domingo, 11 de abril de 2010

Marisqueiras

En mi ruta diaria hacia el colegio bordeaba el mar entre Pontevedra y Marín. Dos veces: una por la mañana y otra por la tarde. Con la bajamar y en los meses de temporada, las marisqueiras moteaban el arenal que el mar dejaba al descubierto y, armadas de balde y sacho, hurgaban encorvadas en busca de almejas. Aunque con seguridad las veía cuando el ciclo de las mareas lo permitía (ciertos días en el viaje matinal, otros por la tarde, los demás, al coincidir con la pleamar, no estaban) me parece recordarlas siempre por la mañana, con el sol a mi espalda alargando sus sombras hacia la bocana de la ría y comenzando a calentar el aire húmedo y frío. Era de ver: decenas de ellas aplicadas como hormigas, hundiendo sus minúsculos azadones en la arena húmeda entre las algas verdosas, dando la espalda al trolebús y a nuestras miradas infantiles.

Todo entonces estaba vinculado al mar. Un par de kilómetros más adelante, las redes se amontonaban en Cantoarena, a la vera de la lonja antigua, esperando ser retejidas por las redeiras con sus agujas de madera al ritmo hogareño de la calceta que despertaba en mí el mismo asombro: sin saber cómo, de sus rápidos movimientos, salía un aparejo nuevo, con sus losanges redivivos.

A la altura del astillero de Estribela, casi enfrente de la vieja fábrica de hielo, las dornas comenzaban la jornada cargadas de nasas, con sus remos chirriando monótonamente sobre los toletes, enfilando perezosas el ancho de la ría. Y llegando al final del trayecto, el puerto comercial se abría a la derecha antes de llagar a la Escuela Naval. Allí atracaban abarloados los pesqueros de mayor tamaño, cargueros y algún que otro frigorífico. Eran los tiempos de la industria naval incipiente, cuando todavía podíamos entrar en los muelles a pescar, a pasear o a jugar.

Hoy el puerto comercial, como un tumor que se extiende sin cesar, lo ha ocupado todo: los astilleros, la vieja lonja, los primeros bajíos de Placeres. Como si alargara el brazo en un intento desesperado de alcanzarla, avanza lento hacia la factoría de celulosa. Y pienso en lo que dentro de cuarenta años rememorarán los chiquillos que hoy hagan el mismo trayecto que yo: en vez de trolebuses, autobuses de gasóleo; en vez de admirar el espectáculo de las marisqueiras, se entretendrán con vídeos infantiles; donde había montes de redes, sólo verán naves industriales.

Y todo es pérdida sobre pérdida: mis astilleros fueron las playas de mis abuelos; mi puerto comercial, su muelle de pescadores; mis sinsabores, sus sueños.