miércoles, 20 de octubre de 2010

Sueños

El hombre empezó a creer en el más allá la primera vez que soñó. Individuos de su tribu que él sabía fallecidos se le aparecían en sueños y le hablaban. Al despertar, no estaban. A falta de otra explicación, el hombre concluyó que había otra vida desconocida para él en la que sus muertos seguían viviendo y desde la que se comunicaban con los del más acá, mientras éstos dormían, en un sistema de referencias igualmente ignoto: nada era tan firme y predecible como en la vigilia, las identidades se confundían, el tiempo no era lineal, las situaciones, inverosímiles. La muerte, por tanto, no era algo tan terrible porque no era definitiva.

Así, los sueños fueron nuestro primer escudo contra el infortunio, el refugio primigenio frente a un mundo poco acogedor, lleno de amenazas, peligroso y hostil. Con el paso de no mucho tiempo, la otra vida perdió su vinculación con ellos, se independizó de toda actividad humana y ganó una autonomía absoluta, convirtiéndose en el club privado de sacerdotes, brujos y chamanes, únicos intermediarios entre los dos mundos.

Pero el hombre no se resignó a perder el control de sus sueños ni del papel que éstos desempeñaban como protección y cobijo. Empezó a fabricarlos despierto contando historias. Sucesos tan humanos como la guerra o pasiones como el amor se convertían en leyendas o cuentos tan caprichosos como los sueños mismos. Los dioses se mezclaban con él en una convivencia inverosímil; las tentaciones se convertían en sirenas; los animales se transmutaban: caballos con cuernos, águilas con cuerpo de león, hombres con cabeza de chacal… Los puentes con la otra realidad se rehicieron a base de cuentos.

Hoy vivimos un tiempo negro en el que las referencias en que se anclaba la vida de nuestros abuelos se desvanecen, dejando un vacío en el que la falta de certidumbres y el vértigo de un futuro inseguro nos aboca a un miedo permanente e impreciso, a la sensación de estar a merced de unas fuerzas que presentimos pero no vemos y mucho menos controlamos. Pero mientras tratamos de transformar este entorno que nos atemoriza, sigamos contando historias, construyamos cuento a cuento nuevas utopías como diseños en las nubes, esquemas luminosos del mundo que queremos, proyecciones de los sueños que siempre han querido robarnos.

jueves, 16 de septiembre de 2010

May

May es una hermosa mulata dominicana que trabaja como camarera en una cervecería del barrio. Lleva ya unos cuantos años en España. Vino embarazada hace diez, y volvió brevemente a su tierra a dejar el niño al cuidado de su familia. Con su acento caribeño y sin descolgar ni un momento su sonrisa va contando historias mientras sirve cañas, seca vasos o saca botellas del frigorífico.

Ahora está sufriendo un proceso de divorcio enconado, me cuenta. Ya van dos sobre sus jóvenes espaldas. Con esa resignación incomprensible en quien debería tener un grueso sedimento de resentimiento acumulado tras generaciones de esclavitud, explica que es ella la que está pagando los gastos del proceso, porque su (ex)marido se ha desentendido. Y, como para subrayar el acierto de su decisión, vuelve a enseñar sus blanquísimos dientes y sentencia: “lo único que quiero es perderlo de vista cuanto antes”.

Me dice que tiene abandonado a Dios, pero es que le cuesta entrar en las iglesias españolas. Son demasiado oscuras y lóbregas para su sensibilidad antillana. Por un momento se queda parada y con la mirada fija en el mostrador, probablemente viendo a través de él alguna estampa de su infancia: allá en su tierra, de vuelta del liceo, ella paraba todos los días en la iglesia, porque la de su pueblo es luminosa y está permanentemente decorada de fiesta. En los templos españoles le da la impresión que se adora a un dios diferente del suyo. No lo siente igual.

Uno escucha sus historias, las sobrepone a otras similares contadas por otros emigrantes y encuentra el mismo sustrato que sólo los detalles accesorios (la nacionalidad, la familia de cada cual, la edad, el sexo) ayudan a diferenciar… Viendo que esta gente, que vino en alas de la esperanza de unas oportunidades que su país les negaba, sólo puede poner voz a la frustración y el desengaño, uno se pregunta si realmente merece la pena el viaje. Porque al final, salvando las remesas, es el mismo desperdicio de una vida en la monotonía de los días de trabajo y renuncia, de inseguridad permanente, con las privaciones añadidas por la distancia: la separación de los hijos, la pérdida de las redes sociales de pertenencia y protección…

A May le gustaría traerse su pueblo de allá, con sus sancochos, sus asopaos y sus picaderas; con sus bachatas y merengues; con sus amigas del liceo, sus padres y su hijo; y con la iglesia de luz y flores donde se encontraba a diario con su diosito.

Yo la escucho atento y la interrumpo para pedirle otro vino. “Claro, miamol”, me contesta sonriendo. Y después, sigue hablando.

viernes, 3 de septiembre de 2010

La noche de los tiempos

Terminé las casi mil páginas de La noche de los tiempos de Muñoz Molina y me quedé con ganas de otras mil en las que enterarme del destino de Ignacio Abel y Judith Biely. Su separación, después de una última noche inesperada por improbable, deja al lector sumido en la misma melancolía que al personaje.

La historia de un amor infinito pero adúltero en el Madrid de los meses que preceden al golpe de estado del 36 y de los inmediatamente posteriores, con el enemigo ya a las puertas, tiene la verosimilitud que le contagia la detallada y perfecta recreación del ambiente de la capital desquiciada, enloquecida, con los extremistas de ambos bandos imponiendo su ley de sangre y venganza.

No cuesta nada reconocerse en el arquitecto Ignacio Abel, socialista ilustrado al estilo de Fernando de los Ríos, Besteiro o Negrín, tan ajeno a las soflamas revolucionarias de muchos de sus correligionarios como a la tradición beatona y mediocre de su familia política. Tampoco Judith resulta extraña en el verano del 36, como lo habría parecido sólo cuatro o cinco años más tarde en el mismo escenario, cuando la ciudad se había hundido ya en la negrura cavernaria de la dictadura. La joven americana, recalando en España en el curso de un largo viaje por la Europa de entreguerras, llega empujada por la marea de la Historia, que se apresta a abrir un tiempo nuevo nacido de la guerra más cruel conocida hasta entonces.

En ese entorno se enamoran Ignacio y Judith cercando con su pasión un pequeño universo en el que cada uno escapa de algo: él de una familia que no está a su altura y de la locura que se ha enseñoreado de Europa y España; ella de un pasado de miseria y de errores. A través del romance se vislumbra la colisión de dos mundos: el del amor luminoso sin trabas y el del camisón a oscuras; el de la sociedad libre americana y el de la todavía campesina España del la que la República lucha por salir…

Todo es sin embargo premonición de desastre y descalabro: la guerra civil se desatará separando también a Ignacio y Judith en una patética sincronía. En la vorágine de los días previos al levantamiento comprendemos que es el egoísmo de él el que ha llevado su amor a un callejón sin salida, el que pone en las manos de Judith el billete de vuelta a Nueva York.

Y es que de eso se trata: el amor empieza a morir cuando la mirada deja de dirigirse al otro para tornar a uno mismo, cuando desaparece la voluntad de entrega bajo la demanda imperiosa del placer ya aprendido, cuando se deja de ser uno para volver a ser dos.

jueves, 12 de agosto de 2010

Por morir una golondrina

Salió Carlos do Carmo al escenario de los jardines de Sabatini y un soplo del océano que besa el Tajo recorrió las gradas. En la noche tórrida, suspendido el tiempo en ese punto inverosímil en que las cuerdas están a punto de sonar, sólo se percibía en el silencio profundo el aleteo leve de los abanicos. El sobrio decorado encuadraba a espaldas del artista el Palacio Real, severo y pesado como un monumento portugués.

Do Carmo nos regaló la versión más desnuda del fado, la genuina: guitarra, viola, bajo y voz, con la gravedad del luto canónico de músicos y cantor, de traje riguroso éste, aquéllos de no menos negro atuendo ligero. Ni una concesión cromática que distraiga del lamento resignado del fado, que entorpezca la comunión entre el público y el fadista. Él lo dijo: para que haya fado tienen que encontrarse la música, la voz y el oyente atento; tocar, cantar o escuchar mal hacen el fado imposible.

Su voz ofrece todos los timbres del buen fadista. Pareciera que da forma acústica a un plano de la Alfama y que paseamos por sus calles estrechas de la mano de sus adustos matices.

Carlos do Carmo me acompaña desde hace muchos años. La primera vez que lo escuché fue hace casi treinta. Era una Semana Santa y un grupo de amigos –tres parejas–, el perro de uno de ellos y mi gata nos fuimos a pasar esos días a una aldea perdida de Orense, encerrados en un caserón del que apenas salimos. La lluvia incesante nos tenía casi prisioneros, de manera que sólo nos aventurábamos a ir a un colmado cercano para solucionar problemas de intendencia. A falta de cosa mejor que hacer, repartimos el tiempo de la semana en dos tareas: leer y componer un rompecabezas de cinco mil piezas. También tuvimos que asegurarnos de que el perro y la gata no se mataran. En un viejo tocadiscos sonaban permanentemente los cuatro o cinco elepés que había en la casa. Uno de ellos era de Carlos do Carmo y, en mi percepción, fue el que más sonó, especialmente el fado que más me gustaba: “Por morrer uma andorinha” (Por morir una golondrina). Me pareció entonces, y sigo pensándolo ahora, que la letra de Joaquim Frederico de Brito era un intento de encontrar esperanza donde sólo se puede hallar desazón y amargura, pues ninguna herida del corazón llega a cicatrizar para siempre.

En aquellos días de cielo gris y fado viví el principio de un desamor, pero también la esperanza de un amor nuevo. Fue una sensación de contornos difusos, una vaga premonición que no tenía rostro, pero no por ello menos firme. Una tristeza de pérdida, imprecisa pero constante, lo tocaba todo: las piezas del rompecabezas, el fondo de laúd de la guitarra portuguesa, la propia vieja casona en la que todo sucedía.

Así que en mi memoria aquella Semana Santa evoca varias melancolías: la de los fados de Carlo do Carmo, la lluvia que un cielo de plomo no dejó de llorar y un amor moribundo.

El otro día, mientras escuchaba a Carlos do Carmo desgranar sus fados con el magisterio de los grandes, recordé aquella semana. Y miraba el Palacio Real al fondo, enmarcado por el decorado rectangular, y lo imaginaba dividido en cinco mil pedacitos como motivo de un rompecabezas, y pensaba en reconstruirlo con paciencia, y fantaseaba con hacerlo con mis amigos, y que mi gata negra corría por los tejados fundiéndose con la noche, y no había pérdida ni tristeza ni lluvia, y nada malo era posible ya que la primavera no se acaba porque muera una golondrina.

domingo, 20 de junio de 2010

Saramago

Llegué a Saramago relativamente tarde. En un viaje a Lisboa me compré unos cuantos libros (tengo la fortuna de leer portugués) entre los que estaba su Memorial do convento, que ahora tengo ante mis ojos mientras escribo: vigésima edición de 1990, en rústica, de Caminho (O campo da palavra), la historia conmovedora y mágica de Baltasar y Blimunda en los años de la construcción del convento de Mafra. Leo y traduzco el resumen de la obra en la tapa posterior:
Érase una vez un rey que prometió levantar un convento en Mafra. Érase una vez la gente que construyó ese convento. Érase una vez un soldado manco y una mujer que tenía poderes. Érase una vez un cura que quería volar y murió loco. Érase una vez.

La fuerza de la narración, la originalidad del estilo y la riqueza del vocabulario me llevaron a iniciar con la editorial una larga relación durante la que fui recibiendo por correo muchas de sus obras: Viagem a Portugal, O ano da morte de Ricardo Reis, Historia do cerco de Lisboa, Objecto quase, O evangelho segundo Jesus Cristo, Ensaio sobre a cegueira, Todos os nomes, Ensaio sobre a lucidez, A caverna.

A pesar de que ahora ya me he acostumbrado, recuerdo la dificultad inicial que planteaba su estilo, su particular uso de los signos de puntuación, los diálogos no marcados con guión o comillas, sino con mayúscula inicial -así, de repente, sin anunciar qué voz era la que irrumpía en el párrafo en el que aparecía embebida-, la sobriedad en el uso de los adjetivos, la longitud de las oraciones, con subordinadas invasivas que enredan la redacción sin oscurecer su sentido, la aparición inesperada del estilo directo en medio del libre, o viceversa... O la ausencia de nombres en el Ensaio sobre a cegueira, donde los personajes se nombran con apelativos (el primer ciego, la mujer del primer ciego, la muchacha de las gafas oscuras, la mujer del médico, el chiquillo estrábico…) que los identifican. Fue la originalidad de sus estilo la que me cautivó en un primer momento.

Después vino el descubrimiento gozoso del contexto que tejían sus novelas y relatos, un universo de personajes débiles, perdedores de una lucha que nunca eligieron, víctimas de una injusticia primordial que tiene su asiento en la violencia y en esas condiciones llevan una existencia de dignidad no resignada, desheredados que miran con asombro un mundo desigual en el que sólo se tienen a sí mismos. Es la misma entereza moral sostenida en un entorno adverso con que Greene o le Carré cimientan sus universos narrativos y que evoca en nosotros inocencias ya perdidas.

Se van poco a poco los grandes. La muerte de Saramago nos deja no sólo sin el escritor excelente, sino también sin el ejemplo de vida que supo darnos. Sin la voz de Saramago seremos más ciegos en un mundo más oscuro.

jueves, 17 de junio de 2010

Brodeck

Hace unos días, al poco de terminar de leer El informe de Brodeck, de Philippe Claudel, me encontré por casualidad en un trabajo académico con la confidencia que Valle-Inclán, harto de que la Administración hiciera oídos sordos a sus propuestas, hacía a su entrevistador sobre su dimisión como Conservador General del Patrimonio Artístico Nacional tras un año en el cargo. “A mí me declararon inquilino de las nubes”, decía el escritor para explicar el limbo en que se desarrollaba su trabajo. Qué hermosa expresión, pensé, y cómo conviene a Brodeck, otro exiliado por elevación de la aldea en la que vive.

En la obra las referencias temporales y espaciales son indirectas, de forma que es sólo a través de las analogías y el contexto geográfico, lingüístico y sociológico que Claudel describe detallado en los elementos pero difuso en el conjunto, como el lector se sitúa en algún momento inmediatamente posterior al final de la Segunda Guerra Mundial, probablemente en algún pueblo de los Alpes austríacos. Esta indefinición contribuye a dar a la novela un incontestable aire de fábula.

La conjunción de la inteligente trama, de carácter policíaco, y el desbarajuste moral del nazismo y la guerra permiten a Claudel situarnos ante un mosaico de las pasiones más bajas, pero también de las mejores del ser humano. Racismo, odio, intolerancia, crueldad, rencor, traición, ruindad… desfilan junto al amor, la ternura, el perdón y la amistad. Pero sobre todo, en la novela pesa el silencio, un silencio envolvente, opresivo, en el que el pueblo se entierra para no hacer frente a su remordimiento.

Brodeck es un judío que llegó al pueblo huyendo de un progrom, fue entregado por sus vecinos al invasor nazi, vivió el horror de un campo de concentración del que salió vivo a costa de desprenderse de todo lo humano que había en él, y ahora, como el hombre letrado de la aldea, es el encargado de escribir un informe sobre la misteriosa muerte del Otro (Der Anderer), como él, extranjero; como él, incómodo a los vecinos porque los enfrenta a su miseria.

La novela inquieta porque habla al lector de sus debilidades, de la fragilidad de sus soportes y del orden en el que vive. A medida que avanza su lectura, aumenta la sensación de inestabilidad y las dudas sobre la firmeza del suelo que pisamos. Cualquier accidente puede acabar con la armonía de la convivencia, convertir al vecino en delator, al militar en asesino, al amigo en traidor. Sólo las palabras pueden redimirnos, las que línea a línea van escribiendo el informe que todo lo explica, el que nos baja a tierra firme y nos congracia con el otro. Ni siquiera el silencio es la respuesta porque el silencio nos hace inquilinos de las nubes.

sábado, 12 de junio de 2010

Tolos

En los años de mi infancia y primera adolescencia había en mi pueblo una pobre mujer, probablemente mongólica –no puedo asegurarlo–, que tenía una hija. La infeliz padecía obesidad mórbida, tenía una barba tal que la obligaba a afeitarse a diario y era claramente subnormal. Conservaba pocos dientes, lo que se podía comprobar porque siempre sonreía estúpidamente cuando paseaba por la alameda. Los chiquillos, y los no tan chiquillos, la acosaban a distancia gritando su nombre: “¡Finaaaa! ¡Finocaaaa!”. Al parecer, se dedicaba a aliviar las calenturas de los marineros que recalaban en nuestro puerto, acumuladas tras meses de dura travesía. En una de ésas se quedó embarazada de su única hija. Sólo vi a la criatura en una ocasión: la desgraciada era un reproducción fiel de su madre: obesa, torpe, bigotuda, apocada, desafortunada.

Teníamos más heterodoxos: Tucho, un demente irascible y esquinado que se revolvía agresivo ante nuestros pullazos inmisericordes como sólo los de unos adolescentes estúpidos pueden ser. Luciano, el homosexual oficial del pueblo, vendedor ambulante de lotería, precursor visionario que imprimía en sus talonarios de participaciones su fotografía: el rostro sonriente bajo un sombrero Borsalino. Era una fiesta cada vez que se subía al trolebús y se sentaba al lado de alguno de nosotros. Atiplaba la voz para poner su mano en nuestros muslos y hacernos proposiciones que rechazábamos entre risas, tal vez un poco azorados, pero divertidos. Adonis, un hombre errante, fumador empedernido de dedos amarillos por la nicotina, con su gabardina en invierno y verano, cargando con Dios sabe qué trágica historia de hundimiento y exclusión: nos había llegado el rumor de que procedía de una familia acaudalada de la que había sido expulsado por oscuras razones que desconocíamos pero no teníamos reparo en tejer: un desengaño, una traición, tal vez un homicidio…

Con todos ellos convivíamos, a todos los apreciábamos como un elemento más de la comunidad en la que crecíamos. En el complejo proceso del aprendizaje y la maduración, nuestros locos nos enseñaban que no es tan difícil descarrilar, que ser extranjero en el universo de la normalidad está al alcance de cualquiera. Hoy sé que su presencia en los primeros años de mi vida me ayudó no sólo a ubicar el límite, sino a construir la misma idea del límite.

Recuerdo a menudo a los desequilibrados de mi infancia. En los ya muchos años que han pasado desde entonces los he reconocido en otros locos, “tolos” como los llamamos en mi tierra. Mil veces he vuelto a sentir sus miradas alucinadas pero tiernas, sus sonrisas tontas, sus explosiones de agresividad…

Y si tuviera que dar cuenta de mis gratitudes, nunca podría obviar las debidas a Finoca, Luciano, Tucho o Adonis porque todos ellos me enseñaron que la vida es frágil como las alas de una mariposa, que el camino está plagado de trampas, que es tan fácil caer como continuar, que sólo nuestra soberbia nos lleva a proclamarnos dueños de nuestro destino.

domingo, 11 de abril de 2010

Marisqueiras

En mi ruta diaria hacia el colegio bordeaba el mar entre Pontevedra y Marín. Dos veces: una por la mañana y otra por la tarde. Con la bajamar y en los meses de temporada, las marisqueiras moteaban el arenal que el mar dejaba al descubierto y, armadas de balde y sacho, hurgaban encorvadas en busca de almejas. Aunque con seguridad las veía cuando el ciclo de las mareas lo permitía (ciertos días en el viaje matinal, otros por la tarde, los demás, al coincidir con la pleamar, no estaban) me parece recordarlas siempre por la mañana, con el sol a mi espalda alargando sus sombras hacia la bocana de la ría y comenzando a calentar el aire húmedo y frío. Era de ver: decenas de ellas aplicadas como hormigas, hundiendo sus minúsculos azadones en la arena húmeda entre las algas verdosas, dando la espalda al trolebús y a nuestras miradas infantiles.

Todo entonces estaba vinculado al mar. Un par de kilómetros más adelante, las redes se amontonaban en Cantoarena, a la vera de la lonja antigua, esperando ser retejidas por las redeiras con sus agujas de madera al ritmo hogareño de la calceta que despertaba en mí el mismo asombro: sin saber cómo, de sus rápidos movimientos, salía un aparejo nuevo, con sus losanges redivivos.

A la altura del astillero de Estribela, casi enfrente de la vieja fábrica de hielo, las dornas comenzaban la jornada cargadas de nasas, con sus remos chirriando monótonamente sobre los toletes, enfilando perezosas el ancho de la ría. Y llegando al final del trayecto, el puerto comercial se abría a la derecha antes de llagar a la Escuela Naval. Allí atracaban abarloados los pesqueros de mayor tamaño, cargueros y algún que otro frigorífico. Eran los tiempos de la industria naval incipiente, cuando todavía podíamos entrar en los muelles a pescar, a pasear o a jugar.

Hoy el puerto comercial, como un tumor que se extiende sin cesar, lo ha ocupado todo: los astilleros, la vieja lonja, los primeros bajíos de Placeres. Como si alargara el brazo en un intento desesperado de alcanzarla, avanza lento hacia la factoría de celulosa. Y pienso en lo que dentro de cuarenta años rememorarán los chiquillos que hoy hagan el mismo trayecto que yo: en vez de trolebuses, autobuses de gasóleo; en vez de admirar el espectáculo de las marisqueiras, se entretendrán con vídeos infantiles; donde había montes de redes, sólo verán naves industriales.

Y todo es pérdida sobre pérdida: mis astilleros fueron las playas de mis abuelos; mi puerto comercial, su muelle de pescadores; mis sinsabores, sus sueños.

domingo, 14 de marzo de 2010

El cazador

Asocio a Delibes con dos mojones en mi memoria. El primero tiene que ver con su libro El otro fútbol. Tenía un ejemplar de Destino que vagó por mi librería durante años sin que lo leyera. Ocasionalmente reparaba en él y reaccionaba como ante un objeto más de la habitación, sin relacionarlo con la lectura. Hay libros así: los compramos, los ponemos en el anaquel de los pendientes, se mudan con nosotros de casa, de ciudad, de compañía… y no llegamos a abrirlos jamás. O los abrimos después de muchos años como fue el caso de éste. Creo que acabé leyéndolo casi por compasión: a base de tropezármelo alimenté una incómoda sensación de culpabilidad, poco a poco fui contrayendo una deuda, no con el autor, sino con la obra a la que consideraba afrentada por la interminable retahíla de libros que entraban y salían de la estantería de los legendi. Era como esos reclusos sin esperanza de libertad que ven entrar y salir a otros a lo largo de su condena.

El otro es su Mujer de rojo sobre fondo gris. También se me resistió, si bien no tanto como el anterior. Simplemente sufrió la demora propia de un atasco de lectura mayor que el habitual y que hace que la hilera de los volúmenes que esperan se expanda y contraiga como un fuelle. La novela es una bellísima, melancólica y tierna evocación que de su mujer muerta hace un pintor de provincias. Algunos detalles del relato, entre los que no es el menor el nombre de ella (Ana, una mujer que “con su sola presencia aligeraba la pesadumbre de vivir”) me recordaron vivamente a mi madre: el contexto sociológico y familiar, la muerte prematura, el desconcierto del esposo… Con cada relectura se afianza la asociación.

Pero hay también otras lecturas que hoy vienen a mi memoria. De El hereje guardo la lección de Cipriano Salcedo, catedrático como el don Gregorio de A lingua das bolboretas de la dignidad y la libertad de conciencia, mantenida en ambos casos en sus últimos paseos bajo la bronca de una multitud enloquecida por el odio y el miedo: el del comerciante pucelano a lomos de una borriquilla camino de la hoguera, el del maestro republicano en la cuerda de presos que acabarían pudriéndose en prisión o fusilados.

Cinco horas con Mario, obra mayor, y Los Santos Inocentes dan ejemplos de personaje fagocitado por el actor: imposible imaginar otro Azarías que Paco Rabal, u olvidar la memorable interpretación de Menchu Sotillo que Lola Herrera nos regaló y tuve la fortuna de ver cuando se estrenó la obra.

Ahora que Delibes se ha ido compruebo, al repasar su biografía repetida como en un juego de espejos por todos los medios y calcular sumas y diferencias de fechas, tejiendo de nuevo la historia, que compartió destino con mi abuelo en el crucero Canarias, en cuya tripulación coincidieron durante un tiempo: él un jovencito voluntario de tierra adentro, mi abuelo un suboficial relativamente veterano quince años mayor que él. ¿Habría una relación directa entre ellos? ¿Habrán pertenecido a la misma unidad? ¿Se conocieron, hablaron? Quién sabe, tal vez en algún momento de mi vida, a través de los jirones de memoria de mi abuelo, el viejo cazador que escribía me contó historias de la áspera Castilla que nadie como él navegó.

sábado, 13 de febrero de 2010

Pila

La última vez que vi a mi tía Pila era ya muy anciana. Pasé un par de horas con ella en su casa un doce de octubre, día de su santo, el último de su vida. Había ido a felicitarla porque ese año se encontraba sola. En la calle llovía a mares. A pesar de su edad avanzada, mantenía una notable claridad de mente que hacía la conversación fluida y ágil. Su discurso tenía un sustrato melancólico que lo impregnaba todo: recuerdos, juicios, descripciones, consejos, advertencias y lamentaciones. De siempre había sido así: tanto la herencia emocional de su familia como su origen gallego contribuían a que su carácter, e incluso su semblante o su forma de andar, estuvieran presididos por una vaga pesadumbre que difuminaba hasta los momentos más alegres envolviéndolos en una bruma atlántica de tristeza indefinida. Un marido fusilado en los primeros días de la Guerra Civil que la convirtió en joven madre viuda de un hijo de sólo dos años acentuó la tendencia.

No conservo un recuerdo nítido de lo conversado, que seguramente saltaría de un tema a otro sin sentido alguno de la continuidad, excepto de un pasaje que se quedó fijado en mi memoria por sabe Dios qué extraña razón. Como era habitual en sus monólogos, llegaba un momento en que parecía recapitular con una especie de colofón que expresaba brevemente una opinión sobre la vida o sobre el paso implacable del tiempo. Generalmente se trataba de una queja retórica sobre lo rápido que pasan los años, o lo doloroso que resulta perder a los seres queridos, o algo por el estilo. En aquella ocasión, sin embargo, algo me dijo que me encontraba ante una excepción. Tal vez, sintiendo cercana la muerte que ya le acechaba, mi tía Pila se esforzaba por resumir en una frase concisa todo el pesar que le producía la vejez. O quizá asistía a un fogonazo súbito de clarividencia que la llevaba a un nivel de conocimiento inaccesible a los demás. Cuando yo creía que me esperaba una declaración ordinaria, Pila se sumió en un trance fugaz, me miró fijamente y me dijo: ¡Qué triste es todo!

Así, pensé, que de eso se trata: envejecer no es doloroso sino triste, la vida no es simplemente una sucesión de episodios que alternan la felicidad y la aflicción. El balance final no es otro que la tristeza: la que produce comprobar que, salgamos como salgamos de los muchos conflictos en los que nos vemos involucrados, siempre resultamos perdedores porque estamos condenados a desaparecer. Y también comprobé que esta es una ley universal, que no reza para algunos, sino para todos.

Recuerdo con frecuencia aquella conversación. Utilizo sus enseñanzas para amortiguar el dolor de los sinsabores que me procura la vida y para aquilatar sus satisfacciones dándoles la importancia que de verdad tienen. ¿Hasta qué punto puedo recrearme en el amor correspondido? ¿Y hasta cuál puedo dolerme del rechazado?

Al final quedará lo que Pila me dijo en aquel momento de conocimiento superior: nacemos, albergamos ilusiones mientras somos ignorantes, somos felices o infelices durante un breve lapso, después esperamos resignados a la muerte, finalmente nos vamos para siempre. Todo es, efectivamente, muy triste.

domingo, 7 de febrero de 2010

Nico

Nico llegó a España hace tres años. Una conjunción de azares hizo que el permiso de trabajo que las autoridades habían concedido a nombre de su hermana terminara, contra su deseo, en sus manos. Sin saber cómo, el documento, por el que tantos compatriotas habrían matado, fue rechazado, por una u otra razón, por todas las mujeres de la casa: cuál porque daba pecho a un recién nacido, cuál porque no era autorizada por su marido, y así una tras otra. Nico, que era casi una madre niña, tuvo que dejar a sus dos hijos al cuidado de la suya para que toda la familia pudiera aprovechar el inesperado premio de un lugar en el paraíso europeo.

Durante estos tres años, en los que consiguió una prórroga del permiso que con toda seguridad le valdrá la nacionalidad dentro de otros cinco, ha trabajado cuidando niños, cuidando ancianos, como dependienta, como camarera… siempre con la misma sonrisa inocente con la que despegó de Guayaquil tras despedirse de sus dos chiquillos, el más pequeño de los cuales estaba recién destetado.

Nico no entiende este país, ni a su gente. Las pautas de comportamiento le resultan ajenas; la burocracia administrativa que enreda a los extranjeros, incomprensible; el modo de vida, desasosegante. Ha ido apilando, con la paciencia de los pueblos indígenas, motivos para el descontento. También ha descubierto muchas cosas que no le gustan, como la música orquestal, porque era la que sonaba en su vuelo durante el despegue y el aterrizaje, de forma que se entristece cuando la escucha y su rostro de niña se contrae dolorido al recordar la puñalada de la separación.

Se mueve en el mundo cerrado de la comunidad inmigrante, en la que la vida es especialmente dura: no faltan los odios, las envidias, los robos, la violencia, la inseguridad. Tampoco las mezquindades que siempre acompañan a la precariedad: las despensas divididas, la insolidaridad y las pequeñas traiciones domésticas. Así que el anhelo de Nico es otro: ella no suspira por quedarse, sino por volver. Todos los días se levanta sintiendo la llamada de los suyos, añorando el amparo de su madre, oyendo la voz de sus hijos. Sus amigos le aconsejan que se lo piense, le recuerdan lo difícil que es sobrevivir en Ecuador, lo mucho que sus hijos necesitan sus remesas mensuales. Pero Nico cree que podrá salir adelante en su pueblo natal, allá en la costa del Pacífico. Y, poco a poco, llevada por una fuerza creciente, está preparando su regreso en una especie de sueño invertido: aquél en el que el edén y el infierno se truecan, en el que el fin del viaje está en el puerto de salida.

domingo, 24 de enero de 2010

Iglesia

A un obispo recién asignado a una nueva diócesis le parece que la pobreza espiritual de nuestra sociedad materialista es un mal mayor que la muerte de varias decenas de miles de personas por un terremoto devastador. Su superior equipara el divorcio al repudio, responsabilizándolo de la grave situación de la familia en Europa. En África, el superior de su superior opina que sólo se puede luchar eficazmente contra el sida mediante una renovación espiritual de la sexualidad. El dislate del celibato estalla en forma de paidofilia crónica que los dicasterios tratan de ocultar. Y uno no puede dejar de preguntarse ante tanta barbaridad en qué momento la Iglesia perdió el contacto con la realidad, cuándo empezó a embotarse aquella sensibilidad que le permitía sentarse en la mesa camilla de nuestro cuarto de estar como uno más de la familia, qué fue de aquella sensación de cercanía que sucedió al Vaticano II, cómo ha podido pasar de Juan XXIII, el Papa bueno, a Benedicto XVI, el inquisidor de la Congregación, de la Iglesia amable de la caridad y la preocupación social a la antipática de la represión y el discurso fundamentalista.

Es cierto que la occidental es una sociedad en la que la mejora de las condiciones materiales de vida es la prioridad de los ciudadanos. Pero es que de eso se trataba: de dejar atrás las privaciones, las desigualdades y la dependencia de circunstancias sobre las que no se tenía capacidad de intervención. Y no es cierto que esto haya ido acompañado de un empobrecimiento espiritual. Los que tenemos bastantes años recordamos muy bien el marco moral de la sociedad de nuestra infancia y juventud, y también era susceptible de crítica, sobre todo en España. Cuando el obispo y su superior y el superior de su superior nos dicen que somos más pobres de espíritu se están lamentando de lo que de verdad ha sucedido: que su influencia ha decaído y su rebaño se ha reducido. Se han perdido valores: los suyos. Pero se han ganado otros, como demuestra la marea de solidaridad que ha desatado ese terremoto devastador que, al decir de Monseñor, no es tan grave como nuestra ceguera moral.

domingo, 17 de enero de 2010

Injusticia

Mi relación con la injusticia ha sido tradicionalmente tensa. Siempre he preferido el desorden, con permiso del viejo romántico teutón. Hasta donde puedo recordar me viene de antiguo, tal vez por la influencia de una educación católica postconciliar en la que la justicia social tenía un asiento preferente. Al contrario que mis padres, que crecieron con el discurso de la Iglesia triunfante, yo vine al mundo de la razón, a pesar de la contradicción, arropado por los vientos de renovación de la Iglesia militante, vencedora por fin en el Vaticano II, con sus curas en clergyman bebiendo vinos con los hombres del siglo, renegando de la tonsura, abrazando algunos de ellos causas revolucionarias, seducidos por evangelio marxista, entregados a una nueva interpretación de la caridad.

Sucede que siempre me he encontrado bien en la cómoda posición de observador, bien en la de víctima. Con respecto a la primera, todos lo somos en un mundo en el que la fortuna se reparte de forma tan despareja como el infortunio, asperjados la una y el otro por el caprichoso hisopo del azar del nacimiento. Cuánto dolor ahorra la familia, el país, el sexo o la educación adecuados, elementos sobre los que no tenemos más control que sobre la órbita de los planetas.

Como víctima, sin embargo, debo decir que resulto un ejemplar pobre. No me atrevería a reclamar tal timbre a la vista de quienes pueden exigirlo con mayor derecho: pueblos enteros, generaciones, clases subyugadas ayer, hoy y siempre, en quienes la naturalidad del maltrato está tan arraigada, tan incrustada en sus claves de interpretación del mundo, que cualquier atisbo de liberación es saludado, de entrada, con una sonrisa torcida de escepticismo.

He saboreado también, aunque poco, el acíbar de la injusticia activa, la desazón de comprobar que, teniendo la capacidad de determinar la suerte de otro, he terminado optando por la decisión que causa más dolor inmerecido, la que hiere gratuitamente, la que me coloca al cabo de una frase, de una firma o de un gesto en el peldaño más bajo de la miseria moral. Y a fin de cuentas, en el juego de los balances pesa más el sufrimiento causado que el recibido.

Al parecer forma parte de una determinada manera de entender la madurez, personal o profesional, la capacidad de abstraerse del malestar ajeno y una acusada facilidad para la abstracción, cuando no la castración, emocional. Tal vez sea así, pero en tal caso renuncio a la modernidad. Me quedo con la sonrisa entregada, con el desinterés en el trato personal, con la preferencia de las condiciones personales sobre las sociales, con el amor porque sí, porque a mí me da la gana, porque no hay nada mejor, porque mi trato con el otro esté amparado por un descargo de responsabilidad de forma que la única que me ate sea la de no hacer daño.