jueves, 12 de agosto de 2010

Por morir una golondrina

Salió Carlos do Carmo al escenario de los jardines de Sabatini y un soplo del océano que besa el Tajo recorrió las gradas. En la noche tórrida, suspendido el tiempo en ese punto inverosímil en que las cuerdas están a punto de sonar, sólo se percibía en el silencio profundo el aleteo leve de los abanicos. El sobrio decorado encuadraba a espaldas del artista el Palacio Real, severo y pesado como un monumento portugués.

Do Carmo nos regaló la versión más desnuda del fado, la genuina: guitarra, viola, bajo y voz, con la gravedad del luto canónico de músicos y cantor, de traje riguroso éste, aquéllos de no menos negro atuendo ligero. Ni una concesión cromática que distraiga del lamento resignado del fado, que entorpezca la comunión entre el público y el fadista. Él lo dijo: para que haya fado tienen que encontrarse la música, la voz y el oyente atento; tocar, cantar o escuchar mal hacen el fado imposible.

Su voz ofrece todos los timbres del buen fadista. Pareciera que da forma acústica a un plano de la Alfama y que paseamos por sus calles estrechas de la mano de sus adustos matices.

Carlos do Carmo me acompaña desde hace muchos años. La primera vez que lo escuché fue hace casi treinta. Era una Semana Santa y un grupo de amigos –tres parejas–, el perro de uno de ellos y mi gata nos fuimos a pasar esos días a una aldea perdida de Orense, encerrados en un caserón del que apenas salimos. La lluvia incesante nos tenía casi prisioneros, de manera que sólo nos aventurábamos a ir a un colmado cercano para solucionar problemas de intendencia. A falta de cosa mejor que hacer, repartimos el tiempo de la semana en dos tareas: leer y componer un rompecabezas de cinco mil piezas. También tuvimos que asegurarnos de que el perro y la gata no se mataran. En un viejo tocadiscos sonaban permanentemente los cuatro o cinco elepés que había en la casa. Uno de ellos era de Carlos do Carmo y, en mi percepción, fue el que más sonó, especialmente el fado que más me gustaba: “Por morrer uma andorinha” (Por morir una golondrina). Me pareció entonces, y sigo pensándolo ahora, que la letra de Joaquim Frederico de Brito era un intento de encontrar esperanza donde sólo se puede hallar desazón y amargura, pues ninguna herida del corazón llega a cicatrizar para siempre.

En aquellos días de cielo gris y fado viví el principio de un desamor, pero también la esperanza de un amor nuevo. Fue una sensación de contornos difusos, una vaga premonición que no tenía rostro, pero no por ello menos firme. Una tristeza de pérdida, imprecisa pero constante, lo tocaba todo: las piezas del rompecabezas, el fondo de laúd de la guitarra portuguesa, la propia vieja casona en la que todo sucedía.

Así que en mi memoria aquella Semana Santa evoca varias melancolías: la de los fados de Carlo do Carmo, la lluvia que un cielo de plomo no dejó de llorar y un amor moribundo.

El otro día, mientras escuchaba a Carlos do Carmo desgranar sus fados con el magisterio de los grandes, recordé aquella semana. Y miraba el Palacio Real al fondo, enmarcado por el decorado rectangular, y lo imaginaba dividido en cinco mil pedacitos como motivo de un rompecabezas, y pensaba en reconstruirlo con paciencia, y fantaseaba con hacerlo con mis amigos, y que mi gata negra corría por los tejados fundiéndose con la noche, y no había pérdida ni tristeza ni lluvia, y nada malo era posible ya que la primavera no se acaba porque muera una golondrina.