domingo, 15 de noviembre de 2009

Viajes

Me voy de nuevo, esta vez a Croacia, país que no conozco y que tiene para mí ecos heroicos. Hace ya más de un mes que estoy viajando, apenas si paro en Madrid, a la que encuentro extraña en ocasiones mientras a mi vuelta, en el trayecto desde el aeropuerto, voy fijando el entorno, como cuando al despertar el mundo se va encogiendo desde la escala de los sueños hasta la más baja de nuestra pequeña existencia.

Pasan las ciudades (siempre ciudades, siempre ciudades) por mi vida y dibujan un extraño atlas cuyas páginas saltan de las calles a los hombres, de las iglesias a los olores, de las comidas a la música. Y todo me parece hecho para tenerme, para engullirme. Descubro dentro de mí identidades desconocidas, pertenencias nunca hasta entonces vislumbradas. Ésta era mi ciudad, sin saberlo, aquí debí haber nacido y crecido, aquí debí haber amado, aquí deberé morir algún día en paz con mi memoria.

Luego llega el momento de volver adonde sí nací, o crecí, o amé y donde tal vez moriré, la melancolía del regreso, la absurda congoja de perder lo que nunca llegué a poseer.

En todos los lugares que piso quiero quedarme para siempre. En los bosques de Gotemburgo, en una casa al borde de un lago, con mi embarcadero y un pequeño velero; o en el centro de Basilea, empapándome de orden en un ático con vistas al Rin; en Nueva York, en el Village; en un rascacielos de Miami hipnotizado por el Caribe; en Pontevedra, cómo no, de regreso al origen, vuelto a mí, como dice Molloy; en Bruselas, donde tanto tiempo paso. Y sé que no se trata de quedarme en ellos, sino de huir de otros que previamente fueron, o pensé que eran, mi refugio.

¿Qué tendrá Zagreb, donde desde ahora sé que también querré quedarme? ¿De qué tristezas me creeré a salvo bajo su cielo? ¿Qué nuevo comienzo, libre de todo pecado y de todo error, soñaré entre sus calles?