domingo, 14 de marzo de 2010

El cazador

Asocio a Delibes con dos mojones en mi memoria. El primero tiene que ver con su libro El otro fútbol. Tenía un ejemplar de Destino que vagó por mi librería durante años sin que lo leyera. Ocasionalmente reparaba en él y reaccionaba como ante un objeto más de la habitación, sin relacionarlo con la lectura. Hay libros así: los compramos, los ponemos en el anaquel de los pendientes, se mudan con nosotros de casa, de ciudad, de compañía… y no llegamos a abrirlos jamás. O los abrimos después de muchos años como fue el caso de éste. Creo que acabé leyéndolo casi por compasión: a base de tropezármelo alimenté una incómoda sensación de culpabilidad, poco a poco fui contrayendo una deuda, no con el autor, sino con la obra a la que consideraba afrentada por la interminable retahíla de libros que entraban y salían de la estantería de los legendi. Era como esos reclusos sin esperanza de libertad que ven entrar y salir a otros a lo largo de su condena.

El otro es su Mujer de rojo sobre fondo gris. También se me resistió, si bien no tanto como el anterior. Simplemente sufrió la demora propia de un atasco de lectura mayor que el habitual y que hace que la hilera de los volúmenes que esperan se expanda y contraiga como un fuelle. La novela es una bellísima, melancólica y tierna evocación que de su mujer muerta hace un pintor de provincias. Algunos detalles del relato, entre los que no es el menor el nombre de ella (Ana, una mujer que “con su sola presencia aligeraba la pesadumbre de vivir”) me recordaron vivamente a mi madre: el contexto sociológico y familiar, la muerte prematura, el desconcierto del esposo… Con cada relectura se afianza la asociación.

Pero hay también otras lecturas que hoy vienen a mi memoria. De El hereje guardo la lección de Cipriano Salcedo, catedrático como el don Gregorio de A lingua das bolboretas de la dignidad y la libertad de conciencia, mantenida en ambos casos en sus últimos paseos bajo la bronca de una multitud enloquecida por el odio y el miedo: el del comerciante pucelano a lomos de una borriquilla camino de la hoguera, el del maestro republicano en la cuerda de presos que acabarían pudriéndose en prisión o fusilados.

Cinco horas con Mario, obra mayor, y Los Santos Inocentes dan ejemplos de personaje fagocitado por el actor: imposible imaginar otro Azarías que Paco Rabal, u olvidar la memorable interpretación de Menchu Sotillo que Lola Herrera nos regaló y tuve la fortuna de ver cuando se estrenó la obra.

Ahora que Delibes se ha ido compruebo, al repasar su biografía repetida como en un juego de espejos por todos los medios y calcular sumas y diferencias de fechas, tejiendo de nuevo la historia, que compartió destino con mi abuelo en el crucero Canarias, en cuya tripulación coincidieron durante un tiempo: él un jovencito voluntario de tierra adentro, mi abuelo un suboficial relativamente veterano quince años mayor que él. ¿Habría una relación directa entre ellos? ¿Habrán pertenecido a la misma unidad? ¿Se conocieron, hablaron? Quién sabe, tal vez en algún momento de mi vida, a través de los jirones de memoria de mi abuelo, el viejo cazador que escribía me contó historias de la áspera Castilla que nadie como él navegó.