viernes, 25 de septiembre de 2009

Batallas

Un amigo cuyos padres murieron con apenas un par de años de diferencia, cuando ya nosotros nos encontrábamos bien entrados en los cuarenta, me dijo tras dar tierra al último –él, por más señas–: “bueno, ya estamos en primera línea”. En un primer momento, me pareció que había en la frase y en la sonrisa contenida que la acompañó un aire de trámite notarial, como si levantase acta de un acontecimiento rutinario o al menos no infrecuente: una junta general de accionistas o la firma de un bastanteo. Sin embargo, enseguida percibí la fina ironía y el humor macabro con que mi amigo se encaraba con la fatalidad que esta segunda pérdida, todavía no repuesto de la primera, venía a declarar.

Pero, al fin, reconocí la pertinencia de la figura, que traslada al universo simbólico de la guerra lo que quizá presenta más cabalmente los caracteres sustantivos de la tensión: la vida.

En efecto, estamos en primera línea, al menos en la batalla que siempre hemos de perder, la que mueve las generaciones como las falanges hoplitas: filas de guerreros van ocupando los puestos de las que van cayendo en el combate. La muerte siempre vence en esta rueda interminable.

Pero no es ésa la única batalla. Nos hacemos a base de un juego polémico, de una sucesión de victorias y derrotas parciales cuyo saldo determina nuestra (in)felicidad: desde la aprehensión del mundo nada más nacer, hasta la lucha definitiva contra la muerte.

Entre medias, sólo el desamor nos endurece. Con paciencia oriental tejemos nuestros petos y espaldares, grebas y guanteletes, yelmos y crestones a base de besos rechazados, caricias agostadas, abrazos evitados y mentiras mal habidas.

miércoles, 16 de septiembre de 2009

Lo grande y lo pequeño

Aunque ya estoy hecho –por fuerza– al avance de la tecnología de los últimos veinticinco años, sigo –también por fuerza– asombrándome de vez en cuando con alguno de sus productos, sintiendo algo parecido al pasmo pazguato del pueblerino que, por vez primera, ve la capital. Yo, que en el bachillerato utilizaba las tablas de logaritmos para las operaciones más complejas, me sorprendo en ocasiones mirando la calculadora electrónica en una especie de trance.

Por supuesto, los cambios relacionados con las comunicaciones, internet y el correo electrónico especialmente, son los que probablemente suponen la mayor diferencia aparente en nuestra vida cotidiana. El acceso universal e instantáneo a información que hace unos pocos años nos hubiera costado mucho tiempo y esfuerzo conseguir difícilmente puede ser subestimado. Y la correspondencia inmediata, con destinatarios de cualquier lugar del mundo, si bien nos priva del placer sensual de la cuartilla, el sobre y la pluma, derriba la barrera de la distancia, nos acerca a los demás. Diré a este respecto que seguí apegado al correo postal, por una especie de rebeldía y romanticismo entreverados, cuando ya el electrónico era el de uso general.

Pero si hay algo que me impresiona es el contraste tan descomunal de referencias: cómo en dispositivos no mayores que una moneda caben bibliotecas enteras, mapas de países, millones de fotografías, de piezas musicales… El paso de lo enorme a lo diminuto, de Brobdingnag a Lilliput, aturde intelectualmente tanto como conduce a la inseguridad por cuanto nos coloca ante la desigualdad primordial: la del hombre frente al universo.

Esa contigüidad de escalas, que obliga a un tránsito casi imposible de pautas mentales de medida para acomodar representaciones tan dispares, me produce una suerte de vértigo, un desasosiego íntimo en el que reconozco asombros pasados, incómodas sospechas de inviabilidad racional, incertidumbres antiguas, otros milagros.

Así, que en el embrión recién concebido se cifre una vida entera; que el leve roce de una mano desate una tempestad de turbación en el adolescente; que una vocal perfeccione un verso; que una palabra de consuelo detenga un llanto; que un encogido y viejo corazón pueda albergar un amor infinito.

viernes, 4 de septiembre de 2009

Heart of darkness

En el trance de expirar, en lo que Marlow conjetura un momento supremo de conocimiento absoluto, un memorable relámpago de clarividencia, Kurtz susurra sus últimas casi inaudibles palabras: “¡El horror! ¡El horror!”, acaso dirigidas a la imagen instantánea, que cree ver en su alucinación, del transcurso detallado de su vida.

Muchas interpretaciones se han dado del relato en general y de este pasaje en particular, pero a mí me llama la atención porque tiene un aire de ejercicio mental, como si se le hubiese pedido al feroz expoliador de marfil: “resuma su vida en una sola palabra”. Si ya resulta difícil extraer lo más relevante de una vida en una exposición sumaria, por cuanto el descarte de lo accesorio no deja de ser tan arbitrario como la selección de lo sustancial, la reducción de escala a un solo vocablo se antoja tarea imposible.

Sin embargo, Kurtz acierta a concentrar una vida de muerte, tortura, sometimiento, humillación y guerra en la palabra horror. Probablemente da en el blanco con increíble tino.

Me pregunto qué diría yo si en mi agonía se me sometiera a semejante demanda. ¿Qué término sería el adecuado para encerrar, siquiera de modo connotativo, todos y cada uno de mis días? Presumo que no diferiría mucho de Kurtz, quizás en un par de letras. Sí, reuniría mis últimas fuerzas y con un lánguido soplo murmuraría: “¡El error! ¡El error!”