por el bajista, tanto porque lo consideraba el mejor compositor del grupo como por la desconfianza quizás arbitraria que me inspiraba Lennon. Con el paso del tiempo se ha sabido quién cargaba con las miserias y quién con la coherencia.

Puede que todo se deba a una extraña pulsión que me empuja hacia el bando del desfavorecido, por más que éste pueda aparecer bajo un barniz de arrogancia o frivolidad. Algo en mi interior me previene contra el favor de la mayoría. No puedo evitar pensar que si tan acentuado es el sesgo, algo raro hay. Sé también que los protagonistas son en general ajenos a las lides en que se les supone empeñados. Ayer lo confirmaba Nacho al comentar la muerte de su primo: “Le he querido prácticamente desde que nací”.

miércoles, 13 de mayo de 2009

Nostalgia, soledad

El vacío que dejan nuestros muertos cambia de forma con el tiempo, no de tamaño. Así también nuestra percepción de la muerte, que se va conformando a medida que comprobamos cómo la vida lo inunda todo a pesar de las ausencias que un día creímos imposibles de superar, no para nosotros, sino para el orden de las cosas. Dice Pavese que probablemente, cada época de la vida se multiplica en las sucesivas reflexiones de las otras. Por eso la infancia nos parece la más larga y la vejez la más corta porque no será repensada. El peso de los años también añade capas a las muertes que nos marcaron, hasta convertirlas en un triste relato, más o menos largo, medido por todo aquello que no llegó a vivir quien nos falta. Creo que era Javier Marías quien, evocando –creo también– a Benet al cabo de muchos años de su desaparición reflexionaba sobre todo lo que se había perdido: los teléfonos móviles, Internet,…

Y así ocurre que, si bien en un primer momento sólo percibimos el efecto de la muerte de una persona querida sobre nuestro mundo, acabamos, mucho tiempo después, considerando la proyección de nuestro mundo en la memoria que conservamos de ella. ¿Cómo sería mi madre en un país donde existe el matrimonio entre personas del mismo sexo? ¿Qué sentiría sabiendo que algunas de las enfermedades incurables cuando ella murió se curan hoy con no mayor dificultad que una simple gripe? ¿Y si la llevaran por una autopista a 160 kilómetros por hora cuando en la época en que murió estaba acuñada la expresión “ir a cien” como indicación de máxima velocidad? ¿Cómo habría sido su proceso de adaptación a este presente?

El dolor cede hasta desaparecer, mientras la nostalgia gana terreno impulsada por el propio fluir de la vida. Porque eso es lo que definitivamente sucede: la vida es cada vez más patente, pero nuestra soledad también.

Sen ti todo é vida ao redor
¡Que soidade!

martes, 5 de mayo de 2009

El oficio de vivir


Azuzado por uno de esos mensajes en que se comparte el placer del texto releído, llevo unos días sumergido en el diario de Pavese, El oficio de vivir. Pavese me inquieta, como me inquietan todos los suicidas. Su poema Vendrá la muerte y tendrá tus ojos (Verrà la morte e avrà i tuoi occhi), que penetra como una navaja por la contundencia del verso que le da título, me hace removerme incómodo. Su último verso nos golpea como si asistiéramos a una ejecución: Mudos descenderemos en el remolino (Scenderemo nel gorgo muti), como golpea el poema entero (Para todos tiene la muerte una mirada).

También su diario conmociona y lleva a la zozobra. No puedo evitar buscar en cada frase el anuncio de su muerte, pensar en que la mano que guía la pluma que escribe para mí es la misma que abrirá los frascos de somníferos, los introducirá en la boca y alcanzará el vaso de agua que facilite su ingestión. La lectura se convierte así en un penoso escrutinio, en un examen minucioso que revele indicios, avisos, diagnósticos tempranos del instinto de muerte.

Los pasajes de crítica literaria tienen una particular agudeza, en especial si se tiene en cuenta que datan de unos años (la década de los 40) en que la disciplina no estaba muy desarrollada. Las digresiones sobre la unidad de los poemarios, la comunicación con el público en la tragedia griega, la utilización de las personas gramaticales o la composición de los relatos tienen un algo de prematuro para su tiempo. En ocasiones, nos arranca una sonrisa con sus asociaciones inesperadas:

Amor y poesía están misteriosamente unidos porque ambos son deseo de expresarse, de decir, de comunicar. No importa con quién. Un deseo orgiástico, que no tiene equivalentes. El vino produce un estado ficticio de esta clase, y en efecto, el borracho habla, habla, habla.
Las referencias a su vida íntima son conmovedoras, y nos presentan a un hombre débil, casi digno de lástima, maltratado por un destino cuya responsabilidad, sin embargo, no rehúye:

No tengo motivos para rechazar mi idea fija de que cuanto le ocurre a un hombre está condicionado por todo su pasado; en suma, es merecido. Evidentemente, buenas las he hecho para encontrarme en este punto.
En efecto, somos una especie de total contable, de acumulado de lo que hemos sido:

En el mundo nunca estamos del todo solos. En el peor de los casos siempre se tiene la compañía de un muchacho, de un adolescente, y sucesivamente de un
hombre hecho – lo que hemos sido nosotros
.
Pero no por ello nos cabe el consuelo del amparo de las condiciones sociales, de las circunstancias orteguianas, que Pavese despacha casi con desprecio:

Todo este hablar de revoluciones, esta manía de presenciar acontecimientos históricos, estas actitudes monumentales, son consecuencia de nuestra saturación de historicismo, por la cual, habituados a tratar los siglos como las hojas de un libro, pretendemos oír en cada rebuzno de asno el aviso del futuro.
Arrastramos, pues, desde nuestros años de formación, la responsabilidad de nuestro ser actual, cuyas malformaciones sólo podemos percibir a través del sufrimiento:

Sólo una enfermedad nos revela las profundidades funcionales de nuestro cuerpo.
Así presentimos las de nuestro espíritu, cuando estamos desequilibrados
.

viernes, 24 de abril de 2009

Juventud

Generalmente se sitúa el paso a la madurez en el momento en que los jóvenes empiezan a tratarnos de usted. Yo siempre he pensado que el punto de no retorno llega cuando el tratamiento nos lo dispensa la gente de nuestra edad. Eso sí que es duro. Recuerdo que a mí me sorprendió en la cola de la pescadería (sí, ya sé que no tiene glamour). Se me acercó una mujer que debía de haber visto los programas de Locomotoro al mismo tiempo que yo y me preguntó: ¿es usted el último? A partir de ese momento abandoné toda esperanza de alargar la juventud.

Recuerdo que en una entrevista a Chavela Vargas hecha y publicada hace ya algunos años, el periodista, que desde luego no era un genio de la originalidad, le preguntó cuál era su opinión sobre el amor en la madurez. La mejicana, en cuya contestación se adivinaba un juicio socarrón sobre la estupidez de la pregunta, le espetó esta memorable respuesta: “A partir de cierta edad, hay que tener mucho cuidado de no hacer el ridículo”.

Y es que nos agarramos desesperados a la ilusión de la eterna juventud por la sencilla razón de que sólo los jóvenes pueden vivir el amor más intenso. Miente quien dice que cada edad tiene su forma de entender el amor, como miente quien asegura que en la madurez se conoce una plenitud ignorada en la juventud. No es cierto, no puede serlo. Lo único que, quizá, se acerca a la verdad es que el amor puede hacernos sentir más jóvenes.

Carretera

El hombre utilizaba el automóvil para pensar. “Conducir me relaja”, decía. Se iba por carreteras comarcales y se abandonaba a los estímulos que le ofrecía el viaje. El monótono discurrir de las líneas discontinuas lo llevaba a calcular mentalmente el período del movimiento armónico que seguía su progreso intermitente. Las bandadas de aves que cruzaban sobre los campos disciplinadas como una legión lo sumían en reflexiones sobre los movimientos migratorios. Las miradas vacías con que lo escrutaban los paisanos a su paso por los pueblos lo invitaban a considerar la condición humana. Nada escapaba a su atención, su mente bullía inquieta como afollada por los kilómetros.

Aquella tarde se encontraba especialmente abatido por la melancolía. Llevaba meses de ese humor gris, desfondado y sin fuerza. La tristeza había llegado a sus días y sus noches para pasar una temporada que empezaba a ser muy larga. Temía tanto dormir como despertar, enfrentarse a la vida como hundirse en el sueño. Había intentado tomarlo con resignación, como uno más de esos períodos de regresión emocional de los que solía salir con la misma facilidad con la que entraba. Pero no, sabía que esto era diferente.

Buscó las llaves del auto, salió de su casa como llevado por un viento ligero, bajó a la cochera y la abandonó conduciendo muy despacio, o más bien dejándose conducir. Al cabo de media hora se encontraba viajando por la carretera que llevaba al norte. Leyó un letrero que rezaba: “Precaución, firme deslizante”, y se recreó durante unos minutos en el perfecto oxímoron que suponía aplicar el epíteto deslizante al sustantivo firme, sonriendo para sí al recordar su ejemplo preferido de contradicción: feliz matrimonio. Por un momento la aguda asociación lo animó y aceleró sin proponérselo. El chirrido de los neumáticos forzados en las curvas encendió en su memoria la evocación de la guitarra lacerante de una de sus piezas de rock más queridas. Recordando su ritmo pisó con fuerza el pedal. Un poco atontado por el vértigo de sus pensamientos y la velocidad del vehículo se abandonó a la sucesión de imágenes que se agolpaban en su mente: se vio con su amada en días no muy lejanos, gozando su amor con la lentitud del tiempo compartido; revivió emocionado la noticia de su embarazo, sintiendo todavía el latido de aquel pequeño corazón que se movía imperceptible en la ecografía; oyó de nuevo el fatal diagnóstico; volvió a asistir aturdido al parto mortal, al funeral y a la incineración. Pensó en el espejismo de la mejoría después de tantos meses. La rabia lo mordió en una recta interminable. Vio venir el camión y trató de calcular la energía cinética con que llegaría al impacto.

miércoles, 15 de abril de 2009

Marilyn


En mi habitación sólo hay un cuadro. Es un retrato de Marilyn Monroe hecho por Gene Kornman en 1953, el año de Niágara, probablemente cuando la actriz se encontraba en el cénit de su belleza. La fotografía es muy conocida porque sobre ella Warhol hizo su famosa colección de serigrafía en los años 60. En ella se ve el busto de una joven Marilyn con pelo corto iniciando una sonrisa que así, apenas sugerida, resulta muy sensual. Los párpados un poco caídos acentúan el aire provocativo del conjunto. Parece llevar un vestido negro, del que sólo se ven dos piezas que cubren sus pechos, abriendo un escote que seguramente se prolonga hasta el ombligo. A la altura de los hombros los tirantes se convierten en un cuello blanco. La espalda debe de quedar desnuda.

En 1953 mis dos abuelos varones, que estarían en los alrededores de los cincuenta años, probablemente habrían vendido su alma por poseerla. Y mi padre, a la sazón un joven veinteañero, igualmente. Ni que decir tiene que yo también pertenezco al universo de los subyugados por su atractivo. Me atrevo a pronosticar que tal será el caso de alguno de mis hijos o de sus amigos. Así pues, esta mujer, muerta hace más de cuarenta años, ha logrado alcanzar con su magnetismo a tres o cuatro generaciones de hombres –de momento–, lo cual parecería poner en cuestión la actual mutabilidad de los modelos de imitación, en particular, y la moderna caducidad del presente, en general.

Esta inestabilidad casi ontológica se proyecta no sólo en los cánones de belleza, que han dejado de serlo precisamente por su carácter efímero, no permanente, sino en la durabilidad de los objetos cotidianos. Muchos de ellos han desaparecido de nuestro alrededor al socaire de un modo de vida que desestima la reparación, el arreglo, el aprovechamiento. Tal vez mi generación se encuentre a caballo de esos dos mundos: el de la conservación de los objetos hasta el límite y el de su sustitución compulsiva.

Pero todas las noches, cuando me acuesto, miro el cuadro de Marilyn y me abandono a la reconfortante sensación de que, después de todo, es cierto que hay absolutos. Su atractivo perenne es uno de ellos.


domingo, 12 de abril de 2009

Semana Santa

Viendo una procesión el Jueves Santo he recordado que mi padre era nazareno de no sé qué cofradía de Marín, donde, por supuesto, la Semana Santa no tiene el calado social de Andalucía. Su procesión era nocturna o quizá vespertina pero cuando ya la oscuridad había caído sobre el pueblo. Lo esperábamos en la acera de nuestra calle. A pesar de marchar velado por el capirote, su característico carraspeo compulsivo lo denunciaba mucho antes de que llegara a nuestra altura y cuando lo oíamos estallaba la fiesta: “es aquél, es aquél”. Y así éramos capaces de identificarlo entre muchos otros con la misma túnica, el mismo cíngulo, los mismos guantes, los mismos cirios de llama titilante.

El pesado silencio en que los cofrades desfilaban, solamente roto por el ronco quejido de los bombos heridos por baquetas como mazos y por el redoble de los atabales, me impresionaba. El relato de la Pasión, reiterado cada año con una particular saña en el detalle de sus episodios más brutales (los azotes al Ecce Homo, la coronación con las espinas, el inhumano ascenso al Calvario con sus tres caídas, la propia crucifixión con clavos fijando al madero los miembros del condenado, la sádica lanzada que atraviesa el costado, la horrible agonía en presencia de la madre destrozada por el dolor,…), contribuía, junto con la lista de los horrores del infierno, a resaltar la cara más oscura y desagradable de la religión.

Era difícil entonces, y hoy sé que imposible, casar el mensaje de esperanza de una fe pretendidamente basada en el amor con ese espectáculo sanguinolento en el que tenían cabida las pasiones y vilezas más abyectas de la condición humana: la traición, la avaricia, la debilidad del renegado, la tortura, el sadismo,…

Pero nosotros, ajenos a todo ello, o tal vez como un escudo contra tanta bajeza, no reparábamos en llantos, sangre o dolor: esperábamos impacientes a oír el primer carraspeo de nuestro padre para señalarlo alborozados y aguardar a que, al pasar a nuestro lado, nos guiñase un ojo a través del antifaz.

martes, 31 de marzo de 2009

Mi amigo X

Encontré a mi viejo amigo X (no es una incógnita, sino la inicial de su auténtico nombre) en una red social de Internet. Es un nuevo miembro, pues sólo tiene cuatro amigos registrados: uno soy yo; los otros tres, sus hijas A y D y su hijo X. A la primera la conocí cuando todavía gateaba. Entró un día con ella en mi casa de la plaza de Mazarelos y la cría me destrozó una cinta de cassette. Hoy es ya una mujer de poco más de treinta años. A los otros dos nunca los conocí.

En los últimos veinticinco años sólo volví a verlo una vez, hace unos ocho o diez. Estaba de paso por Madrid y una amiga común le había dado mis señas. Apareció con su novia de entonces, a la que yo recordaba de Santiago, bastante menor que nosotros.

Conocía a X de las asambleas de estudiantes que se celebraban continuamente en los primeros años de la transición. Él era un ácrata de la FAI y sus intervenciones eran notables. Enhebraba bien los discursos y, como buen anarquista, tendía a la provocación. Pertenecía, junto con dos o tres reconocidos comunistas revolucionarios, a la vieja guardia del estudiantado levantisco que se la jugaba en los últimos años de la vida del dictador. Para los recién llegados eran una referencia.

Poco después lo conocí personalmente, ya no recuerdo en qué circunstancias. Compartíamos amigos y aficiones: ambos éramos lectores compulsivos, si bien debo reconocer que su sustrato cultural era más vasto que el mío, no en vano él estudiaba una carrera de letras, y yo de ciencias. En su biblioteca descubrí autores que luego devoraría: Carpentier, Torrente, Aub,… Llegamos a poner en marcha una librería, proyecto del que yo finalmente me desvinculé como consecuencia de mi caída en un abismo personal que se prolongó durante casi un año.

Ambos teníamos pareja y los cuatro llegamos a estar muy unidos. Él y yo éramos buenos cocineros. Las cenas en su casa eran entrañables: en alguna de ellas vi cocinar pizza, cuya masa X elaboraba con particular maestría, por primera vez.

En realidad X y yo no coincidimos más de cinco años, pero como suele ocurrir con los episodios juveniles, sobre todo si son intensos, permanecen en mi imaginación como si hubieran sido diez. La interminable lista de excesos que cometimos juntos, las situaciones extremas en las que nos vimos involucrados, toda la literatura que compartimos… han dejado a X asociado en mi memoria a los tiempos más turbulentos de mi juventud. Nada de lo que entonces considerábamos inmutable perdura: los amigos se han ido, las parejas de hoy son otras y de las de ayer poco o nada sabemos, vivimos en otras ciudades. Otros lecturas nos entretienen, estudiamos cosas diferentes.

Ahora he vuelto a encontrarlo, por casualidad, en este universo extraño y nos hemos conjurado para vernos pronto. Y esta noche, por un momento, mientras le escribía un mensaje, creí que al volver la vista hacia la ventana vería caer inmisericorde la lluvia de Santiago.

lunes, 30 de marzo de 2009

Dibujos animados


Un día trajeron la televisión a casa. Era de las primeras que hubo en el pueblo: un aparato enorme, con caja de madera y dos grandes botones para sintonizar y ajustar la imagen. El cable de la antena era como una cinta rosada. La instalaron en el cuarto de estar, al lado del mueble de esquina. Mi padre la manipulaba con una mezcla de torpeza y veneración, como un neófito entregado inseguro a sus ritos de iniciación.


Mis primeros programas fueron de dibujos animados: las magníficas funciones de la Warner. Se abría el telón y salía Bugs Bunny con canotier y bastón dando unos pasos de claqué. Tras él, todo el elenco de su show: Porky Pig, el gato Silvestre, el pato Lucas, Piolín, etcétera. Todos a coro cantaban la canción que abría la sesión: “La función va a empezar, ya llegó la diversión…”. Después se sucedían varias historietas protagonizadas por los diversos personajes. Sus imágenes eran en blanco y negro, y los doblajes mejicanos o venezolanos. Finalmente llegaba la secuencia de despedida. Porky derramaba unas lágrimas como uvas mientras el coro, abatido por el desconsuelo, cantaba: “Lástima que terminó el festival de hoy; pronto volveremos con más diversiones”. En cuanto terminaban de decir “diversiones” se aceleraba el ritmo de la música y volvía a estallar la alegría, como anticipándonos la que sentiríamos al ver el próximo programa el día siguiente.


La segunda vez que me puse ante el televisor había invitados en casa: el nuevo aparato era todo un acontecimiento social que convocaba a lo más selecto del pueblo. Mi madre me había llamado porque iban a poner los dibujos animados. En cuanto se abrió el telón y salió Bugs Bunny con su número de bienvenida, grité entre alarmado e incrédulo: “¡mamá, mamá, esto ya lo vi!”


Nada me hacía más feliz que los dibujos animados. Como me habían enseñado que si era un niño bueno algún día iría al cielo, donde haría lo que quisiera, rápidamente llegué a la conclusión de que el cielo consistía en una sesión interminable de dibujos animados que yo jamás me cansaría de ver.


Hoy sigo pensando lo mismo: si el cielo existiera, sería un regreso a una infancia en la que no me hartaría de ver historietas de la Warner en televisión: Bugs Bunny comiendo zanahorias y mamá sentada a mi lado.


viernes, 27 de marzo de 2009

Incertidumbres

El entrañable comisario Adamsberg, que para dormir a su hijo de nueve meses le lee pasajes de un libro sobre los métodos de construcción de la Baja Edad Media en los valles pirenaicos, sostiene que el número de incertidumbres que un hombre puede soportar no puede crecer indefinidamente y sitúa su límite en cuatro, por más que haya una plétora de ellas que se quedan fuera, como esperando su oportunidad. Además, piensa, no resulta inteligente resolverlas, pues en el momento en que desaparece una de las cuatro deja espacio para que entre otra nueva que no habríamos tenido por qué albergar de haber sido pacientes.

Cabría argüir lo contrario: lo realmente escaso son las certezas. Y, quién sabe, tal vez si su número excede un máximo determinado pueden resultar igualmente intolerables.

Pertenezco al grupo de personas que se mueven con comodidad a través de las incertidumbres. Paseo entre ellas presa de la perplejidad, consciente de la inutilidad de toda investigación, de la recia urdimbre del cortinaje que me vela la verdad.

Tiene razón el comisario cuando dice que siempre habrá una duda para reemplazar a la que acabamos de resolver. Pero hay diversas maneras de acabar con una incertidumbre. La mayoría de ellas son inocuas. Algunas son dolorosas. Otras, las menos, bellas.

De entre las que lastiman recuerdo muchas, pero en especial mi particular crisis de fe, cocinada a fuego lento en mi primera adolescencia y resuelta casi a la par que mi bachillerato. Descubrir que todo era una lamentable mentira, que era el hombre quien había creado a Dios y no al revés, que las referencias morales que habían conformado mi bagaje de valores eran una minuciosa labor de fábrica, resultó demoledor para mi frágil constitución intelectual. Todavía hoy lo recuerdo con un escalofrío.

Diré ahora cómo alcancé una certeza de una manera hermosa. Me resulta difícil entender qué puede mover a una mujer a amarme. Yo, que me conozco, sé lo que soy, y también sé que no es tanto como para que nadie se enamore de mí. Así que siempre me acompaña esa incertidumbre: ¿seré merecedor de este amor? En una ocasión dije: “No te merezco” Y ella me respondió algo conmovedor, que ya nunca olvidaré: “Claro que me mereces. Quererte es algo que no doy por hecho. Simplemente ocurre que cada día me vuelves a gustar”.

viernes, 20 de marzo de 2009

Complicidades

En la espléndida Baisers volés, de Truffaut, la bella y enigmática Fabienne Tabard nos regala una memorable explicación de la diferencia entre cortesía y tacto. Un profesor, dice, se lo explicó en el instituto. Si un hombre abre la puerta del baño y descubre a una mujer desnuda, cierra apresuradamente y dice: “Perdón, señora”, eso es cortesía. Si el hombre abre la puerta, descubre a la misma mujer desnuda y dice: “Perdón, señor”, eso es tacto. Un simple morfema de género determina la diferencia. En efecto, hay ocasiones en las que una sílaba, una palabra o una frase de más, o de menos, convierten lo bueno en mejor, lo hermoso en sublime o, a la inversa, un simple tropezón en una violenta caída.

La escena, notable por múltiples virtudes cinematográficas, lo es también por el placer intelectual de ese juego morfológico, que conviene casi perfectamente a la situación que ilustra: tan sutil es marcar la diferencia con una sola vocal como la delicadeza del caballero que, con ese escorzo gramatical, expulsa de la realidad el incómodo episodio enterrándolo en una ficción en la que nunca hubo dama desnuda alguna.

En Del amor y otros demonios, don Ygnacio de Alfaro y Dueñas, segundo marqués de Casalduero, que a ratos recuerda al de Bradomín, se regodea en público de una sentencia que García Márquez llama histórica: “En mi casa se hace lo que yo obedezco”. En este caso, las referencias que acentúan y embellecen esta intensa y casi violenta paradoja son tanto de contexto como históricas. Las primeras enmarcan la frase en el momento en que el marqués está poniendo orden enérgicamente en su casa amenazando a los esclavos y trata de acabar con la dejadez y el relajo que se han adueñado de todo. Las históricas remiten al triste modelo, tantas veces imitado, del varón engallado que con tono altanero y subrayando la bravata con el índice amenazador declara ante los amigotes: “En mi casa se hace lo que yo mando”. La sentencia del marqués convoca, pues, a una complicidad de la inteligencia. (Por cierto, en la misma obra Bernarda Cabrera nos deja esta perla: “no hay mujer ni negra ni blanca que valga ciento veinte libras de oro, a no ser que cague diamantes”).

Y ya que Bradomín se ha colado de rondón, traeré su genial guiño en este melancólico pasaje de la Sonata de estío:
A mí, desgraciadamente, ni aun me queda la esperanza. Sobre mi alma ha pasado el aliento de Satanás encendiendo todos los pecados: Sobre mi alma ha pasado el suspiro del Arcángel encendiendo todas las virtudes. He padecido todos los dolores, he gustado todas las alegrías: He apagado mi sed en todas las fuentes, he reposado mi cabeza en el polvo de todos los caminos: Un tiempo fui amado de las mujeres, sus voces me eran familiares: Sólo dos cosas han permanecido siempre arcanas para mí: El amor de los efebos y la música de ese teutón que llaman Wagner.
El viejo zorro se lanza a un repaso conmovedor de su vida en un patético crescendo en el que parece recrearse, alzando frase a frase el tono de una queja crepuscular. De repente es como si se diera cuenta de que se le está yendo la mano, de que se encamina a toda velocidad a un ridículo clímax trágico que está fuera de lugar y decide quitarle hierro con esa doble mofa de la homosexualidad y la ampulosidad pretenciosa de la música de Wagner. La clave está en la equiparación, siquiera por yuxtaposición, de pasiones de órdenes diferentes, de forma que la obra del alemán sufre la contaminación del pecado nefando y el amor entre hombres el escarnio de una vacua pomposidad.

Pero, una vez más, el lector sonríe cómplice como si el mismísimo Valle se lo estuviese susurrando al oído.

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viernes, 13 de marzo de 2009

Siempre estaré esperándote

Estaba empezando a preocuparse. Últimamente, sin saber muy bien en qué momento había comenzado a manifestarse tan extraño comportamiento, su pluma había decidido hacerse autónoma, escribir lo que le daba la gana con independencia de su voluntad.

Por ejemplo, hacía diez días se había sentado ante su mesa de trabajo, extendido el cuaderno rayado de tapas negras ante sí y escrito (él, que renegaba violentamente de refranes, lugares comunes y frases hechas) la siguiente aberración: “Probablemente, nunca llegarás a leer esto”. Un escalofrío paralizó inmediatamente su espalda. De acuerdo, pretendía componer un texto de carácter íntimo, aparentemente abocado al mismo olvido que los negros sentimientos que lo inspiraban, si bien secreta pero decididamente elaborado con mimo para su oportuna lectura por ella, mas ¿no habría sido más elegante una entrada del tipo “Querida y amarga soledad, escucha mi lamento”? O, incluso, un ciceroniano “¿hasta qué punto llevarás mi desesperación, oh, tristeza?”. Pero el mal estaba hecho y no se sentía con fuerzas para rehacer una frase cuya simpleza, de seguro, estaba llamada a desaparecer bajo el profundo patetismo del torrente lírico que se avecinaba. Su cara dibujó una tímida sonrisa.

Encorajinado ante la perspectiva del texto definitivo, continuó: “Desde que me dejaste, mi vida ha sido un infierno”. Mierda, la cosa no mejoraba. ¿Infierno? ¿no podía haber elegido un sustantivo menos ordinario, como tormento? ¿y a qué venía un declaración tan vulgar, de entrada, cuando el mismo efecto se podía conseguir con un adecuado manejo de la redacción de modo que quedara diluida pero patente la misma sensación de infinito sufrimiento? Miró la pluma, una vulgar DuPont plateada con el capuchón resaltado por los característicos tetraedros, como un souvenir del Palacio del Infantado, con creciente rencor.

Sin embargo, sonrió e incluso se atrevió a emitir un par de tímidas carcajadas: todavía quedaba mucho texto por delante y, sobre todo, la revisión final.

Haciendo un esfuerzo de concentración con el que convocó a todo el Parnaso que estuviese en condiciones de echarle una mano, escribió: “¿me dices que te invade la tristeza de repente? Afortunada tú, porque la tristeza va conmigo, pegada como una infección, desde hace mucho”. Bien, ya estaba claro que su mano o su pluma se habían independizado. Al menos había conseguido evitar el obvio “pegado como una lapa”, porque en un destello, no se sabe si de lucidez o de descuido, había logrado construir una imagen en la que se combinaban la persistencia (“pegada”) y la morbidez (“infección”). Su sonrisa se convirtió poco a poco en una risa abierta, tal vez mofándose de sí.

Perdiendo la inspiración, y ya casi presa de una desgana que lo llevaba por los caminos más trillados del quejido del desamor, siguió escribiendo con dejadez, sin prestar atención al estilo ni al contenido del texto.

Cuando finalmente, en lo que no se le escapó era la cumbre de la vulgaridad, se sorprendió escribiendo “Siempre estaré esperándote”, comenzó a reírse, al principio con breves cortes como hipos, pero pronto con carcajadas más regulares y abiertas, hasta terminar en una estruendosa risotada que duró un par de minutos hasta que sus ojos empezaron a empañarse y, poco a poco, las lágrimas comenzaron a correr por sus mejillas mientras él, incapaz ya de controlar un llanto desatado, repetía como un imbécil: “siempre estaré esperándote, siempre estaré esperándote, siempre estaré esperándote”.

(Escrito en un vuelo Bruselas-Madrid)

lunes, 9 de marzo de 2009

Olores

De entre los árboles de floración temprana tengo debilidad por la mimosa. Todavía hoy, al llegar febrero, siento el impulso de salir al monte a recoger mimosas para aromar la casa, como cuando era estudiante, en una especie de adelanto psicológico de la primavera. Su olor dulce y suave, una suerte de fragancia de incienso, impregnaba los muebles y diríase que hasta las paredes durante varios días, en vivo contraste con su aspecto vulgar, casi forrajero. Quizás de ahí viene mi querencia: a diferencia del cerezo o del almendro, la mimosa no regala la vista, sino el olfato, que es el sentido de la evocación.

Y es que los olores recuperados tienen una fuerza que no tienen las imágenes o los sonidos. Mencionaré dos que me llevan a la infancia: la goma y los lápices. Supongo que en el caso de éstos coincido con la mayoría de la gente. No así con la goma, que tiene una sencilla explicación: era el material de nuestros equipos de playa, las gafas de bucear y las aletas.

Pero hay más: las magnolias, las papillas de Maizena, la cera para la madera, el plástico de los juguetes, la pista del Scalextric, las hortensias y el laurel, la laca de mi madre, la iglesia de San Bartolomé, el mar en Riveira, la brea del calafateo, la petaca del tabaco de mi abuelo, los eucaliptos, los filetes empanados de las excursiones, el betún, la cola, las higueras, los cigarrillos de mi padre, el agua jabonosa del pilón, la combustión de las estufas de butano,…

miércoles, 4 de marzo de 2009

El Santo de los Croques


En 1965 ganó su primer jubileo en un doble sentido: era el primero de su vida (había nacido en 1958 y desde 1954 no había habido otro Año Santo Compostelano) y el primero que ganaba. El viaje a Santiago estaba organizado por el colegio de monjas de su pueblo y él iba acompañando a la empleada doméstica, la “muchacha” como la llamaban, la ahora anciana y entonces ya no joven María. Sólo recuerda tres cosas de aquel día: el madrugón, el fresco del amanecer y una de sus peticiones al Apóstol.

Es sabido que para ganar el jubileo se debe visitar la catedral de Santiago, oír misa y comulgar. La recompensa es una indulgencia plenaria. En el acervo popular, sin embargo, tan propenso a paganizar los ritos, parecía que el único requisito imprescindible eran los cabezazos al Santo de los Croques tras apoyar los cinco dedos de la mano en los orificios que a lo largo de varios siglos los peregrinos cansados habían horadado en el parteluz del Pórtico de la Gloria. Tres eran los golpes a dar con la frente propia en la del santo, que parece ser representa al propio Maestro Mateo, y con cada uno de ellos se formulaba un deseo. Como se ve, nada muy diferente de costumbres absurdas de similar propósito: arrojar monedas a las fuentes, mojar los pies en el mar o apagar una vela al tiempo que se piensa con fuerza en algo anhelado.

Él recuerda uno, sólo uno de sus tres deseos: que acabe la guerra de Vietnam. Sin duda, el conflicto estaba presente en la sociedad para que un niño de siete años lo considerara una de las tres peticiones que se debían hacer al Santo de los Croques. Resultaba extraño, pues en realidad la presencia masiva de los Estados Unidos todavía no se había producido, aunque la guerra contra el ocupante francés venía ya de antiguo, y los episodios que mayor impacto causaron –las matanzas de Hué, la masacre de My Lai, la ofensiva del Tet, las ejecuciones filmadas en las calles de Saigón– tardarían unos años en suceder.

El santo no fue muy diligente, para utilizar un término caritativo. La dichosa guerra tardaría casi diez años en terminar, debido, más que a su mediación ante el Todopoderoso, al agotamiento militar de las fuerzas americanas. Sin embargo, en su mente perduró ya para siempre la vaga percepción de que en un lugar del mundo, casi en el fin de la tierra, donde el cielo llora al ver el sol desaparecer más allá del mundo conocido, había una cabeza de mármol a la que comunicar con un leve contacto sus deseos, con la certeza de que serían concedidos.

No volvió a Santiago como peregrino hasta 1976, esta vez desde Madrid, adonde había ido a estudiar. Hizo el viaje en un destartalado Citroën dos caballos en compañía de su novia de entonces y otra pareja, una extraña mezcla: ella, una despampanante rubia perteneciente a una de las familias más adineradas de su ciudad; él, un gañán de pueblo con hechuras de campesino al que la lectura de un par de libros y el ambiente igualitarista de la España del momento, especialmente entre la juventud, habían abierto las puertas de círculos sociales no soñados. El zagal, liado desde Benavente en una agria discusión con la rubia, a la altura del alto del Padornelo y con su camisa de franela como única defensa frente al frío lacerante de los montes de Zamora, decidió abandonar la expedición. Allí quedó tirado, ante la actitud comprensiva de los otros tres, que no dudaron ni un momento en respetar su libertad para morir dignamente congelado.

En esta ocasión, recuerda, en su recién adquirida condición de ateo militante visitó la catedral con la superioridad moral del descreído. Algo, sin embargo, hizo que su entereza se quebrara como un barquillo cuando se vio de nuevo ante el pórtico. Miró con sorpresa al Apóstol sedente y siguió subiendo hacia el tímpano, quedando absorto en la contemplación del Pantocrátor, el Tetramorfos, los sacerdotes del templo de Jerusalén, el árbol de Jesé (Ne fleveris; ecce vicit leo de tribu Iudae, radix David…). Mecánicamente metió la yemas de los dedos en los orificios de la pilastra y se arrodilló a continuación para golpear la frente del santo. Recordó la fe infantil con que había pedido el fin de la guerra de Vietnam e inmediatamente, sin pensarlo siquiera, masculló apenas susurrando: que jamás conozca la traición.

Vaya si la conoció. En los treinta años siguientes fue apuñalado, a veces con saña, en todos los campos que holló: en las empresas en que trabajó, por jefes y algún subordinado; en sus dos matrimonios, por sus esposas y algún hijo; fuera de ellos, por tres amantes; en su partido, por ciertos compañeros. Cuando evoca las dobleces, las mentiras, las zancadillas, los trabucazos sufridos, su gesto se endurece brevemente.

A estas alturas debería ser un hombre resentido, sin esperaza, pero a pesar de la contrastada ineficacia del Santo de los Croques, todavía lo intentó una tercera vez durante una escapada de fin de semana para lamerse las heridas de su último fracaso sentimental. Corría el año 2004 y ya rondaba peligrosamente los cincuenta. Aunque era el mes de mayo, un calor infernal aplastaba a los turistas en la plaza del Obradoiro. Casi para acogerse al fresco de la catedral, subió la escalinata y entró en el templo. De nuevo el pórtico le daba la bienvenida. Como convocados por el Apóstol, los recuerdos se sucedieron vertiginosamente en una ráfaga fulminante: se vio con siete años de la mano de María, entre beatas y monjas, deseando el fin de una guerra casi tan lejana como la civil; le pareció sentir el traqueteo del autobús que lo devolvía a su casa por aquella carretera llena de curvas; revivió el eterno viaje en el dos caballos (¿qué sería de su antigua novia, de la rubia y de su rústico compañero?), atravesando media España convulsa, esperanzada y atemorizada al mismo tiempo; rememoró su inocente petición de no ser traicionado jamás. Inició el rito de los dedos mientras iba preparando su deseo. Pasó el parteluz hacia el altar mayor, le dio la espalda, se inclinó ante el santo y, mientras sus frentes se golpeaban levemente, se concentró en un único pensamiento: que me vuelva a enamorar.

Ahora espera impaciente a que pase un año porque el que viene es jubilar. Y esta vez irá al Santo de los Croques con el deseo que durante estos cinco años lo ha acompañado día a día: por favor, que no se acabe nunca.

viernes, 27 de febrero de 2009

La consulta de mi abuela

Sí, mi abuela tenía una consulta. Era comadrona y practicante, el equivalente a un ATS actual, así que recibía en casa para poner inyecciones, tomar la tensión o reconocer a las embarazadas. En la vieja casa de Marín, donde había vivido con sus padres y tenido a su hijo, la consulta estaba en la planta baja. No había sala de espera, por lo que inyectaba a los pacientes tras un biombo de tres hojas. Hervía las jeringuillas de cristal y las agujas para su desinfección, muchas veces en las mismas cajas metálicas donde las guardaba. El olor a alcohol era penetrante y permanente. En una esquina estaba la vitrina de los medicamentos y sobre baldas de cristal el material de trabajo, con varios tipos de pinzas, fórceps, un fonendoscopio y un tensiómetro. En lo alto del mueble, dos objetos: una fotografía de ella en uniforme de enfermera de los años 40, con un bebé en el regazo, y un bote en el que había un feto en formol. Al parecer, un aborto natural de mi madre.

En otra de las esquinas de la estancia mi bisabuela, ya nonagenaria, pasaba las horas presidiendo desde su mecedora las tardes de tertulia. Sí, porque la consulta de mi abuela era como una rebotica: después de que les pusieran la inyección o les tomaran la tensión las mujeres se quedaban un tiempo charlando, en un continuo movimiento por el que las que llegaban reemplazaban a las que se iban despidiendo, salvo algunas fijas, que sin necesidad de servicio alguno iban sencillamente a matar la tarde. No había suceso en el pueblo, por nimio que fuese, que no tuviera eco en sus conversaciones, ni escándalo que no provocara un asombro unánime, ni borrasca que no se lamentara.

A veces mi abuela tenía que salir a atender algún parto, y entonces las tertulianas quedaban al cuidado de mi bisabuela, que derramaba esa sabiduría antigua de las mujeres varias veces madres que no han conocido más que frustraciones y sinsabores en la vida. La suya había sido especialmente pródiga en ellos. Ninguno de sus seis hijos se libró de una especie de maldición que perseguía a la familia: matrimonios desgraciados, viudeces prematuras, hijos de soltero (y de soltera), maltratos, vidas rotas en plena juventud, huidas precipitadas en plena noche hacia destinos lejanos para salvar la piel… La de mi abuela tampoco había sido tacaña en reveses: embarazada de un novio que se desentendió, salió adelante estudiando su profesión y obteniendo un título, amparada por su familia y algún benefactor altruista y librepensador de los que no faltaban en la España de la Segunda República.

Ambas arrastraban biografías ingratas pero allí, en la consulta de mi abuela, ella y su madre habían encontrado por fin algo parecido a la normalidad, un tranquilo refugio a salvo de sobresaltos en el que las conversaciones recurrentes de las comadres hilvanaban el tiempo y los días entre inyecciones y controles de tensión.

lunes, 23 de febrero de 2009

Carrera nocturna

A veces salgo a correr por la noche. El parque parece otro y apenas reconozco la ciudad que se ve desde lo alto: cientos de miles de luces ocultan su identidad, la hacen intercambiable por cualquier otra, deslumbran los ojos y la percepción de quien las mira. Sin embargo, el parque está casi a oscuras. No sé si de propósito o por mera desidia del ayuntamiento, las farolas que jalonan mi carrera derraman casi con timidez una luz amarillenta, desmayada, ictérica, que apenas me revela los contornos imprecisos de gentes y animales hasta que estoy muy cerca de ellos. Porque por la noche, en el parque, desaparecen los niños y se multiplican los perros. Quienes diríase que permanecen son las mujeres: durante el día paseando a los críos y con la oscuridad a los canes. A veces, unos cuantos metros por delante, el súbito brillo de una brasa de cigarrillo me avisa de que alguien viene hacia mí. Otras, me sobresalto al pasar casi rozando a una pareja sentada en alguno de los bancos de la vereda, abrazados y hablándose muy bajito, quizá construyendo un sueño, quizá decidiendo el nombre de su hijo, tal vez simplemente susurrando los suyos. Cuando paso bajo una farola, mi sombra nítida empieza a alargarse al ritmo de mis zancadas. A medida que me acerco a la siguiente, la silueta se empieza a desvaír hasta desaparecer, y vuelta a empezar.

Como voy con auriculares escuchando música, sólo veo lo que miro, no lo oigo. "Como Beethoven", me gusta pensar. Es como tener la música en la cabeza. De todas las listas que almaceno, cuando salgo a correr selecciono la que he titulado pop-rock-rythm & blues. Elijo pasillos-boleros-valses (aunque también hay sanjuanitos, yaravís, tonadas o albazos) cuando estoy triste; fados cuando estoy muy triste; bossa para mis momentos románticos, cada vez menos; salsa-bachata-merengue para beber a solas. "Como Carlos V", me gusta pensar (el español con mis tropas, el francés con las mujeres, el alemán con mi caballo, etcétera). Muchas de las canciones están asociadas a un momento de mi vida, a un amigo, a una casa, a una estación del año, a una mujer… Y voy escuchándolas como si las pensara, dejándome llevar a muchos años de distancia: suenan CCR y estoy en los tórridos veranos de Arbo; Ten Years After, y me voy a la habitación de Indalecio, en la calle de la Rosa; Dr. Feelgood, con Fernando, en su casa de Pontevedra; Rolling Stones, con Ada; Beatles, con Carmela; Ramones, con María José en La Coruña; Aztec Camera, con Chao en San Bernardo.

Y así, al trote, voy a caballo de dos mundos: el que veo y el que oigo, el que vivo y el que recuerdo.

viernes, 20 de febrero de 2009

Casos inquietantes

Hace unos días leía, a propósito de un terrible asesinato que ha golpeado la conciencia de todo el país, que hay una unidad de la policía encargada de los llamados casos difíciles –inquietantes los denominan–, que son los de las personas desaparecidas, cuya muerte no está contrastada y que, por tanto, siguen pendientes de localizar. La cifra es relativamente elevada, casi 15.000. Me pregunto cuáles son las circunstancias en las que una persona desaparece. Seguramente, desde la perspectiva estadística, éstas se concentran en unos pocos casos típicos. Una buena parte serán personas que no encuentran mejor manera de separarse de sus parejas: esposas que abandonan a sus esposos, maridos que dejan a sus mujeres. Habrá también jóvenes adolescentes que escapan de casa para no volver jamás, quién sabe si tras encontrar la libertad que ansiaban o encadenados a una nueva servidumbre. Algunos serán víctimas de algún accidente que les habrá hecho perder la memoria, otros habrán caído definitivamente por la sima de la demencia, perdidos no sólo de su familia, sino también de sí mismos.

Pero también juego con la probabilidad de que en el número de los inquietantes se cuenten los casos de algunos que, viajando con frecuencia a causa de su trabajo, deciden un buen día no regresar y quedarse en la ciudad o en el país al que llegaron para vender, comprar, negociar, estudiar el terreno, enseñar, dar una conferencia o aprender. Quienes llevamos una vida de continuos desplazamientos hemos fantaseado alguna vez con esa idea cuyo atractivo reside en la posibilidad cierta del renacer, de la nueva identidad que nos permitiría deshacernos de los errores que tanto pesan, ocultar nuestras debilidades a quien nunca las ha conocido, adornarnos ante nuevos amigos y nuevos amantes con abalorios inverosímiles en nuestro medio original, en el que ninguna redención es posible.

Me gusta pasear por las calles de las ciudades a las que viajo otorgando esa naturaleza de fugitivo renacido a algunas personas con las que me cruzo. Los miro fijamente y murmuro para mí: “sé tu secreto y te envidio; llegará el día en que también yo me desharé de mí”.

En algún momento, al cabo de unos días, en el aeropuerto más cercano, mientras entretengo la espera en alguna tienda libre de impuestos o aguardo ante el mostrador de embarque, siento inalterado el peso de mis errores, la evidencia de mis debilidades y la inútil vaciedad de todo adorno, porque sé que el mío jamás será un caso inquietante.

jueves, 19 de febrero de 2009

Londres

Londres me recibe con lluvia. En el trayecto interminable desde Heathrow una llovizna pertinaz como un tábano incomoda nuestro avance, empaña el parabrisas del Mercedes, obliga a pasar las escobillas a intervalos irregulares y, por ello, más irritantes. Ya casi al final del tedioso viaje, dejando a la izquierda Regent's Park, me descorazona un paisaje conocido, pero común a cualquier ciudad. Los mismos nombres de la globalización, similares locales de kebabs, cafeterías mil veces vistas en París, en Bruselas, en Madrid, en Nueva York, en Frankfurt... Tiendas de ropa ya fatigadas a miles de kilómetros, concesionarios de automóviles que me saludan en mi barrio, marcas, logotipos, monogramas, eslóganes aprendidos como tablas de multiplicar.

Las ciudades pierden el alma, aquello que las ha hecho únicas en nuestra memoria. Quizás Lisboa permanezca entera. Aunque también ésta, que puede haber dado albergue a algún amor irrepetible, tal vez con una tenue lluvia que velaba el Támesis a la vista de los amantes, desnudos tras la ventana de su habitación de hotel, apocados ante la inmensidad del excesivo Ojo de Londres, ajenos a la inevitable victoria de ese comején que todo lo carcome: el alma de las ciudades y las ciudades del alma.

viernes, 13 de febrero de 2009

La estantería de babor

Tengo mis libros desperdigados por toda la casa. Voy acaparando espacio para ellos a medida que se queda libre o lo ocupo casi militarmente. Por ello no están colocados según un criterio de clasificación. El resultado es que, en ocasiones, me paso varios días buscando un ejemplar.

Ahora me he traído el ordenador a la habitación de uno de mis hijos, que está de viaje. A derecha e izquierda de la mesa están apilados en desorden unos trescientos o cuatrocientos volúmenes, no todos míos, por cierto, porque mi hijo es también un lector vocacional a sus once años.

Me he quedado mirando distraídamente los anaqueles de babor comprobando la peculiar cohabitación de obras dispares. En lo alto del mueble se amontonan libros de estudio: estadística, entre los que está mi viejo Fundamentos, de Sixto Ríos, que tiene a su lado su Cálculo infinitesimal; contabilidad financiera, analítica, análisis de balances; análisis matemático; álgebra lineal; econometría (todavía conservo el Kmenta); teoría económica, macro y micro, con mi tan fatigado Lipsey, heredado hace más de treinta años de una buena amiga, y el Branson. Acostado y ocupando casi un cuarto de la balda, tengo una magnífica edición de 1891 de las tablas de logaritmos del Servicio Geográfico de la Armada francesa (Tables des logarithmes a huit decimales et de sinus et tangentes de dix secondes en dix secondes d’arc dans le Systeme de la division centésimale du quadrant). En la estantería inmediatamente inferior se mezclan mis obras de Beckett, tantos años pegadas a mí a través de Galicia y media España –mi Molloy, de Alianza, tiene el nombre de mi entonces novia y la fecha de compra: Ada, 9-III-1976, las de Vargas Llosa que he ido acumulando, y otras sueltas de Tabuchi, de Quincey, Stendhal, Laforet, Carroll, Faulkner, Aub, Flaubert, las Meditaciones de Marco Aurelio, un ejemplar de Taurus de las Cartas de Egipto del padre Teilhard que mi madre regaló a mi padre el día de su santo: 4 de noviembre de 1967. La pobre moría menos de cinco meses más tarde.

Sigo bajando y veo algunos códigos (el civil, el de comercio, el de justicia administrativa, la Constitución, la ley de propiedad horizontal), algunos textos latinos (Cicerón y Virgilio), una selección de los mejores cuentos policiales de Bioy y Borges, Umbral, Benedetti, Galdós, el Tom Sawyer de Mark Twain y unos treinta volúmenes de clásicos y de poesía, muchos de ellos de Cátedra: sor Juana Inés, Fernando Herrera, Quevedo, más Benedetti, Machado (su Mairena en dos volúmenes), César Vallejo, García Montero, Paz, Goytisolo (José Agustín), Blas de Otero, el Lazarillo, don Juan, un par de rarezas japonesas (Masaoka Shiki y Akiko Yosano). En la siguiente están las joyas de la novela negra, en las ediciones baratas de Bruguera: Jim Thompson, Chandler, Chester Himes, Ross MacDonald, John Frankin Bardin (en Ediciones B), Tolkien, Anxel Fole, algo de García Márquez, varias obras de Valle (la trilogía del Ruedo Ibérico, las Sonatas, el Tirano), Margueritte Duras, Machado de Assis, Chejov, Camus, una enciclopedia del habano, Guy de Maupassant, un curso de árabe, una antología comentada de la poesía lírica española, Eco y una reliquia de la biblioteca Salvat de RTV: Ayax, Antígona y Edipo Rey de Sófocles, que mi amigo Xiao me prestó y nunca devolví, fechada en 1970 cuando, si mis cálculos son buenos, no debía de tener ni dieciséis años.

En la quinta están los libros de ajedrez, entre los que se encuentra uno muy curioso: Juegos de ajedrez y los misteriosos caballos de Arabia, que es como los de problemas pero en el que el razonamiento es inverso, es decir, partiendo de la posición propuesta hay que regresar varias hacia atrás hasta dar con la de partida. Veo también algo de Eça de Queiros, César Aira, Félix de Azúa, el Sinuhé, algunos libros de historia de la España visigoda, tema que me interesó una temporada, y, a la derecha, economía política clásica: Marx, Smith, Ricardo, Keynes, Stuart Mill, más manuales de teoría económica de mis años de estudiante (Bilas, Bailey, Richardson, Hicks, Tamames), la Historia de Galicia de Risco, algunos libros de cocina y piezas sueltas de Vázquez Montalbán, García Márquez, Monod, Lázaro Carreter,…

Todavía me quedan tres baldas. En la primera de ellas, a la siniestra mano, hay obras de filosofía (Aristóteles, Platón, Husserl, Russell, Wittgenstein, Isaiah Berlin, Kant) y algunos libros de filosofía del lenguaje y lógica simbólica. En la parte derecha hay otro batiburrillo en el que entran Sweezy, Hobsbawn, Puente Ojea, Trotsky, más Montalbán, más Mendoza, Savater, Fleur Jaeggy (magníficos relatos). En la penúltima, parcialmente ocupada por los libros de texto de mi hijo, hay más Marx, la Historia de las Indias de Gómara, Jane Austen, Italo Calvino, Homero, Poe, Lovecraft, Walter Scott y mi queridísima Historia de la Segunda República de Tuñón, que tantos recuerdos me trae.

De la última sólo destacaré dos cosas: mi colección de Astérix y Obélix y lo que más quiero de mi biblioteca: los números 1 a 91 de Inprecor, la revista de la IV Internacional (trotskista), que van de junio de 1974 (en plena revolución portuguesa) a abril de 1980, encuadernados en cuatro tomos. Contaré el porqué de mi cariño por estos restos de nuestro pasado revolucionario: cuando murió mi amigo Fony, los cuatro más íntimos fuimos a su casa a tratar de consolar a sus padres. No sé quién nos llevó a su habitación y nos dijo que cogiéramos algo que le hubiera pertenecido para conservarlo como recuerdo. Tampoco sé qué eligieron los demás. Yo llevaba muchos años tratando de comprarle la colección de Inprecor que él había ido haciendo con su meticulosidad y constancia. Así que no me tomó ni un segundo decidir. Por eso tengo esta relación con los tomos de la revista revolucionaria: para mí son a la vez el testigo de unos años inolvidables y la herencia de un querido amigo de mi niñez y de mi juventud.

domingo, 8 de febrero de 2009

Pomelo

Siempre me ha fascinado la reacción de quien experimenta algo por primera vez, siempre que no sea un niño, claro, para el que cualquier experiencia es, por fuerza, la primera. Me refiero a quien, a una edad a la que otros en otro lugar o momento ya la han vivido, se las tiene que ver con una situación novedosa, para la que no ha desarrollado pautas de comprensión y que, por tanto, exige una respuesta no aprendida, a bote pronto como si dijéramos, que pone a prueba su capacidad de adaptación a un medio hostil y desconocido. Los indígenas americanos debieron de sentir ese vértigo cognitivo, si se puede llamar así, al ver a los españoles armados a lomos de unos imponentes animales que no conocían. Tan importante fue el caballo en la conquista que hasta Bernal Díaz del Castillo, integrante de la expedición de Hernán Cortés, en su “Historia verdadera de la conquista de Nueva España” hace relación detallada de los que viajaron en la flota del conquistador.

Lo verdaderamente interesante, como digo, son los descubrimientos tardíos, como el del joven de tierras cálidas que ve la nieve por primera vez. En esos momentos entran en juego unos mecanismos psicológicos que garantizan el equilibrio frente al violento embate de lo desconocido. Aunque Cervantes no lo detalla en el capítulo LXI de la segunda parte, una desorientación similar debieron de sentir Sancho y su caballero al ver por primera vez el mar en Barcelona: “Tendieron don Quijote y Sancho la vista por todas partes: vieron el mar, hasta entonces dellos no visto; parecióles espaciosísimo y largo, harto más que las lagunas de Ruidera que en la Mancha habían visto”.

Siempre hay una primera vez, valga la vulgaridad, pero algunas quedan como escritas a buril. Excluyo, obviamente, las triviales: el primer beso, el primer amor, la primera experiencia sexual, como la del joven Laurent de Le soufflé au coeur, esa tierna historia de incesto en la que el efebo protagonista descubre en el corto espacio de unos pocos días dos cuerpos y sus temblores: el de una prostituta y el de su propia madre.

En estos días en que al calor de la inmigración empezamos a ver en las estanterías de los supermercados frutos que jamás habríamos soñado (papaya, aguacate, mango, maracuyá, tamarillo, mangustán, guayaba,…) y evocan en nuestras mentes imágenes asociadas a los caballos de Cortés, vengo a recordar la primera vez que comí un pomelo.

Tenía yo unos dieciocho años y era estudiante universitario. Vivía en Santiago de Compostela en un piso de alquiler con mis amigos de siempre y alguno recién adquirido con quien, a la larga, llegué a estar tanto o más unido que a los primeros, algunos de los cuales ya no están entre nosotros. Un buen día, ya no sé si era o no fin de semana, uno de mis amigos y yo decidimos irnos a El Ferrol, donde vivían unos tíos suyos a cuya prodigalidad fiábamos nuestro sustento durante la escapada. Y, en efecto, gracias a ellos comimos. Como en cualquier época, en aquel entonces la indumentaria y el aspecto exterior daban noticia de las inquietudes de los jóvenes. Las nuestras estaban sesgadas hacia fines heterodoxos, por no hablar de los medios que considerábamos más adecuados para alcanzarlos. En resumen: como revolucionarios que nos considerábamos, vestíamos como pordioseros.

Es el caso que la familia de mi amigo era de las de aquilatado abolengo en la villa de la que, por cierto, mi madre era originaria. Así que, despreocupados y hasta cierto punto insolentes, nos presentamos en su casa una buena mañana para ser debidamente provistos. Lo que sucedió a continuación merecería el relato para el que no estoy dotado.

A la hora del almuerzo nos pasaron al comedor. El entorno era decimonónico: madera noble en la mesa, en las paredes revestidas, en las sillas, en el aparador. Las vitrinas de vidrios biselados mostraban cristalerías, tal vez de Murano, que a duras penas refractaban la escasa luz que llegaba de los ventanales, medio ocultos tras pesados cortinajes drapeados en plúmbeas ondulaciones. La mesa vestía en consonancia: aunque después de tantos años no recuerdo los detalles, puedo aventurar el blanquísimo mantel de holanda con calados de capricho geométrico, la vajilla de porcelana fina, quizás de Sargadelos, quizás de Santa Clara, la cubertería de plata, las copas de Bohemia.

En ese escenario nos presentamos mi amigo y yo, como digo con aspecto de pedigüeños pero, eso sí, enormemente dignos, conscientes de la inferioridad moral de la burguesía que nos abría su comedor y nos ofrecía sus viandas.

Es el caso que entre el primer y segundo platos (obviamente, ni recuerdo cuáles eran) la sirvienta despachó, con la mayor naturalidad, medio pomelo por barba. Con el paso de los años, y tras un apropiado roce con todo tipo de hábitos pretendidamente selectos, he aprendido que el objeto de semejante cesura, por así llamarlo, es preparar el paladar para la cabal degustación del plato fuerte, borrando, como si de un remordimiento se tratara, cualquier sombra del entremés o primero que, puestos en éstas, me pregunto para qué se sirven. Yo, aunque venía de lo que se podía considerar una familia bien, jamás había visto cosa semejante. Primero, porque en mi representación mental del almuerzo-tipo, cualquier fruta pertenecía al capítulo de los postres. Y segundo, y dolorosamente más importante, porque no sabía cómo se comía semejante semiesfera. Así que, prudentemente, me quedé esperando a aprender el plan de ataque de mis anfitriones. Éstos, por supuesto ajenos a mis tribulaciones, procedieron a separar la pulpa de la mondadura con el solo concurso de una cucharilla. Como alumno aplicado, pasados unos momentos hice lo propio. No sin alguna dificultad conseguí pasar la prueba, comerme el medio pomelo y, sobre todo, grabar a fuego en mi particular manual de instrucciones cómo se pela esa fruta.

En el juego de evocaciones provocadas por los sentidos, las que nos trae el olfato ocupan un lugar de privilegio. Así es hoy el día en que cuando percibo el olor áspero de un pomelo viajo en el tiempo hacia aquel hogar burgués, con sus mantelerías de lino, sus muebles de caoba y sus suelos de pino, su aroma de hidalguía antigua y su sordo silencio monacal. Y, sobre todo, voy en volandas a mi primera juventud, a aquellos años en que, con aspecto mendicante, descubría en pequeñas cosas, como las frutas desconocidas, la cantidad de vida que habría de beber insaciable hasta comprobar, hoy lo sé, que no hay océano insondable.

miércoles, 14 de enero de 2009

Tu pelo

El recuerdo más vivo de la primera vez que la besó era el tacto de su pelo. No es que se le hubiera olvidado la impresión de irrealidad que sorbió de sus labios, la dulzura de su lengua, el olor de su piel. Pero del revoltijo de sensaciones que se concentraron en aquellos segundos, por no sabía qué extraña razón, sólo pudo recuperar el tacto de su pelo cuando por la mañana habló con ella por teléfono. Todavía adormilado la llamó sin saber qué decir, pero con la urgencia de volver a oír su voz. “¿Cómo estás?”, le preguntó ella. “Bien, muy bien, pero todavía tengo mis dedos enredados en tu pelo”, contestó aturdido, sintiéndose de pronto torpe y abotargado. Cuando colgó se maldijo por no haber tenido la agilidad necesaria para decirle que estaba cayendo en un pozo insondable, que el vértigo lo desconcertaba, que una vida entera quedaba en suspenso a merced de su palabra o de su mirada.

Años después, con el amor todavía intacto, capaz en igual medida de temblar con la caricia de su cabello, ahora ya familiar, volvía una otra vez a sus rizos rubios, como si ellos ampararan una entrega rendida, una capitulación incondicional.

Y en sus noches solas, solo bajo las sábanas serias, evocaba la entrega del cuerpo generoso, abanderado de la rubia melena:

En crespa tempestad del oro undoso
nada golfos de luz ardiente y pura
mi corazón, ardiente de hermosura,
si el cabello deslazas generoso

jueves, 8 de enero de 2009

Los nombres de Dios

De los treinta y tres nombres de Dios has elegido los que evocan los sentidos. La main/qui entre en/ contact/ avec les choses. La que acaricia un cuerpo o siente la textura de las páginas de un libro, la que nos trae el mundo, la que se ofrece al niño y lo guía. La peau-/ toute la surface/du corps. Sí, la que lo envuelve y le da forma, la que siente la presencia del otro y la confirma. La regard/ et ce qu’il regarde. Son los nombres que lo acercan y lo hacen como tú. Te resultan tan ajenos como a mí todos los demás, los que capturan la hermosura del cisne, la llamada acogedora del fuego del hogar, la quietud de la garza, la voz que enseña un canto.

No necesitas repetir en una interminable letanía los noventa y nueve más bellos mientras buscas el centésimo, tan oculto al asceta como el júbilo del amor.

Porque tú eres capaz de mostrarme los verdaderos nombres de Dios, los que no precisan cábalas ni rosarios, ni sesudos concilios, ni listas de atributos: los que son tan humanos que los reconozco cada vez que me vuelvo a ti.

domingo, 4 de enero de 2009

Claro instante

Agonizo en el lamento, me consumo lentamente sostenido por el estremecimiento de tu memoria, me apago.

“Aun a pesar de las tinieblas bella/ aun a pesar de las estrellas clara”. ¿Quién, sino tú, ha nacido para merecer estos versos?

“Eras, instante, tan claro…/ perdidamente te alejas”

Feliz año

Las llamadas del ayer me incomodan. Bueno, debería decir que me desasosiegan los ecos no bienvenidos. Me siento como esos fugitivos que, una vez que han conseguido arrinconar su pasado, se ven acosados por él por un desgraciado encuentro fortuito.

No quiero verme en ningún espejo. No quiero aprender de mis errores, que tal vez me gustaría volver a cometer. Qué mejor destino: recaer en el placer, en el regreso contumaz a lo vivo, a lo que he perdido, a lo que el maldito paso del tiempo me ha ido quitando.

La muchedumbre se mueve en dirección contraria, aunque puede que sea yo el que camina a contramano. Contramano, qué extraordinario adverbio tal vez sólo comparable a extramuros. ¿Por qué me gustarán tanto las palabras compuestas: antepecho, aguamanil, guardapolvos, parachoques, tragaluz?

¿Dónde estás, hermano, tú que me conoces desde que naciste? ¿A quién recurriré cuando quiera pasear por la memoria?

¿Dónde estás, amor? ¿Quién me guiará?

Declino la responsabilidad de mi vida hasta la fecha. Quiero nacer cada día, sin memoria, sin el recuerdo de tu aliento, sin el temblor de nuestro placer.