lunes, 25 de mayo de 2009

Una vida

La antipatía suele ser mutua, sin que haya una razón evidente que lo explique. Por supuesto, a poco que se escarbe aparecen con claridad los motivos subyacentes. En general tienen que ver con un conjunto borroso de pequeñas incompatibilidades que impiden el acoplamiento, que, por así decirlo, oponen polos de la misma carga. En algunas ocasiones, empero, se debe a un patente encontronazo, como el que puede enfrentar a dos opciones políticas o religiosas irreconciliables.

Lo mismo sucede con la simpatía, si bien en la propia naturaleza de ésta está la reciprocidad: no sentimos una inclinación afectiva hacia alguien que nos rechaza, salvando, claro está, las variaciones patológicas de diversa naturaleza, como el síndrome de Estocolmo u otras reacciones psicológicas desordenadas ante experiencias traumáticas.

Todo esto tiene validez en el campo de las relaciones personales directas, en el que la querencia o la malquerencia tienen, si es que en este contexto cumple aplicar los principios del álgebra, la propiedad simétrica de las relaciones.

Hay, sin embargo, simpatías y antipatías asimétricas –abusando del recurso algebraico–, o incluso abiertamente unidireccionales. Tal es el caso de las pasiones a que nos mueven personas que no han oído hablar de nosotros en su vida. Hay quien no soporta a una ministra, quien encuentra la paz escuchando a un gurú, quien odia profundamente a un futbolista o quien adora a una soprano, sin que ministra, gurú, futbolista o soprano tengan o vayan a tener jamás noticia de las turbulencias que producen en el alma del sujeto en cuestión.

Yo también tengo mis amores y desamores no correspondidos. Incluso tengo historias de cariño que acaban en la tragedia del desapego, sin que el objeto de tanto vaivén sea consciente de ello. Hoy, que me he reconciliado con una mujer a la que quise y desquise sin que la pobre se haya enterado, quiero recordar una de ellas. Hablo de Rosa Montero.

Leo a Rosa desde hace muchísimos años, más de treinta. La encontré en las páginas de El País a finales de los setenta. Junto con Maruja Torres formaba parte de un grupo de periodistas que ofrecían un estilo fresco, cercano, empeñado en despertar emociones sin renunciar a la excelencia formal. Más que leídos, sus artículos parecían contados al oído. Cuando aparecía uno de sus textos, demoraba su lectura como se renuncia al placer inmediato por la promesa de uno más intenso crecido con la espera. Más tarde nos regaló entrevistas memorables con personajes de toda laya. Entonces empezó a escribir novelas, y yo a leerlas una tras otra, desde Crónica del desamor, Te trataré como una reina, Amado amo… En todas ellas me encontraba en alguno o en parte de algún personaje, veía reflejada alguna de mis debilidades, reconocía mis miedos, mis ilusiones, mis momentos de felicidad. Sí, Rosa era una mujer con la que conectaba.

Poco a poco, sin que sepa precisar el momento, empecé a distanciarme de ella. Recuerdo vagamente dos entrevistas que me disgustaron (o tal vez su relato de ellas en alguna revisión posterior, quizá en un resumen sobre lo más destacable de sus entrevistados): la de Yasser Arafat y la de Mick Jagger. En la primera (hablo de memoria) descalificaba al palestino porque había fingido estar muy atareado al entrar ella en su despacho cuando lo había visto previamente, a través de la puerta entreabierta, dormitando. En la segunda se despachaba con la confidencia desagradable e inelegante de que al cantante le olían los pies. En ambos casos parecía un ruin ajuste de cuentas con dos personajes que la habían tratado con desconsideración.

Luego vino su actitud aparentemente distante y decididamente ingrata con el último gobierno de Felipe González y con el presidente mismo, sumándose, en mi opinión, al ejército de arrepentidos que se apresuraban a desmarcarse del socialismo como aquella pobre población exhausta del Madrid del 39 que pasó de levantar el puño a saludar a la romana en cuanto entró en la ciudad el ejército vencedor.

Los últimos años me irritaban tanto los temas sobre los que escribía como el tono sensiblero al que parecía haberse rendido: lamentos tontorrones por el maltrato a los animales, denuncias de injusticias de parvulario, un feminismo ñoño, etcétera. De la última década sólo recuerdo un pequeño atisbo de reconciliación. Venía yo de Quito y en el aeropuerto ecuatoriano, no teniendo nada que llevarme a los ojos, compré para el vuelo su libro La loca de la casa, que me leí durante el trayecto y me pareció excelente.

Ahora se ha muerto su compañero Pablo Lizcano y Rosa nos ha regalado una joya. El 5 de mayo publicó en El País una columna titulada Una vida. En menos de trescientas palabras, Rosa describe el paso de una vida como, sin duda, pasa ante quien está en trance de muerte, desde la infancia hasta la agonía. Con ello nos da noticia de su dolor sin mencionarlo, sin ceder al exhibicionismo enfermizo, al victimismo o a la vulgaridad. De paso, habla de amor, también entre líneas: del amor hilado con paciencia y años, el que reposa todos los amores y desamores pasados haciendo con ellos hebras de pasión, de ternura, de serenidad y de memoria.

Hoy, como hace treinta años, me siento cerca de Rosa y, también como entonces, reconozco y asiento un apunte más de la deuda que tengo con ella.

lunes, 18 de mayo de 2009

Benedetti

En cierta ocasión, una amiga me dijo que en los mejores momentos de su vida siempre había habido alguien a su lado. De esa manera ligaba la felicidad a la cercanía de otros. Para ella era inconcebible encontrar satisfacción sin compañía. Yo, por el contrario, sostenía que los instantes más intensos y placenteros me habían hallado solo. Aunque se trataba de un retruque pretendidamente ingenioso, respondía a una percepción cierta, en modo alguno debida a la misantropía. Pensaba, cuando lo dije, en dos placeres: el de la lectura y el de la introspección, ambos demandantes de soledad. Con respecto al primero, lo cierto es que he acabado aprendiendo que hay algo mejor que disfrutar de un libro o de un autor: gozarlo con otro. Porque ese disfrute compartido tiene un no sé qué de entrega, de ofrenda. Es como el que, poseyendo algo muy querido, mira al otro y le dice: esto es tan mío que quiero que lo tengas tú. Compartir el gusto por un libro o la querencia de un escritor supone, pues, establecer un vínculo más que refuerza los que ya tenemos con alguien.

Debo a Benedetti muchos buenos momentos de gozosa lectura. Lo descubrí relativamente tarde, a finales de los setenta, cuando me hice (no recuerdo cómo) con su primera novela, Quién de nosotros, en una edición mexicana que todavía conservo. Más tarde llegaría La tregua, que me causó el impacto de las obras que marcan. Y mucho más tarde, la poesía, sus Inventarios, sus Rincones de haikus, sus Despistes y franquezas

Sí, es grande mi deuda con el uruguayo, pero, por encima de todo, le debo el haberse dejado compartir, porque gracias a ello un amor creció con sus versos.

jueves, 14 de mayo de 2009

Antonio Vega

Ha muerto Antonio Vega. No me cuento entre los aficionados incondicionales a su obra, aunque fue para mí, como para mucha gente de mi generación, un personaje que dio cara y voz a unos años apasionantes. Tuve el primer disco de Nacha Pop cuando lo publicaron: destacaban entre una irrepetible multitud de grupos destacables. Ellos se dedicaban al pop vitalista y desenfadado, embellecido en muchos temas por la sensibilidad de Antonio. Siempre pensé que el alma musical del grupo era su primo Nacho, y más tarde confirmé mi percepción al disfrutar de las excelentes composiciones de Rico, el grupo que formó cuando se disolvió Nacha Pop.

Siempre me pasa lo mismo en estas situaciones en que dos caracteres aparentemente antagónicos demandan una elección (o posicionamiento, como diría un político) inequívoca. Generalmente, además, una de las opciones presenta todas las características que en el acervo colectivo se asocian a la virtud: es el caballo ganador.

En este caso, por ilustrar lo dicho, Antonio Vega tenía ganada la batalla frente a su primo con gran claridad. Su extremada sensibilidad, la languidez de su figura, el lirismo de sus letras, su apostura, la impronta de malditismo que tal vez a su pesar lo adornaba, contrastaban muy favorablemente frente a la aparente frivolidad de Nacho, la alegre simpleza de sus pegadizas melodías y su aspecto esnob y afectado. Sin embargo, de haber tenido que votar en ese imaginario concurso de querencias, me habría inclinado por este guitarrero y achulado segundón.

Algo similar me pasaba con los Beatles. Está ya en el territorio de la leyenda la oposición cervantina entre las figuras de McCartney y Lennon. Mientras éste simbolizaba en el subconsciente juvenil el idealismo, la utopía, la lucha por la libertad e incluso la armonía interracial, Paul era el Sancho Panza de la historia: asentado en tierra firme, desprovisto de ideología e inquietudes, superficial y casquivano. En este desigual combate, ya se sabía quién gozaba del favor del pueblo soberano. Sin embargo, yo –siempre a contrapelo– desde el primer momento opté por el bajista, tanto porque lo consideraba el mejor compositor del grupo como por la desconfianza quizás arbitraria que me inspiraba Lennon. Con el paso del tiempo se ha sabido quién cargaba con las miserias y quién con la coherencia.

Puede que todo se deba a una extraña pulsión que me empuja hacia el bando del desfavorecido, por más que éste pueda aparecer bajo un barniz de arrogancia o frivolidad. Algo en mi interior me previene contra el favor de la mayoría. No puedo evitar pensar que si tan acentuado es el sesgo, algo raro hay. Sé también que los protagonistas son en general ajenos a las lides en que se les supone empeñados. Ayer lo confirmaba Nacho al comentar la muerte de su primo: “Le he querido prácticamente desde que nací”.

miércoles, 13 de mayo de 2009

Nostalgia, soledad

El vacío que dejan nuestros muertos cambia de forma con el tiempo, no de tamaño. Así también nuestra percepción de la muerte, que se va conformando a medida que comprobamos cómo la vida lo inunda todo a pesar de las ausencias que un día creímos imposibles de superar, no para nosotros, sino para el orden de las cosas. Dice Pavese que probablemente, cada época de la vida se multiplica en las sucesivas reflexiones de las otras. Por eso la infancia nos parece la más larga y la vejez la más corta porque no será repensada. El peso de los años también añade capas a las muertes que nos marcaron, hasta convertirlas en un triste relato, más o menos largo, medido por todo aquello que no llegó a vivir quien nos falta. Creo que era Javier Marías quien, evocando –creo también– a Benet al cabo de muchos años de su desaparición reflexionaba sobre todo lo que se había perdido: los teléfonos móviles, Internet,…

Y así ocurre que, si bien en un primer momento sólo percibimos el efecto de la muerte de una persona querida sobre nuestro mundo, acabamos, mucho tiempo después, considerando la proyección de nuestro mundo en la memoria que conservamos de ella. ¿Cómo sería mi madre en un país donde existe el matrimonio entre personas del mismo sexo? ¿Qué sentiría sabiendo que algunas de las enfermedades incurables cuando ella murió se curan hoy con no mayor dificultad que una simple gripe? ¿Y si la llevaran por una autopista a 160 kilómetros por hora cuando en la época en que murió estaba acuñada la expresión “ir a cien” como indicación de máxima velocidad? ¿Cómo habría sido su proceso de adaptación a este presente?

El dolor cede hasta desaparecer, mientras la nostalgia gana terreno impulsada por el propio fluir de la vida. Porque eso es lo que definitivamente sucede: la vida es cada vez más patente, pero nuestra soledad también.

Sen ti todo é vida ao redor
¡Que soidade!

martes, 5 de mayo de 2009

El oficio de vivir


Azuzado por uno de esos mensajes en que se comparte el placer del texto releído, llevo unos días sumergido en el diario de Pavese, El oficio de vivir. Pavese me inquieta, como me inquietan todos los suicidas. Su poema Vendrá la muerte y tendrá tus ojos (Verrà la morte e avrà i tuoi occhi), que penetra como una navaja por la contundencia del verso que le da título, me hace removerme incómodo. Su último verso nos golpea como si asistiéramos a una ejecución: Mudos descenderemos en el remolino (Scenderemo nel gorgo muti), como golpea el poema entero (Para todos tiene la muerte una mirada).

También su diario conmociona y lleva a la zozobra. No puedo evitar buscar en cada frase el anuncio de su muerte, pensar en que la mano que guía la pluma que escribe para mí es la misma que abrirá los frascos de somníferos, los introducirá en la boca y alcanzará el vaso de agua que facilite su ingestión. La lectura se convierte así en un penoso escrutinio, en un examen minucioso que revele indicios, avisos, diagnósticos tempranos del instinto de muerte.

Los pasajes de crítica literaria tienen una particular agudeza, en especial si se tiene en cuenta que datan de unos años (la década de los 40) en que la disciplina no estaba muy desarrollada. Las digresiones sobre la unidad de los poemarios, la comunicación con el público en la tragedia griega, la utilización de las personas gramaticales o la composición de los relatos tienen un algo de prematuro para su tiempo. En ocasiones, nos arranca una sonrisa con sus asociaciones inesperadas:

Amor y poesía están misteriosamente unidos porque ambos son deseo de expresarse, de decir, de comunicar. No importa con quién. Un deseo orgiástico, que no tiene equivalentes. El vino produce un estado ficticio de esta clase, y en efecto, el borracho habla, habla, habla.
Las referencias a su vida íntima son conmovedoras, y nos presentan a un hombre débil, casi digno de lástima, maltratado por un destino cuya responsabilidad, sin embargo, no rehúye:

No tengo motivos para rechazar mi idea fija de que cuanto le ocurre a un hombre está condicionado por todo su pasado; en suma, es merecido. Evidentemente, buenas las he hecho para encontrarme en este punto.
En efecto, somos una especie de total contable, de acumulado de lo que hemos sido:

En el mundo nunca estamos del todo solos. En el peor de los casos siempre se tiene la compañía de un muchacho, de un adolescente, y sucesivamente de un
hombre hecho – lo que hemos sido nosotros
.
Pero no por ello nos cabe el consuelo del amparo de las condiciones sociales, de las circunstancias orteguianas, que Pavese despacha casi con desprecio:

Todo este hablar de revoluciones, esta manía de presenciar acontecimientos históricos, estas actitudes monumentales, son consecuencia de nuestra saturación de historicismo, por la cual, habituados a tratar los siglos como las hojas de un libro, pretendemos oír en cada rebuzno de asno el aviso del futuro.
Arrastramos, pues, desde nuestros años de formación, la responsabilidad de nuestro ser actual, cuyas malformaciones sólo podemos percibir a través del sufrimiento:

Sólo una enfermedad nos revela las profundidades funcionales de nuestro cuerpo.
Así presentimos las de nuestro espíritu, cuando estamos desequilibrados
.