miércoles, 30 de diciembre de 2009

Fin de año

Se acaba el año. Llévese en buena hora lo mucho que ha sobrado: ese mes de febrero abominable como sólo Borges podría apreciarlo (“Los espejos y la cópula son abominables, porque multiplican el número de los hombres”), el febrero de la pérdida, de la pena negra; la primavera más necesitada pero más sufrida, más lamentada, más perdida; un septiembre vacío; un invierno que se anunció llevándose a Fiaño, diciembre aciago como el vino de Valente (“qué viento aún ha de soplar sobre vivos y muertos /o en que navegación, con tu rostro de ayer, /he de encontrarte”).

Déjeme, a trueque, el poso de todo lo bello y bueno que me pudo traer: los rostros recobrados, los niños acariciados, la tierra reencontrada, la ternura dada a fondo perdido, el amor que no conoce el cálculo, la entrega desinteresada. Me quedaré también con aquellos que daba por perdidos y he hallado de nuevo, con quien me ha permitido reavivar llamas casi apagadas.

Se acaba el año y me deja más viejo. Ha crecido, como siempre, el número de los libros que no leeré. También el de los besos ni siquiera ofrecidos. Sólo yo decrezco, me encojo casi aplastado por la inclemencia de estos trescientos y pico días que se van.

Váyase, pues, y entre el nuevo que me encontrará, no diré erguido, sino todavía no doblado. En este estado de resistencia espero, digo reclamo mis derechos adquiridos: el jardín de mi tierra, el amor de los que amo, la ternura de mis hijos, todos ellos, el regalo de los libros, el conocimiento de los otros, los viajes, la paciencia y la serenidad.

jueves, 24 de diciembre de 2009

Navidad

Una vez más se me ha echado encima la Navidad y no se puede decir que por sorpresa porque señales no han faltado: la iluminación de las calles, la nevada premonitoria, los escaparates cómplices, el semblante abatido de los viandantes, el vacío inexplicable del corazón.

Éstas son particularmente mal venidas porque todavía repican un oficio de difuntos del que ya para siempre se harán eco. Una ausencia más a añadir a las tantas acumuladas, un hiato más en el postre de la cena de Nochebuena, o en la enésima copa, un motivo más para malquererlas.

Tal vez la ciudad se haya juramentado por la tácita en esta impostura de felicidad, los hombres y mujeres que se cruzan conmigo sean los figurantes de una absurda comedia, mi mirada descreída un notario incorruptible que da fe de los indicios de esta fullería colectiva.

¿En qué caldo se cuecen tantas sonrisas, qué pincel dibuja este paraíso de plástico, quién mueve la ciudad?

Aunque puede que nada de esto ocurra, porque ¿qué es ese cosquilleo de primavera, de mayo en pleno diciembre, que parece incomodarme tanto como complacerme? ¿De qué amor da noticia? Quizá del universal que se celebra a mi alrededor, quizá de alguno que se haya colado por alguna grieta de mi coraza de viejo galápago cansado y aterido.

Sí, es posible que la fiesta celebre, después de todo, lo que constituye su designio, el júbilo del amor, la unión de los corazones, la vuelta al otro, a los demás.

Pero también podría suceder que por un solapamiento de ciclos de predestinación aritmética, como en aquellos problemas que nos ponían en la escuela cuando estudiábamos el mínimo común múltiplo, me haya tocado sentir en esta Navidad un calor que nada tiene que ver con la iluminación de las calles, la nevada premonitoria o los escaparates cómplices, porque cualquiera que fuera la estación, el solsticio o equinoccio, el mes del calendario agrícola o litúrgico, no sería capaz de sustraerme a su efecto: el que me hace sospechar brotes olvidados, anticipos de felicidad, promesas de cuerpos unidos en silencios elocuentes, que pasarían por encima de Navidades futuras como hojas de calendario aventadas desde el lecho despreocupado.

Si así fuera, la Navidad es mía, tan mía como ese cosquilleo de primavera que tanto me complace.

jueves, 10 de diciembre de 2009

Fiaño se va


Fiaño se ha ido y se ha llevado con él su mundo antiguo, trenzado con fijadores y bigotes, cueros y maderas, paseos de alameda y playa, arrumacos en el muelle de Marín, sombreros de ala ancha, cigarrillos sin boquilla, gabardinas de tres cuartos y abrigos de cheviot.

Marcado por la crueldad añadida de la posguerra, su infancia sin padre le dio el habla tardía, en la que pervivió algún tiempo una confusión entre las oclusivas (“un patato de tafé ton chitoria”) que años más tarde todavía se podía rastrear en errores fonéticos contumaces (“apsis”).

No fue el suyo un entorno familiar que estimulara el endurecimiento y la independencia. Antes bien, un entramado de escudos protectores lo dejó extrañamente desprotegido aunque él nunca llegó a saberlo. La vida, a base de golpes certeros, fue grabando a fuego sus contrastes de dolor. Él, que nunca llegó a crecer, acusaba aturdido los embates sin acabar de entender el porqué. Fue rechazado por su origen, vio morir a una esposa joven, enfermar gravemente a un hijo, marchitarse una carrera profesional prometedora y pasar los años cayendo en un remolino de tristeza, todo ello con cara de asombro, absurdamente convencido de que debía de tratarse de un descomunal error.

Sus manos grandes, casi campesinas, salvaron vidas, curaron enfermedades de toda clase, llevaron esperanza a familias que la habían perdido, siempre con el ejercicio de una medicina casi artesanal, de visita con maletín, de asistencia en mitad de la noche, de conversación al lado del lecho, de vaso de vino en la cocina y de presentes de la tierra y de la mar para agradecer cumplidamente con lo que los pacientes o sus familiares reputaban más valioso: el fruto de su trabajo.

Nunca llegó a asentarse, empujado a cambios de residencia por exigencias de un guión con deje de tragedia. De una costa a otra, de la costa al río, del río a la montaña, de la montaña a la costa de nuevo desde donde finalmente se alejó para siempre.

Quienes lo conocimos y quisimos aprendimos quizá tarde que no se puede juzgar: sólo cuando lo recuperamos, después de muchos años tristemente irrecuperables, supimos que tal vez en su vida habíamos asistido al devenir de la nuestra.

Fiaño se ha ido sin conocer la felicidad. Siempre faltó algo, un padre, una amante, más calor, otra suerte. Hace unos días, cuando le dábamos tierra y hasta el cielo le decía adiós desatando una furia desmedida, los que lo conocimos y quisimos estábamos con él sin poder evitar imaginar que desde algún lugar estaría observando el oficio con cara de asombro, con la absoluta certeza de que todo era un error descomunal.