viernes, 24 de abril de 2009

Juventud

Generalmente se sitúa el paso a la madurez en el momento en que los jóvenes empiezan a tratarnos de usted. Yo siempre he pensado que el punto de no retorno llega cuando el tratamiento nos lo dispensa la gente de nuestra edad. Eso sí que es duro. Recuerdo que a mí me sorprendió en la cola de la pescadería (sí, ya sé que no tiene glamour). Se me acercó una mujer que debía de haber visto los programas de Locomotoro al mismo tiempo que yo y me preguntó: ¿es usted el último? A partir de ese momento abandoné toda esperanza de alargar la juventud.

Recuerdo que en una entrevista a Chavela Vargas hecha y publicada hace ya algunos años, el periodista, que desde luego no era un genio de la originalidad, le preguntó cuál era su opinión sobre el amor en la madurez. La mejicana, en cuya contestación se adivinaba un juicio socarrón sobre la estupidez de la pregunta, le espetó esta memorable respuesta: “A partir de cierta edad, hay que tener mucho cuidado de no hacer el ridículo”.

Y es que nos agarramos desesperados a la ilusión de la eterna juventud por la sencilla razón de que sólo los jóvenes pueden vivir el amor más intenso. Miente quien dice que cada edad tiene su forma de entender el amor, como miente quien asegura que en la madurez se conoce una plenitud ignorada en la juventud. No es cierto, no puede serlo. Lo único que, quizá, se acerca a la verdad es que el amor puede hacernos sentir más jóvenes.

Carretera

El hombre utilizaba el automóvil para pensar. “Conducir me relaja”, decía. Se iba por carreteras comarcales y se abandonaba a los estímulos que le ofrecía el viaje. El monótono discurrir de las líneas discontinuas lo llevaba a calcular mentalmente el período del movimiento armónico que seguía su progreso intermitente. Las bandadas de aves que cruzaban sobre los campos disciplinadas como una legión lo sumían en reflexiones sobre los movimientos migratorios. Las miradas vacías con que lo escrutaban los paisanos a su paso por los pueblos lo invitaban a considerar la condición humana. Nada escapaba a su atención, su mente bullía inquieta como afollada por los kilómetros.

Aquella tarde se encontraba especialmente abatido por la melancolía. Llevaba meses de ese humor gris, desfondado y sin fuerza. La tristeza había llegado a sus días y sus noches para pasar una temporada que empezaba a ser muy larga. Temía tanto dormir como despertar, enfrentarse a la vida como hundirse en el sueño. Había intentado tomarlo con resignación, como uno más de esos períodos de regresión emocional de los que solía salir con la misma facilidad con la que entraba. Pero no, sabía que esto era diferente.

Buscó las llaves del auto, salió de su casa como llevado por un viento ligero, bajó a la cochera y la abandonó conduciendo muy despacio, o más bien dejándose conducir. Al cabo de media hora se encontraba viajando por la carretera que llevaba al norte. Leyó un letrero que rezaba: “Precaución, firme deslizante”, y se recreó durante unos minutos en el perfecto oxímoron que suponía aplicar el epíteto deslizante al sustantivo firme, sonriendo para sí al recordar su ejemplo preferido de contradicción: feliz matrimonio. Por un momento la aguda asociación lo animó y aceleró sin proponérselo. El chirrido de los neumáticos forzados en las curvas encendió en su memoria la evocación de la guitarra lacerante de una de sus piezas de rock más queridas. Recordando su ritmo pisó con fuerza el pedal. Un poco atontado por el vértigo de sus pensamientos y la velocidad del vehículo se abandonó a la sucesión de imágenes que se agolpaban en su mente: se vio con su amada en días no muy lejanos, gozando su amor con la lentitud del tiempo compartido; revivió emocionado la noticia de su embarazo, sintiendo todavía el latido de aquel pequeño corazón que se movía imperceptible en la ecografía; oyó de nuevo el fatal diagnóstico; volvió a asistir aturdido al parto mortal, al funeral y a la incineración. Pensó en el espejismo de la mejoría después de tantos meses. La rabia lo mordió en una recta interminable. Vio venir el camión y trató de calcular la energía cinética con que llegaría al impacto.

miércoles, 15 de abril de 2009

Marilyn


En mi habitación sólo hay un cuadro. Es un retrato de Marilyn Monroe hecho por Gene Kornman en 1953, el año de Niágara, probablemente cuando la actriz se encontraba en el cénit de su belleza. La fotografía es muy conocida porque sobre ella Warhol hizo su famosa colección de serigrafía en los años 60. En ella se ve el busto de una joven Marilyn con pelo corto iniciando una sonrisa que así, apenas sugerida, resulta muy sensual. Los párpados un poco caídos acentúan el aire provocativo del conjunto. Parece llevar un vestido negro, del que sólo se ven dos piezas que cubren sus pechos, abriendo un escote que seguramente se prolonga hasta el ombligo. A la altura de los hombros los tirantes se convierten en un cuello blanco. La espalda debe de quedar desnuda.

En 1953 mis dos abuelos varones, que estarían en los alrededores de los cincuenta años, probablemente habrían vendido su alma por poseerla. Y mi padre, a la sazón un joven veinteañero, igualmente. Ni que decir tiene que yo también pertenezco al universo de los subyugados por su atractivo. Me atrevo a pronosticar que tal será el caso de alguno de mis hijos o de sus amigos. Así pues, esta mujer, muerta hace más de cuarenta años, ha logrado alcanzar con su magnetismo a tres o cuatro generaciones de hombres –de momento–, lo cual parecería poner en cuestión la actual mutabilidad de los modelos de imitación, en particular, y la moderna caducidad del presente, en general.

Esta inestabilidad casi ontológica se proyecta no sólo en los cánones de belleza, que han dejado de serlo precisamente por su carácter efímero, no permanente, sino en la durabilidad de los objetos cotidianos. Muchos de ellos han desaparecido de nuestro alrededor al socaire de un modo de vida que desestima la reparación, el arreglo, el aprovechamiento. Tal vez mi generación se encuentre a caballo de esos dos mundos: el de la conservación de los objetos hasta el límite y el de su sustitución compulsiva.

Pero todas las noches, cuando me acuesto, miro el cuadro de Marilyn y me abandono a la reconfortante sensación de que, después de todo, es cierto que hay absolutos. Su atractivo perenne es uno de ellos.


domingo, 12 de abril de 2009

Semana Santa

Viendo una procesión el Jueves Santo he recordado que mi padre era nazareno de no sé qué cofradía de Marín, donde, por supuesto, la Semana Santa no tiene el calado social de Andalucía. Su procesión era nocturna o quizá vespertina pero cuando ya la oscuridad había caído sobre el pueblo. Lo esperábamos en la acera de nuestra calle. A pesar de marchar velado por el capirote, su característico carraspeo compulsivo lo denunciaba mucho antes de que llegara a nuestra altura y cuando lo oíamos estallaba la fiesta: “es aquél, es aquél”. Y así éramos capaces de identificarlo entre muchos otros con la misma túnica, el mismo cíngulo, los mismos guantes, los mismos cirios de llama titilante.

El pesado silencio en que los cofrades desfilaban, solamente roto por el ronco quejido de los bombos heridos por baquetas como mazos y por el redoble de los atabales, me impresionaba. El relato de la Pasión, reiterado cada año con una particular saña en el detalle de sus episodios más brutales (los azotes al Ecce Homo, la coronación con las espinas, el inhumano ascenso al Calvario con sus tres caídas, la propia crucifixión con clavos fijando al madero los miembros del condenado, la sádica lanzada que atraviesa el costado, la horrible agonía en presencia de la madre destrozada por el dolor,…), contribuía, junto con la lista de los horrores del infierno, a resaltar la cara más oscura y desagradable de la religión.

Era difícil entonces, y hoy sé que imposible, casar el mensaje de esperanza de una fe pretendidamente basada en el amor con ese espectáculo sanguinolento en el que tenían cabida las pasiones y vilezas más abyectas de la condición humana: la traición, la avaricia, la debilidad del renegado, la tortura, el sadismo,…

Pero nosotros, ajenos a todo ello, o tal vez como un escudo contra tanta bajeza, no reparábamos en llantos, sangre o dolor: esperábamos impacientes a oír el primer carraspeo de nuestro padre para señalarlo alborozados y aguardar a que, al pasar a nuestro lado, nos guiñase un ojo a través del antifaz.