jueves, 16 de septiembre de 2010

May

May es una hermosa mulata dominicana que trabaja como camarera en una cervecería del barrio. Lleva ya unos cuantos años en España. Vino embarazada hace diez, y volvió brevemente a su tierra a dejar el niño al cuidado de su familia. Con su acento caribeño y sin descolgar ni un momento su sonrisa va contando historias mientras sirve cañas, seca vasos o saca botellas del frigorífico.

Ahora está sufriendo un proceso de divorcio enconado, me cuenta. Ya van dos sobre sus jóvenes espaldas. Con esa resignación incomprensible en quien debería tener un grueso sedimento de resentimiento acumulado tras generaciones de esclavitud, explica que es ella la que está pagando los gastos del proceso, porque su (ex)marido se ha desentendido. Y, como para subrayar el acierto de su decisión, vuelve a enseñar sus blanquísimos dientes y sentencia: “lo único que quiero es perderlo de vista cuanto antes”.

Me dice que tiene abandonado a Dios, pero es que le cuesta entrar en las iglesias españolas. Son demasiado oscuras y lóbregas para su sensibilidad antillana. Por un momento se queda parada y con la mirada fija en el mostrador, probablemente viendo a través de él alguna estampa de su infancia: allá en su tierra, de vuelta del liceo, ella paraba todos los días en la iglesia, porque la de su pueblo es luminosa y está permanentemente decorada de fiesta. En los templos españoles le da la impresión que se adora a un dios diferente del suyo. No lo siente igual.

Uno escucha sus historias, las sobrepone a otras similares contadas por otros emigrantes y encuentra el mismo sustrato que sólo los detalles accesorios (la nacionalidad, la familia de cada cual, la edad, el sexo) ayudan a diferenciar… Viendo que esta gente, que vino en alas de la esperanza de unas oportunidades que su país les negaba, sólo puede poner voz a la frustración y el desengaño, uno se pregunta si realmente merece la pena el viaje. Porque al final, salvando las remesas, es el mismo desperdicio de una vida en la monotonía de los días de trabajo y renuncia, de inseguridad permanente, con las privaciones añadidas por la distancia: la separación de los hijos, la pérdida de las redes sociales de pertenencia y protección…

A May le gustaría traerse su pueblo de allá, con sus sancochos, sus asopaos y sus picaderas; con sus bachatas y merengues; con sus amigas del liceo, sus padres y su hijo; y con la iglesia de luz y flores donde se encontraba a diario con su diosito.

Yo la escucho atento y la interrumpo para pedirle otro vino. “Claro, miamol”, me contesta sonriendo. Y después, sigue hablando.

viernes, 3 de septiembre de 2010

La noche de los tiempos

Terminé las casi mil páginas de La noche de los tiempos de Muñoz Molina y me quedé con ganas de otras mil en las que enterarme del destino de Ignacio Abel y Judith Biely. Su separación, después de una última noche inesperada por improbable, deja al lector sumido en la misma melancolía que al personaje.

La historia de un amor infinito pero adúltero en el Madrid de los meses que preceden al golpe de estado del 36 y de los inmediatamente posteriores, con el enemigo ya a las puertas, tiene la verosimilitud que le contagia la detallada y perfecta recreación del ambiente de la capital desquiciada, enloquecida, con los extremistas de ambos bandos imponiendo su ley de sangre y venganza.

No cuesta nada reconocerse en el arquitecto Ignacio Abel, socialista ilustrado al estilo de Fernando de los Ríos, Besteiro o Negrín, tan ajeno a las soflamas revolucionarias de muchos de sus correligionarios como a la tradición beatona y mediocre de su familia política. Tampoco Judith resulta extraña en el verano del 36, como lo habría parecido sólo cuatro o cinco años más tarde en el mismo escenario, cuando la ciudad se había hundido ya en la negrura cavernaria de la dictadura. La joven americana, recalando en España en el curso de un largo viaje por la Europa de entreguerras, llega empujada por la marea de la Historia, que se apresta a abrir un tiempo nuevo nacido de la guerra más cruel conocida hasta entonces.

En ese entorno se enamoran Ignacio y Judith cercando con su pasión un pequeño universo en el que cada uno escapa de algo: él de una familia que no está a su altura y de la locura que se ha enseñoreado de Europa y España; ella de un pasado de miseria y de errores. A través del romance se vislumbra la colisión de dos mundos: el del amor luminoso sin trabas y el del camisón a oscuras; el de la sociedad libre americana y el de la todavía campesina España del la que la República lucha por salir…

Todo es sin embargo premonición de desastre y descalabro: la guerra civil se desatará separando también a Ignacio y Judith en una patética sincronía. En la vorágine de los días previos al levantamiento comprendemos que es el egoísmo de él el que ha llevado su amor a un callejón sin salida, el que pone en las manos de Judith el billete de vuelta a Nueva York.

Y es que de eso se trata: el amor empieza a morir cuando la mirada deja de dirigirse al otro para tornar a uno mismo, cuando desaparece la voluntad de entrega bajo la demanda imperiosa del placer ya aprendido, cuando se deja de ser uno para volver a ser dos.