domingo, 20 de junio de 2010

Saramago

Llegué a Saramago relativamente tarde. En un viaje a Lisboa me compré unos cuantos libros (tengo la fortuna de leer portugués) entre los que estaba su Memorial do convento, que ahora tengo ante mis ojos mientras escribo: vigésima edición de 1990, en rústica, de Caminho (O campo da palavra), la historia conmovedora y mágica de Baltasar y Blimunda en los años de la construcción del convento de Mafra. Leo y traduzco el resumen de la obra en la tapa posterior:
Érase una vez un rey que prometió levantar un convento en Mafra. Érase una vez la gente que construyó ese convento. Érase una vez un soldado manco y una mujer que tenía poderes. Érase una vez un cura que quería volar y murió loco. Érase una vez.

La fuerza de la narración, la originalidad del estilo y la riqueza del vocabulario me llevaron a iniciar con la editorial una larga relación durante la que fui recibiendo por correo muchas de sus obras: Viagem a Portugal, O ano da morte de Ricardo Reis, Historia do cerco de Lisboa, Objecto quase, O evangelho segundo Jesus Cristo, Ensaio sobre a cegueira, Todos os nomes, Ensaio sobre a lucidez, A caverna.

A pesar de que ahora ya me he acostumbrado, recuerdo la dificultad inicial que planteaba su estilo, su particular uso de los signos de puntuación, los diálogos no marcados con guión o comillas, sino con mayúscula inicial -así, de repente, sin anunciar qué voz era la que irrumpía en el párrafo en el que aparecía embebida-, la sobriedad en el uso de los adjetivos, la longitud de las oraciones, con subordinadas invasivas que enredan la redacción sin oscurecer su sentido, la aparición inesperada del estilo directo en medio del libre, o viceversa... O la ausencia de nombres en el Ensaio sobre a cegueira, donde los personajes se nombran con apelativos (el primer ciego, la mujer del primer ciego, la muchacha de las gafas oscuras, la mujer del médico, el chiquillo estrábico…) que los identifican. Fue la originalidad de sus estilo la que me cautivó en un primer momento.

Después vino el descubrimiento gozoso del contexto que tejían sus novelas y relatos, un universo de personajes débiles, perdedores de una lucha que nunca eligieron, víctimas de una injusticia primordial que tiene su asiento en la violencia y en esas condiciones llevan una existencia de dignidad no resignada, desheredados que miran con asombro un mundo desigual en el que sólo se tienen a sí mismos. Es la misma entereza moral sostenida en un entorno adverso con que Greene o le Carré cimientan sus universos narrativos y que evoca en nosotros inocencias ya perdidas.

Se van poco a poco los grandes. La muerte de Saramago nos deja no sólo sin el escritor excelente, sino también sin el ejemplo de vida que supo darnos. Sin la voz de Saramago seremos más ciegos en un mundo más oscuro.

jueves, 17 de junio de 2010

Brodeck

Hace unos días, al poco de terminar de leer El informe de Brodeck, de Philippe Claudel, me encontré por casualidad en un trabajo académico con la confidencia que Valle-Inclán, harto de que la Administración hiciera oídos sordos a sus propuestas, hacía a su entrevistador sobre su dimisión como Conservador General del Patrimonio Artístico Nacional tras un año en el cargo. “A mí me declararon inquilino de las nubes”, decía el escritor para explicar el limbo en que se desarrollaba su trabajo. Qué hermosa expresión, pensé, y cómo conviene a Brodeck, otro exiliado por elevación de la aldea en la que vive.

En la obra las referencias temporales y espaciales son indirectas, de forma que es sólo a través de las analogías y el contexto geográfico, lingüístico y sociológico que Claudel describe detallado en los elementos pero difuso en el conjunto, como el lector se sitúa en algún momento inmediatamente posterior al final de la Segunda Guerra Mundial, probablemente en algún pueblo de los Alpes austríacos. Esta indefinición contribuye a dar a la novela un incontestable aire de fábula.

La conjunción de la inteligente trama, de carácter policíaco, y el desbarajuste moral del nazismo y la guerra permiten a Claudel situarnos ante un mosaico de las pasiones más bajas, pero también de las mejores del ser humano. Racismo, odio, intolerancia, crueldad, rencor, traición, ruindad… desfilan junto al amor, la ternura, el perdón y la amistad. Pero sobre todo, en la novela pesa el silencio, un silencio envolvente, opresivo, en el que el pueblo se entierra para no hacer frente a su remordimiento.

Brodeck es un judío que llegó al pueblo huyendo de un progrom, fue entregado por sus vecinos al invasor nazi, vivió el horror de un campo de concentración del que salió vivo a costa de desprenderse de todo lo humano que había en él, y ahora, como el hombre letrado de la aldea, es el encargado de escribir un informe sobre la misteriosa muerte del Otro (Der Anderer), como él, extranjero; como él, incómodo a los vecinos porque los enfrenta a su miseria.

La novela inquieta porque habla al lector de sus debilidades, de la fragilidad de sus soportes y del orden en el que vive. A medida que avanza su lectura, aumenta la sensación de inestabilidad y las dudas sobre la firmeza del suelo que pisamos. Cualquier accidente puede acabar con la armonía de la convivencia, convertir al vecino en delator, al militar en asesino, al amigo en traidor. Sólo las palabras pueden redimirnos, las que línea a línea van escribiendo el informe que todo lo explica, el que nos baja a tierra firme y nos congracia con el otro. Ni siquiera el silencio es la respuesta porque el silencio nos hace inquilinos de las nubes.

sábado, 12 de junio de 2010

Tolos

En los años de mi infancia y primera adolescencia había en mi pueblo una pobre mujer, probablemente mongólica –no puedo asegurarlo–, que tenía una hija. La infeliz padecía obesidad mórbida, tenía una barba tal que la obligaba a afeitarse a diario y era claramente subnormal. Conservaba pocos dientes, lo que se podía comprobar porque siempre sonreía estúpidamente cuando paseaba por la alameda. Los chiquillos, y los no tan chiquillos, la acosaban a distancia gritando su nombre: “¡Finaaaa! ¡Finocaaaa!”. Al parecer, se dedicaba a aliviar las calenturas de los marineros que recalaban en nuestro puerto, acumuladas tras meses de dura travesía. En una de ésas se quedó embarazada de su única hija. Sólo vi a la criatura en una ocasión: la desgraciada era un reproducción fiel de su madre: obesa, torpe, bigotuda, apocada, desafortunada.

Teníamos más heterodoxos: Tucho, un demente irascible y esquinado que se revolvía agresivo ante nuestros pullazos inmisericordes como sólo los de unos adolescentes estúpidos pueden ser. Luciano, el homosexual oficial del pueblo, vendedor ambulante de lotería, precursor visionario que imprimía en sus talonarios de participaciones su fotografía: el rostro sonriente bajo un sombrero Borsalino. Era una fiesta cada vez que se subía al trolebús y se sentaba al lado de alguno de nosotros. Atiplaba la voz para poner su mano en nuestros muslos y hacernos proposiciones que rechazábamos entre risas, tal vez un poco azorados, pero divertidos. Adonis, un hombre errante, fumador empedernido de dedos amarillos por la nicotina, con su gabardina en invierno y verano, cargando con Dios sabe qué trágica historia de hundimiento y exclusión: nos había llegado el rumor de que procedía de una familia acaudalada de la que había sido expulsado por oscuras razones que desconocíamos pero no teníamos reparo en tejer: un desengaño, una traición, tal vez un homicidio…

Con todos ellos convivíamos, a todos los apreciábamos como un elemento más de la comunidad en la que crecíamos. En el complejo proceso del aprendizaje y la maduración, nuestros locos nos enseñaban que no es tan difícil descarrilar, que ser extranjero en el universo de la normalidad está al alcance de cualquiera. Hoy sé que su presencia en los primeros años de mi vida me ayudó no sólo a ubicar el límite, sino a construir la misma idea del límite.

Recuerdo a menudo a los desequilibrados de mi infancia. En los ya muchos años que han pasado desde entonces los he reconocido en otros locos, “tolos” como los llamamos en mi tierra. Mil veces he vuelto a sentir sus miradas alucinadas pero tiernas, sus sonrisas tontas, sus explosiones de agresividad…

Y si tuviera que dar cuenta de mis gratitudes, nunca podría obviar las debidas a Finoca, Luciano, Tucho o Adonis porque todos ellos me enseñaron que la vida es frágil como las alas de una mariposa, que el camino está plagado de trampas, que es tan fácil caer como continuar, que sólo nuestra soberbia nos lleva a proclamarnos dueños de nuestro destino.