martes, 31 de marzo de 2009

Mi amigo X

Encontré a mi viejo amigo X (no es una incógnita, sino la inicial de su auténtico nombre) en una red social de Internet. Es un nuevo miembro, pues sólo tiene cuatro amigos registrados: uno soy yo; los otros tres, sus hijas A y D y su hijo X. A la primera la conocí cuando todavía gateaba. Entró un día con ella en mi casa de la plaza de Mazarelos y la cría me destrozó una cinta de cassette. Hoy es ya una mujer de poco más de treinta años. A los otros dos nunca los conocí.

En los últimos veinticinco años sólo volví a verlo una vez, hace unos ocho o diez. Estaba de paso por Madrid y una amiga común le había dado mis señas. Apareció con su novia de entonces, a la que yo recordaba de Santiago, bastante menor que nosotros.

Conocía a X de las asambleas de estudiantes que se celebraban continuamente en los primeros años de la transición. Él era un ácrata de la FAI y sus intervenciones eran notables. Enhebraba bien los discursos y, como buen anarquista, tendía a la provocación. Pertenecía, junto con dos o tres reconocidos comunistas revolucionarios, a la vieja guardia del estudiantado levantisco que se la jugaba en los últimos años de la vida del dictador. Para los recién llegados eran una referencia.

Poco después lo conocí personalmente, ya no recuerdo en qué circunstancias. Compartíamos amigos y aficiones: ambos éramos lectores compulsivos, si bien debo reconocer que su sustrato cultural era más vasto que el mío, no en vano él estudiaba una carrera de letras, y yo de ciencias. En su biblioteca descubrí autores que luego devoraría: Carpentier, Torrente, Aub,… Llegamos a poner en marcha una librería, proyecto del que yo finalmente me desvinculé como consecuencia de mi caída en un abismo personal que se prolongó durante casi un año.

Ambos teníamos pareja y los cuatro llegamos a estar muy unidos. Él y yo éramos buenos cocineros. Las cenas en su casa eran entrañables: en alguna de ellas vi cocinar pizza, cuya masa X elaboraba con particular maestría, por primera vez.

En realidad X y yo no coincidimos más de cinco años, pero como suele ocurrir con los episodios juveniles, sobre todo si son intensos, permanecen en mi imaginación como si hubieran sido diez. La interminable lista de excesos que cometimos juntos, las situaciones extremas en las que nos vimos involucrados, toda la literatura que compartimos… han dejado a X asociado en mi memoria a los tiempos más turbulentos de mi juventud. Nada de lo que entonces considerábamos inmutable perdura: los amigos se han ido, las parejas de hoy son otras y de las de ayer poco o nada sabemos, vivimos en otras ciudades. Otros lecturas nos entretienen, estudiamos cosas diferentes.

Ahora he vuelto a encontrarlo, por casualidad, en este universo extraño y nos hemos conjurado para vernos pronto. Y esta noche, por un momento, mientras le escribía un mensaje, creí que al volver la vista hacia la ventana vería caer inmisericorde la lluvia de Santiago.

lunes, 30 de marzo de 2009

Dibujos animados


Un día trajeron la televisión a casa. Era de las primeras que hubo en el pueblo: un aparato enorme, con caja de madera y dos grandes botones para sintonizar y ajustar la imagen. El cable de la antena era como una cinta rosada. La instalaron en el cuarto de estar, al lado del mueble de esquina. Mi padre la manipulaba con una mezcla de torpeza y veneración, como un neófito entregado inseguro a sus ritos de iniciación.


Mis primeros programas fueron de dibujos animados: las magníficas funciones de la Warner. Se abría el telón y salía Bugs Bunny con canotier y bastón dando unos pasos de claqué. Tras él, todo el elenco de su show: Porky Pig, el gato Silvestre, el pato Lucas, Piolín, etcétera. Todos a coro cantaban la canción que abría la sesión: “La función va a empezar, ya llegó la diversión…”. Después se sucedían varias historietas protagonizadas por los diversos personajes. Sus imágenes eran en blanco y negro, y los doblajes mejicanos o venezolanos. Finalmente llegaba la secuencia de despedida. Porky derramaba unas lágrimas como uvas mientras el coro, abatido por el desconsuelo, cantaba: “Lástima que terminó el festival de hoy; pronto volveremos con más diversiones”. En cuanto terminaban de decir “diversiones” se aceleraba el ritmo de la música y volvía a estallar la alegría, como anticipándonos la que sentiríamos al ver el próximo programa el día siguiente.


La segunda vez que me puse ante el televisor había invitados en casa: el nuevo aparato era todo un acontecimiento social que convocaba a lo más selecto del pueblo. Mi madre me había llamado porque iban a poner los dibujos animados. En cuanto se abrió el telón y salió Bugs Bunny con su número de bienvenida, grité entre alarmado e incrédulo: “¡mamá, mamá, esto ya lo vi!”


Nada me hacía más feliz que los dibujos animados. Como me habían enseñado que si era un niño bueno algún día iría al cielo, donde haría lo que quisiera, rápidamente llegué a la conclusión de que el cielo consistía en una sesión interminable de dibujos animados que yo jamás me cansaría de ver.


Hoy sigo pensando lo mismo: si el cielo existiera, sería un regreso a una infancia en la que no me hartaría de ver historietas de la Warner en televisión: Bugs Bunny comiendo zanahorias y mamá sentada a mi lado.


viernes, 27 de marzo de 2009

Incertidumbres

El entrañable comisario Adamsberg, que para dormir a su hijo de nueve meses le lee pasajes de un libro sobre los métodos de construcción de la Baja Edad Media en los valles pirenaicos, sostiene que el número de incertidumbres que un hombre puede soportar no puede crecer indefinidamente y sitúa su límite en cuatro, por más que haya una plétora de ellas que se quedan fuera, como esperando su oportunidad. Además, piensa, no resulta inteligente resolverlas, pues en el momento en que desaparece una de las cuatro deja espacio para que entre otra nueva que no habríamos tenido por qué albergar de haber sido pacientes.

Cabría argüir lo contrario: lo realmente escaso son las certezas. Y, quién sabe, tal vez si su número excede un máximo determinado pueden resultar igualmente intolerables.

Pertenezco al grupo de personas que se mueven con comodidad a través de las incertidumbres. Paseo entre ellas presa de la perplejidad, consciente de la inutilidad de toda investigación, de la recia urdimbre del cortinaje que me vela la verdad.

Tiene razón el comisario cuando dice que siempre habrá una duda para reemplazar a la que acabamos de resolver. Pero hay diversas maneras de acabar con una incertidumbre. La mayoría de ellas son inocuas. Algunas son dolorosas. Otras, las menos, bellas.

De entre las que lastiman recuerdo muchas, pero en especial mi particular crisis de fe, cocinada a fuego lento en mi primera adolescencia y resuelta casi a la par que mi bachillerato. Descubrir que todo era una lamentable mentira, que era el hombre quien había creado a Dios y no al revés, que las referencias morales que habían conformado mi bagaje de valores eran una minuciosa labor de fábrica, resultó demoledor para mi frágil constitución intelectual. Todavía hoy lo recuerdo con un escalofrío.

Diré ahora cómo alcancé una certeza de una manera hermosa. Me resulta difícil entender qué puede mover a una mujer a amarme. Yo, que me conozco, sé lo que soy, y también sé que no es tanto como para que nadie se enamore de mí. Así que siempre me acompaña esa incertidumbre: ¿seré merecedor de este amor? En una ocasión dije: “No te merezco” Y ella me respondió algo conmovedor, que ya nunca olvidaré: “Claro que me mereces. Quererte es algo que no doy por hecho. Simplemente ocurre que cada día me vuelves a gustar”.

viernes, 20 de marzo de 2009

Complicidades

En la espléndida Baisers volés, de Truffaut, la bella y enigmática Fabienne Tabard nos regala una memorable explicación de la diferencia entre cortesía y tacto. Un profesor, dice, se lo explicó en el instituto. Si un hombre abre la puerta del baño y descubre a una mujer desnuda, cierra apresuradamente y dice: “Perdón, señora”, eso es cortesía. Si el hombre abre la puerta, descubre a la misma mujer desnuda y dice: “Perdón, señor”, eso es tacto. Un simple morfema de género determina la diferencia. En efecto, hay ocasiones en las que una sílaba, una palabra o una frase de más, o de menos, convierten lo bueno en mejor, lo hermoso en sublime o, a la inversa, un simple tropezón en una violenta caída.

La escena, notable por múltiples virtudes cinematográficas, lo es también por el placer intelectual de ese juego morfológico, que conviene casi perfectamente a la situación que ilustra: tan sutil es marcar la diferencia con una sola vocal como la delicadeza del caballero que, con ese escorzo gramatical, expulsa de la realidad el incómodo episodio enterrándolo en una ficción en la que nunca hubo dama desnuda alguna.

En Del amor y otros demonios, don Ygnacio de Alfaro y Dueñas, segundo marqués de Casalduero, que a ratos recuerda al de Bradomín, se regodea en público de una sentencia que García Márquez llama histórica: “En mi casa se hace lo que yo obedezco”. En este caso, las referencias que acentúan y embellecen esta intensa y casi violenta paradoja son tanto de contexto como históricas. Las primeras enmarcan la frase en el momento en que el marqués está poniendo orden enérgicamente en su casa amenazando a los esclavos y trata de acabar con la dejadez y el relajo que se han adueñado de todo. Las históricas remiten al triste modelo, tantas veces imitado, del varón engallado que con tono altanero y subrayando la bravata con el índice amenazador declara ante los amigotes: “En mi casa se hace lo que yo mando”. La sentencia del marqués convoca, pues, a una complicidad de la inteligencia. (Por cierto, en la misma obra Bernarda Cabrera nos deja esta perla: “no hay mujer ni negra ni blanca que valga ciento veinte libras de oro, a no ser que cague diamantes”).

Y ya que Bradomín se ha colado de rondón, traeré su genial guiño en este melancólico pasaje de la Sonata de estío:
A mí, desgraciadamente, ni aun me queda la esperanza. Sobre mi alma ha pasado el aliento de Satanás encendiendo todos los pecados: Sobre mi alma ha pasado el suspiro del Arcángel encendiendo todas las virtudes. He padecido todos los dolores, he gustado todas las alegrías: He apagado mi sed en todas las fuentes, he reposado mi cabeza en el polvo de todos los caminos: Un tiempo fui amado de las mujeres, sus voces me eran familiares: Sólo dos cosas han permanecido siempre arcanas para mí: El amor de los efebos y la música de ese teutón que llaman Wagner.
El viejo zorro se lanza a un repaso conmovedor de su vida en un patético crescendo en el que parece recrearse, alzando frase a frase el tono de una queja crepuscular. De repente es como si se diera cuenta de que se le está yendo la mano, de que se encamina a toda velocidad a un ridículo clímax trágico que está fuera de lugar y decide quitarle hierro con esa doble mofa de la homosexualidad y la ampulosidad pretenciosa de la música de Wagner. La clave está en la equiparación, siquiera por yuxtaposición, de pasiones de órdenes diferentes, de forma que la obra del alemán sufre la contaminación del pecado nefando y el amor entre hombres el escarnio de una vacua pomposidad.

Pero, una vez más, el lector sonríe cómplice como si el mismísimo Valle se lo estuviese susurrando al oído.

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viernes, 13 de marzo de 2009

Siempre estaré esperándote

Estaba empezando a preocuparse. Últimamente, sin saber muy bien en qué momento había comenzado a manifestarse tan extraño comportamiento, su pluma había decidido hacerse autónoma, escribir lo que le daba la gana con independencia de su voluntad.

Por ejemplo, hacía diez días se había sentado ante su mesa de trabajo, extendido el cuaderno rayado de tapas negras ante sí y escrito (él, que renegaba violentamente de refranes, lugares comunes y frases hechas) la siguiente aberración: “Probablemente, nunca llegarás a leer esto”. Un escalofrío paralizó inmediatamente su espalda. De acuerdo, pretendía componer un texto de carácter íntimo, aparentemente abocado al mismo olvido que los negros sentimientos que lo inspiraban, si bien secreta pero decididamente elaborado con mimo para su oportuna lectura por ella, mas ¿no habría sido más elegante una entrada del tipo “Querida y amarga soledad, escucha mi lamento”? O, incluso, un ciceroniano “¿hasta qué punto llevarás mi desesperación, oh, tristeza?”. Pero el mal estaba hecho y no se sentía con fuerzas para rehacer una frase cuya simpleza, de seguro, estaba llamada a desaparecer bajo el profundo patetismo del torrente lírico que se avecinaba. Su cara dibujó una tímida sonrisa.

Encorajinado ante la perspectiva del texto definitivo, continuó: “Desde que me dejaste, mi vida ha sido un infierno”. Mierda, la cosa no mejoraba. ¿Infierno? ¿no podía haber elegido un sustantivo menos ordinario, como tormento? ¿y a qué venía un declaración tan vulgar, de entrada, cuando el mismo efecto se podía conseguir con un adecuado manejo de la redacción de modo que quedara diluida pero patente la misma sensación de infinito sufrimiento? Miró la pluma, una vulgar DuPont plateada con el capuchón resaltado por los característicos tetraedros, como un souvenir del Palacio del Infantado, con creciente rencor.

Sin embargo, sonrió e incluso se atrevió a emitir un par de tímidas carcajadas: todavía quedaba mucho texto por delante y, sobre todo, la revisión final.

Haciendo un esfuerzo de concentración con el que convocó a todo el Parnaso que estuviese en condiciones de echarle una mano, escribió: “¿me dices que te invade la tristeza de repente? Afortunada tú, porque la tristeza va conmigo, pegada como una infección, desde hace mucho”. Bien, ya estaba claro que su mano o su pluma se habían independizado. Al menos había conseguido evitar el obvio “pegado como una lapa”, porque en un destello, no se sabe si de lucidez o de descuido, había logrado construir una imagen en la que se combinaban la persistencia (“pegada”) y la morbidez (“infección”). Su sonrisa se convirtió poco a poco en una risa abierta, tal vez mofándose de sí.

Perdiendo la inspiración, y ya casi presa de una desgana que lo llevaba por los caminos más trillados del quejido del desamor, siguió escribiendo con dejadez, sin prestar atención al estilo ni al contenido del texto.

Cuando finalmente, en lo que no se le escapó era la cumbre de la vulgaridad, se sorprendió escribiendo “Siempre estaré esperándote”, comenzó a reírse, al principio con breves cortes como hipos, pero pronto con carcajadas más regulares y abiertas, hasta terminar en una estruendosa risotada que duró un par de minutos hasta que sus ojos empezaron a empañarse y, poco a poco, las lágrimas comenzaron a correr por sus mejillas mientras él, incapaz ya de controlar un llanto desatado, repetía como un imbécil: “siempre estaré esperándote, siempre estaré esperándote, siempre estaré esperándote”.

(Escrito en un vuelo Bruselas-Madrid)

lunes, 9 de marzo de 2009

Olores

De entre los árboles de floración temprana tengo debilidad por la mimosa. Todavía hoy, al llegar febrero, siento el impulso de salir al monte a recoger mimosas para aromar la casa, como cuando era estudiante, en una especie de adelanto psicológico de la primavera. Su olor dulce y suave, una suerte de fragancia de incienso, impregnaba los muebles y diríase que hasta las paredes durante varios días, en vivo contraste con su aspecto vulgar, casi forrajero. Quizás de ahí viene mi querencia: a diferencia del cerezo o del almendro, la mimosa no regala la vista, sino el olfato, que es el sentido de la evocación.

Y es que los olores recuperados tienen una fuerza que no tienen las imágenes o los sonidos. Mencionaré dos que me llevan a la infancia: la goma y los lápices. Supongo que en el caso de éstos coincido con la mayoría de la gente. No así con la goma, que tiene una sencilla explicación: era el material de nuestros equipos de playa, las gafas de bucear y las aletas.

Pero hay más: las magnolias, las papillas de Maizena, la cera para la madera, el plástico de los juguetes, la pista del Scalextric, las hortensias y el laurel, la laca de mi madre, la iglesia de San Bartolomé, el mar en Riveira, la brea del calafateo, la petaca del tabaco de mi abuelo, los eucaliptos, los filetes empanados de las excursiones, el betún, la cola, las higueras, los cigarrillos de mi padre, el agua jabonosa del pilón, la combustión de las estufas de butano,…

miércoles, 4 de marzo de 2009

El Santo de los Croques


En 1965 ganó su primer jubileo en un doble sentido: era el primero de su vida (había nacido en 1958 y desde 1954 no había habido otro Año Santo Compostelano) y el primero que ganaba. El viaje a Santiago estaba organizado por el colegio de monjas de su pueblo y él iba acompañando a la empleada doméstica, la “muchacha” como la llamaban, la ahora anciana y entonces ya no joven María. Sólo recuerda tres cosas de aquel día: el madrugón, el fresco del amanecer y una de sus peticiones al Apóstol.

Es sabido que para ganar el jubileo se debe visitar la catedral de Santiago, oír misa y comulgar. La recompensa es una indulgencia plenaria. En el acervo popular, sin embargo, tan propenso a paganizar los ritos, parecía que el único requisito imprescindible eran los cabezazos al Santo de los Croques tras apoyar los cinco dedos de la mano en los orificios que a lo largo de varios siglos los peregrinos cansados habían horadado en el parteluz del Pórtico de la Gloria. Tres eran los golpes a dar con la frente propia en la del santo, que parece ser representa al propio Maestro Mateo, y con cada uno de ellos se formulaba un deseo. Como se ve, nada muy diferente de costumbres absurdas de similar propósito: arrojar monedas a las fuentes, mojar los pies en el mar o apagar una vela al tiempo que se piensa con fuerza en algo anhelado.

Él recuerda uno, sólo uno de sus tres deseos: que acabe la guerra de Vietnam. Sin duda, el conflicto estaba presente en la sociedad para que un niño de siete años lo considerara una de las tres peticiones que se debían hacer al Santo de los Croques. Resultaba extraño, pues en realidad la presencia masiva de los Estados Unidos todavía no se había producido, aunque la guerra contra el ocupante francés venía ya de antiguo, y los episodios que mayor impacto causaron –las matanzas de Hué, la masacre de My Lai, la ofensiva del Tet, las ejecuciones filmadas en las calles de Saigón– tardarían unos años en suceder.

El santo no fue muy diligente, para utilizar un término caritativo. La dichosa guerra tardaría casi diez años en terminar, debido, más que a su mediación ante el Todopoderoso, al agotamiento militar de las fuerzas americanas. Sin embargo, en su mente perduró ya para siempre la vaga percepción de que en un lugar del mundo, casi en el fin de la tierra, donde el cielo llora al ver el sol desaparecer más allá del mundo conocido, había una cabeza de mármol a la que comunicar con un leve contacto sus deseos, con la certeza de que serían concedidos.

No volvió a Santiago como peregrino hasta 1976, esta vez desde Madrid, adonde había ido a estudiar. Hizo el viaje en un destartalado Citroën dos caballos en compañía de su novia de entonces y otra pareja, una extraña mezcla: ella, una despampanante rubia perteneciente a una de las familias más adineradas de su ciudad; él, un gañán de pueblo con hechuras de campesino al que la lectura de un par de libros y el ambiente igualitarista de la España del momento, especialmente entre la juventud, habían abierto las puertas de círculos sociales no soñados. El zagal, liado desde Benavente en una agria discusión con la rubia, a la altura del alto del Padornelo y con su camisa de franela como única defensa frente al frío lacerante de los montes de Zamora, decidió abandonar la expedición. Allí quedó tirado, ante la actitud comprensiva de los otros tres, que no dudaron ni un momento en respetar su libertad para morir dignamente congelado.

En esta ocasión, recuerda, en su recién adquirida condición de ateo militante visitó la catedral con la superioridad moral del descreído. Algo, sin embargo, hizo que su entereza se quebrara como un barquillo cuando se vio de nuevo ante el pórtico. Miró con sorpresa al Apóstol sedente y siguió subiendo hacia el tímpano, quedando absorto en la contemplación del Pantocrátor, el Tetramorfos, los sacerdotes del templo de Jerusalén, el árbol de Jesé (Ne fleveris; ecce vicit leo de tribu Iudae, radix David…). Mecánicamente metió la yemas de los dedos en los orificios de la pilastra y se arrodilló a continuación para golpear la frente del santo. Recordó la fe infantil con que había pedido el fin de la guerra de Vietnam e inmediatamente, sin pensarlo siquiera, masculló apenas susurrando: que jamás conozca la traición.

Vaya si la conoció. En los treinta años siguientes fue apuñalado, a veces con saña, en todos los campos que holló: en las empresas en que trabajó, por jefes y algún subordinado; en sus dos matrimonios, por sus esposas y algún hijo; fuera de ellos, por tres amantes; en su partido, por ciertos compañeros. Cuando evoca las dobleces, las mentiras, las zancadillas, los trabucazos sufridos, su gesto se endurece brevemente.

A estas alturas debería ser un hombre resentido, sin esperaza, pero a pesar de la contrastada ineficacia del Santo de los Croques, todavía lo intentó una tercera vez durante una escapada de fin de semana para lamerse las heridas de su último fracaso sentimental. Corría el año 2004 y ya rondaba peligrosamente los cincuenta. Aunque era el mes de mayo, un calor infernal aplastaba a los turistas en la plaza del Obradoiro. Casi para acogerse al fresco de la catedral, subió la escalinata y entró en el templo. De nuevo el pórtico le daba la bienvenida. Como convocados por el Apóstol, los recuerdos se sucedieron vertiginosamente en una ráfaga fulminante: se vio con siete años de la mano de María, entre beatas y monjas, deseando el fin de una guerra casi tan lejana como la civil; le pareció sentir el traqueteo del autobús que lo devolvía a su casa por aquella carretera llena de curvas; revivió el eterno viaje en el dos caballos (¿qué sería de su antigua novia, de la rubia y de su rústico compañero?), atravesando media España convulsa, esperanzada y atemorizada al mismo tiempo; rememoró su inocente petición de no ser traicionado jamás. Inició el rito de los dedos mientras iba preparando su deseo. Pasó el parteluz hacia el altar mayor, le dio la espalda, se inclinó ante el santo y, mientras sus frentes se golpeaban levemente, se concentró en un único pensamiento: que me vuelva a enamorar.

Ahora espera impaciente a que pase un año porque el que viene es jubilar. Y esta vez irá al Santo de los Croques con el deseo que durante estos cinco años lo ha acompañado día a día: por favor, que no se acabe nunca.