miércoles, 21 de octubre de 2009

Quito

Paso tres días en Quito sin librarme de la asfixia de la altura. A dos mil ochocientos metros falta el aire y me comporto como un asmático, boqueando de vez en cuando con aspavientos de sofocado. Cuando al fin me voy haciendo a la atmósfera empobrecida llega el momento de dejar la ciudad.

Entretanto, mis buenos amigos quiteños me enseñan los rincones más hermosos de la ciudad colonial en una noche hechicera. Comenzamos cenando en el restaurante “Hasta la vuelta, Señor”, en el segundo piso del antiguo Palacio Arzobispal, con balconadas sobre el patio interior y balaustradas de madera. El curioso nombre procede de una leyenda que cuenta cómo un monje disoluto se escapaba todas las noches de su convento por una alta ventana. Para alcanzarla utilizaba una enorme cruz con su correspondiente Cristo crucificado y alanceado, valiéndose del palo travesero a modo de peldaño. Al parecer, una noche la figura, colmada su paciencia, tomó vida y le preguntó “¿Hasta cuándo, padre Almeida?”. El fraile, inicialmente sobrecogido por la divina interrogación pero reponiéndose enseguida ante la promesa de una juerga libertina, respondió: “Hasta la vuelta, Señor”.

Después me encuentro con el embrujo de un barrio histórico en el que, siendo ya noche cerrada, pareciera que van a salir de cualquier callejón empedrado las huestes de don Sebastián de Benalcázar. Todo son iglesias y palacios: La Iglesia de la Compañía, de un barroco canónico, con sus columnas copiadas de Bernini; la Catedral, en la Plaza de la Independencia; la de San Francisco (la de los minoritas fue la primera orden que se estableció en la ciudad), con sus dos torres enjalbegadas; los Conventos de Santo Domingo y la Merced; el Palacio Presidencial; la imponente Basílica allá en lo alto… Vigilándonos constantemente, la luna, el Panecillo y el Pichincha.

Todo presenta un aspecto pulcro, los edificios impolutos, cuidados con mimo. Al parecer, un alcalde bueno se preocupó de conservar toda esa belleza atesorada a lo largo de siglos.

Me llama la atención la ausencia de tráfico desde que oscurece. Contrasta vivamente con el trasiego permanente de Madrid, donde las calles no descansan. La quietud que lo envuelve todo durante nuestro paseo acentúa la sensación de tiempo detenido, antiguo.

En el silencio de la noche quiteña escucho todavía las historias que me han contado durante el almuerzo. Cuando yo era niño y corría con mi hermano por la huerta de mi casa, los niños de Quito también jugaban en los jardines de las suyas. Allí había tantos árboles que cada crío tenía el suyo propio, al que invitaba a sus pequeños amigos a subirse. Me lo cuenta mi amiga M. mientras pierde su mirada en la ensoñación de la memoria. Intrigado le pregunto ¿cuál era el tuyo? El mío era el capulí, me dice como si lo tuviera al alcance de la mano. Y yo, rendido a la musicalidad de un nombre tan hermoso, a punto estoy de pedirle que me deje subir a él.