domingo, 27 de noviembre de 2011

Cambio

Hace años que lo venimos oyendo y leyendo: la velocidad de los cambios se ha disparado hasta el punto de hacerlos incomprensibles a las generaciones más viejas. No sólo los ancianos, sino también los que han entrado en la madurez parecen no estar preparados para asimilar la ingente cantidad de novedades que se les caen encima: la tecnología, el comercio, la comunicación y los nuevos usos sociales son fenómenos cuya comprensión parece estar al alcance únicamente de los jóvenes y algunas mentes preclaras de los que ya no lo son.

Los que estamos a caballo entre los no preparados y los ya crecidos en esta época de vértigo tenemos el privilegio de haber asistido a la gestación y lactancia del nuevo tiempo. Un día tuvimos en nuestras manos los juguetes pre-mecánicos, las tablas de logaritmos, los discos de 45 r.p.m. y las conferencias a cobro revertido. Sin saber cómo, nos encontramos con pasatiempos electrónicos, calculadoras científicas, minúsculos dispositivos de reproducción musical y teléfonos móviles. Hemos podido adaptarnos porque hemos crecido al ritmo de la innovación, pero tal vez nuestros hermanos mayores lo han tenido más difícil.

La fuerza centrífuga de este loco girar expulsa lo malo y lo bueno. Perdemos cada día un trozo de lo que nos ha traído hasta aquí. Unas veces, sea bienvenida la pérdida; otras, lamentada.

Sin embargo, pasan los años y permanecen las mismas querencias, aquéllas cuya satisfacción no depende del signo de los tiempos: el gozo de la primavera, la memoria de la juventud, el escalofrío de una caricia, la plenitud del amor.

viernes, 12 de agosto de 2011

Chus

Conocí a Chus en la universidad. Era una jovencita atractiva, alocada y risueña. Eran tiempos de intensa actividad política, especialmente entre los estudiantes –el estudiantado, como se decía entonces por analogía con el proletariado o el campesinado–. Aunque los comprometidos no éramos una mayoría y los organizados mucho menos, la arrogancia que sólo puede dar la juventud nos llevaba a mirar por encima del hombro a aquellos compañeros desinteresados por los problemas sociales y políticos, que eran muchos y graves. Chus era una de ellos.

Con su carcajada fácil, su frivolidad y ligereza, su interés en el atuendo y su conversación intrascendente era el prototipo de cabeza loca con la que, por principio, había una incompatibilidad de trato.

La intolerancia fue menguando a la par que la fiebre militante, aunque tal vez no a la misma velocidad. Empezamos a tratarnos y me sorprendí al descubrir una persona cuya apariencia y mi simpleza me habían ocultado hasta entonces. Nos hicimos muy amigos. Preparábamos juntos los exámenes, hablábamos, salíamos… nos conocimos mejor.

Terminada la carrera, seguimos caminos diferentes. Ella viajó y se fue a trabajar al extranjero. Yo me quedé en España pero cambié de ciudad. Pasaron los años, nos emparejamos varias veces cada cual por su lado y yo tuve hijos, pero seguíamos en contacto y manteniendo una relación estrecha.

Cuando regresó retomamos el contacto con algo más de intensidad. Hablábamos por teléfono o nos escribíamos (todavía no había llegado la revolución de internet). Algo en ella, sin embargo, había cambiado y me inquietaba. Su conversación parecía haberse vuelto más incoherente. La última visita que le hice confirmó mis temores. Vivía con un truhán al que mantenía y ella misma tenía un aspecto deplorable. Me fui apesadumbrado de su casa y no volví a verla, aunque hablamos por teléfono alguna vez más: charlas breves en las que se hacía patente su deterioro.

Al poco tiempo supe que se le había diagnosticado una enfermedad mental que sólo una pequeña parte de la población mundial presenta en la edad adulta. El pronóstico no era bueno y la terapia involucraba su internamiento en un centro especializado. Poco podía hacer yo: la llamé una última vez pero ya era difícil enhebrar una conversación. Perdimos el contacto.

Pasaron los años y yo seguía enviándole felicitaciones de Navidad en la confianza de que hubiera mejorado su condición y pudiera contestarlas. En vano, nunca más volví a tener noticias de ella hasta hace unos días en que, ayudado por la tecnología, localicé a una de sus hermanas a la que me apresuré a llamar con una urgencia no exenta de inquietud.

Según me contó, la enfermedad no ha remitido. Ha estado todos estos años a tratamiento, con períodos de reclusión alternados con otros de libertad. Con el mejor de los pronósticos seguirá así el resto de su vida. Ahora está internada, por lo que no es posible el contacto con ella. Su carácter ha cambiado. Ya no es la muchacha dulce que yo conocí. Se ha convertido en una mujer irascible e insociable que apenas soporta el trato con su propia familia.

La información me dejó dos sensaciones distintas. Por una parte, el alivio de saber que no ha empeorado y que previsiblemente no lo hará. Por otro, la desazón de comprobar que no volveré a ver a la compañera y amiga de mi juventud.

Hace más de treinta sólo había para ella años por venir. Los encaraba con un alborozo despreocupado, una buena formación académica y, sobre todo, una pasión para disfrutarlos desprovista de prejuicios y ataduras. Nada le estaba vedado por las estrecheces de la moral en la que había crecido (“cuando viajo me gusta conocer los países y a sus hombres”, solía decir). Era un torrente, un caudal de vida corriendo desatado al encuentro de más vida. Yo, que creyendo poder enseñarle algo tanto había acabado aprendiendo de ella, asistía perplejo al milagro.

La enfermedad fue una escollera en la que se estrelló toda esa corriente de júbilo vital: lo arremolinó y devolvió con violencia, y volvió a hacerlo cuando regresó con fuerza mermada, y así una y otra vez hasta que consiguió remansarlo en un pantano oscuro de tristeza y desesperanza.

Los que sabemos que no siempre fue así y conservamos intacta la memoria de su felicidad y de la que nos proporcionó sin pedir nada, nos vamos marchitando un poco bajo el peso de tal injusticia. En alguna parte de nosotros también hay un pantano oscuro en el que el tiempo va aquietando sueños agitados, esperanzas insensatas y la misma pasión de vivir.

sábado, 23 de julio de 2011

Música

Escucho Apelo en la voz de Maria Creuza , afelpada como la mano de mi madre sobre mi cara antes de dormir. Su caricia me arropa en esta noche triste, como las de Silvio Rodríguez (“ojalá tu nombre se le olvide a esa voz”), Maria Bethania, Cesaria Evora, Bebel Gilberto, Mariza o Carlos do Carmo. No sé si es la melancolía la que me lleva a elaborar estas listas que concentran toda la amargura del vivir o si es el acaso de una combinación impensada el que me devuelve a mí, como diría Molloy.

No sólo están en el manojo los latinos. También me regalan con su pequeña aportación los anglosajones que saben lo suyo de lo que la vida puede desasosegar, de cuán próximos están los territorios de la normalidad y la ruina, de cómo un leve error de juicio puede llegar a confundir un futuro brillante con el destello cegador de la derrota.

Así voy entrando en la noche, de la mano de voces que me cuentan lo que ya conozco o sospecho: qué cerca estamos de perder, qué frágiles son nuestros apoyos, cómo se desvanece la felicidad que imprudentemente habíamos dado por eterna.

Menos mal que llegan en mi ayuda los italianos (Nicola di Bari, Jimmy Fontana, Mina…) que dan un tenue barniz de impostura al sufrimiento. Porque, ¿quién puede compadecerse de estos impenitentes vividores que mientras lloran preparan su próxima comida o conquista o lectura?

lunes, 18 de julio de 2011

Soberbia

Hace años tuve la suerte de participar en un interesantísimo proyecto en un país centroamericano. Lo fue porque me permitió aprender en varios aspectos. Por supuesto, en el profesional. Eran, en efecto, años todavía de formación (si es que éstos llegan a terminar alguna vez: el aprendizaje es un continuum) en el campo en que se ha desarrollado mi carrera profesional. No entraré en detalles tan cargantes como las anécdotas del servicio militar. Baste decir que lo entonces oído, leído y escrito me permitió apuntalar un conjunto básico pero prolijo de conocimientos que he ido aprovechando a lo largo de los años.

Pero también fueron tiempos de descubrimientos de orden personal (humanos, como diría un periodista) que no me fueron ciertamente de menos provecho. Había varios equipos de trabajo, uno de los cuales dirigía yo, coordinados por un director del proyecto, una especie de comandante a quien, en favor de la claridad del relato, llamaremos F. Con él creo que alcancé entonces un razonable nivel de comprensión y simpatía mutuas, si bien es ésta una declaración un tanto presuntuosa a falta de su testimonio. Era F un personaje singular perteneciente a uno de los cuerpos superiores de la administración de estado. Por razones que no viene al caso detallar, dedicábase a la sazón a labores de consultoría como experto en mercados financieros, y en tal calidad comandaba el proyecto de marras.

Llegada una de las fases de los trabajos que consistía en pronunciar una serie de conferencias, F requirió el concurso de dos amigos y colaboradores suyos en tiempos entonces recientes, catedráticos ambos. Eran dos tipos curiosos, aparentemente contradictorios en todos los campos: uno era bajito y regordete, el otro alto y flaco; uno era dicharachero y costaba hacerlo callar, al otro era difícil hacerlo hablar; uno de izquierda y ateo, el otro conservador y católico, pariente, en no recuerdo qué grado, de un pasado prepósito de los jesuitas. O al menos eso decía, supongo que no en broma. Tal vez el contraste más acusado entre ambos fuera el que se daba entre la sencillez de uno y la vanidad del otro. El orgullo del larguirucho estaba, como suele ser habitual en las personas religiosas que además son fatuas, enmascarado bajo una humildad impostada que daba una apariencia de discreción y recato a lo que no era más que altivez.

Estábamos un día cenando los cuatro y la conversación iba de un lado a otro sin más sentido que el que marcaba la inercia. Sobre cualquiera que fuese el tema del momento, el flaco tenía una opinión cuya formulación, indefectiblemente, lo llevaba a hablar de sí mismo a la vuelta de dos o tres frases. La insistencia resultaba un poco irritante y, ya a los postres, F le espetó:

-A ti, a quien como católico tan caros te resultan los sacrificios para ganar el favor divino, te voy a proponer uno: controla tu soberbia. Sé que no es fácil, pero el esfuerzo hará que todos, incluído tú, nos sintamos mejor.

El tono desenfadado en que lo dijo no dio pie, afortunadamente, a una situación tensa, pero yo me revolví un poco incómodo porque creía que todos buscamos ser queridos y, ante la posibilidad de alternativa, preferidos a otros. La línea que separa la búsqueda de la aceptación de la mera soberbia es muy tenue. El desprecio de lo ajeno sitúa la pasión en el lado de la soberbia, de la misma forma que la renuncia a la exaltación de lo propio la lleva al terreno amable de la conquista humilde del reconocimiento y del cariño.

jueves, 9 de junio de 2011

Elisa

Elisa, pan caliente, te asomas a la vida y todo te invita a conocer y tú todo lo bebes insaciable, vives en el asombro. Apenas has abierto los ojos y el mundo te maravilla, llena tus sentidos de mensajes que no comprendes, de palabras que guardas, de colores que te queman, de olores que ya siempre te llamarán.

Es tan grande el universo que se te escaparía si no lo retuvieran tus padres, tus abuelos y tu muñeco. Por eso puedes hacer de cada día un paraíso para todos. Por eso todo es magia si lo tocas.

Quién me dijera, Elisa, vida mía, que había de escribir estas letras pobres para celebrar tu milagro, exprimiendo de este corazón cansado lo que en él pueda quedar de bueno. No, no, nunca lo soñé, ¿cómo habría podido?, ¿a qué insana ilusión tendría que haber sucumbido? Ya ves: después de todo, yo también estoy en edad de aprender.

Tu padre te levanta sobre su cabeza y miras la ciudad desde esa altura olímpica, sintiéndote reina de un mundo que se te ofrece rendido, que se mantiene en suspenso sometido a tu examen, a tu curiosidad, al rayo incesante de tu escrutinio. Y restallan las palabras nuevas como latigazos. Mira: esto es un pato; eso un cucurucho; aquello un campanario. Mira: así se anda; así se come; así se quiere.

Sí, el camino es incierto y nada sabemos de rumbos ni destinos. Pero guardamos como tesoros algunas certezas: los pechos que te han amamantado, los corazones que despiertas cada día y el temblor cósmico que provoca tu risa. También: que el Sol sale por oriente porque hacia oriente duermes; que marcas la medida del tiempo con tus pulsaciones; que las estrellas se pelean por tu nombre; que alguna noche, tendido entre la espada y la pluma, Garcilaso te soñó.

miércoles, 8 de junio de 2011

Primeras frases


La lectura es también una suerte de proceso fotográfico. En muchas ocasiones buscamos una frase o pasaje ya leídos guiados por la memoria de su situación espacial, no por el lugar que recordamos ocupa en el hilo del discurso. Está en una página par o impar; en la parte superior, central o inferior; en el cuerpo de un diálogo o en el curso de una descripción… Buscar el texto que nos impresionó en la primera lectura deviene en un rastreo de trampero.

Igualmente peculiar, aunque de naturaleza diferente, es el mecanismo que fija en nosotros las primeras frases de unos libros y envía a otras al olvido. Tengo grabada la de El túnel (Bastará decir que soy Juan Pablo Castel, el pintor que mató a María Iribarne) con la misma firmeza que las preposiciones o las provincias andaluzas, pero no podría recitar sin repasarla la de Crimen y castigo. Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo es para mí como una jaculatoria, pero que no me pregunten cómo comienza La Regenta.

Hoy he vuelto a encontrarme con el doctor Urbino en el memorable comienzo de El amor en los tiempos del cólera: Era inevitable: el olor de las almendras amargas le recordaba siempre el destino de los amores contrariados. De esta novela no sólo recuerdo vivamente el comienzo, sino el pasaje del enfado de la pastilla de jabón, que tiene el aire de relato antiguo desgranado entre risas en una rebotica o al calor de un brasero.

Las primeras frases de El lobo estepario me persiguen siempre que quiero borrar un día de mi vida: El día había transcurrido del modo como suelen transcurrir estos días; lo había malbaratado, lo había consumido suavemente con mi manera primitiva y extraña de vivir. Excelente metáfora de la rutina: manera primitiva y extraña de vivir.

Un juego retórico que anuncia el tenor de la novela encabeza el Don Juan de Torrente: Acaso exista, en Roma, algún lugar tan atractivo para cierta clase de personas como en París los alrededores de San Sulpicio; pero yo nunca he estado en Roma. A saber por qué el eco de la ironía resuena entre tantos otros después de los ya muchos años que hace que lo leí. Como resuena la hermosa descripción inicial de El bosque animado, de su compañero de trinchera Fernández Flórez: La fraga es un tapiz de vida apretado contra las arrugas de la tierra; en sus cuevas se hunde, en sus cerros se eleva, en sus llanos se iguala.

El artista es el dios de las cosas bellas, estalla el prefacio de El retrato de Dorian Grey. En efecto, ¿cómo si no se puede entender el impagable quiasmo de la segunda parte de Molloy, que comienza “Es medianoche. La lluvia azota los cristales. Estoy tranquilo. Todo duerme.” y termina “Entonces entré en casa y escribí, es medianoche. La lluvia azota los cristales. No era medianoche. No llovía”?

miércoles, 1 de junio de 2011

El argumento ontológico

Releo El discurso del método y me recreo nuevamente en su Cuarta Parte, aquélla en la que establece como su primera idea clara y distinta –su criterio de verdad– “pienso, luego soy”, principio que puede recibir sin escrúpulo porque las más extravagantes suposiciones de los escépticos son incapaces de conmover.

Continúo con curiosidad a través de su trabada demostración de la existencia de Dios. Puesto que él duda, concluye, no es perfecto. ¿De dónde le viene la idea de imperfección, vale decir, de perfección? De alguna naturaleza más perfecta que la suya, que además debe ser externa a él. Y el mismo entendimiento de una naturaleza más perfecta demuestra su existencia: puesto que soy capaz de pensar que existe, debe existir.

El argumento no es nuevo, ya san Anselmo lo esgrimió en el albor del primer milenio. Donde Descartes se refiere a lo más perfecto que puede ser concebido, Anselmo de Canterbury habla de aquello tan grande que nada mayor pueda ser imaginado. La conclusión es la misma. Si podemos entender que hay algo tan grande que nada mayor pueda haber, debe existir, de lo contrario no sería lo más grande, pues existiría en nuestro pensamiento pero no fuera de él.

Y mientras lo leo y releo pienso en que todos los amores que vivimos nos parecen tan grandes que no podríamos concebir uno mayor. Y ese atributo les confiere un extra de realidad que los hace más gozosos. O más dolorosos. Después descubrimos que lo más grande puede ser superado por algo mayor y creemos que toda pérdida será finalmente compensada, recuperada con beneficio.

Y llegará el día en que nada compensará una pérdida, todo será descalabro y ruina, y finalmente, cuando ya sea tarde, sabremos que la existencia del más grande amor es una verdad clara y distinta.

sábado, 16 de abril de 2011

Negrín


Una vez estuve en Leipzig. Unos amigos y yo hubimos de hacer noche en ella durante un viaje largo. Todavía existía la República Democrática Alemana y era una ciudad gris, con el aire desolado de las que parecen deshabitadas por más población que alberguen. En el centro encontramos un hotel que tenía el aire de no haber sido pisado en décadas. Las paredes desconchadas, las bombillas mortecinas, el mobiliario de entreguerras y un conserje cadavérico daban la impresión de pertenecer a la época de la inmediata ocupación soviética. Conservo la tarjeta de identificación con el número de la habitación, 109, y, cada vez que la tengo en mis manos, no puedo evitar fantasear con la idea de que una copia de ella habría acabado en algún despacho de la Stasi.

Leipzig fue siempre celebrada por su Universidad. Alma máter de célebres investigadores, científicos y artistas, alcanzó alturas de excelencia que llevaron a su ciudad a dar nombre a un colectivo, la Escuela de Leipzig. Bastará con decir que por sus aulas pasaron Goethe, Leibniz, Wagner y Nietzsche.

Estos días en que se celebra el octogésimo aniversario de la proclamación de la Segunda República, me he acordado de Leipzig porque en su Instituto de Fisiología se doctoró Juan Negrín, tal vez el más íntegro y digno de los servidores republicanos. Allí continuó trabajando como profesor numerario y se casó, semanas antes del comienzo de la Gran Guerra, con la hermosa María Mijailov, iniciando una dura y dolorosa relación que, incluso tras la ruptura del matrimonio once años después, habría de amargarlo hasta su muerte.

Si bien su matrimonio con la rusa había sido, según su testimonio, fruto de un genuino y pasional flechazo, no fue ella el verdadero amor de su vida. Al poco de romper con María, Negrín comenzó una relación con una joven y humilde asistente de su laboratorio de análisis clínicos, Feliciana López, Feli, que le acompañaría el resto de su vida.

Feli procedía de una familia humilde. Huérfana desde pequeña, su padre había sido un guía del Monasterio de El Escorial. La chiquilla se había criado con unos tíos y, en cuanto tuvo edad, empezó a trabajar como costurera. Con el tiempo entraría en el laboratorio de Negrín, lo que cambiaría la vida de ambos.

La historia de esa relación es de las que no dejan de conmover. Con discreción, enamorados siempre, atravesaron los momentos más esperanzadores y los más dramáticos de nuestra historia. Juntos vivieron la llegada de la República, los convulsos cinco años que duró en tiempo de paz, los espantosos tres de la guerra y los diecisiete del exilio que aún vivió Negrín entre Dormers y París hasta su muerte en esta última ciudad. A lo largo de todos ellos, Feli, la frágil subalterna del laboratorio, fue el más firme apoyo del imponente doctor, diríase que casi el único de entre los muchos compañeros y amigos que dieron la espalda al estadista.

Cuando el 12 de noviembre de 1956 Negrín moría en su casa de París, fue Feli la que llamó entre sollozos a Mariano Ansó, ministro de Justicia en uno de sus gobiernos, para comunicarle la noticia. Acababan así treinta años de relación callada, de lealtad y compromiso.

En su final, sólo acompañaron a Negrín al cementerio de Père-Lachaise su hijo Rómulo, Ansó, el socialista francés y varias veces ministro Jules Moch y Feli.

En un acto desprovisto de todo protocolo, el féretro fue introducido en una fosa cercana al Muro de los Federados, parapeto de los últimos defensores de la Comuna de París en la primavera de 1871, fusilados sumariamente contra él de diez en diez.

Así, bajo la mirada llorosa de Feli, se daban la mano dos símbolos de la historia europea: los comuneros y el gobernante que nunca se cansó de decir que resistir es vencer.

viernes, 25 de marzo de 2011

Echar de menos

Qué bella expresión “echar de menos”, más hermosa que añorar o “echar en falta”. Echamos de menos algo o a alguien, sufrimos la sensación de una ausencia que resta, que disminuye, que nos hace más pequeños. Expresión bella pero triste, evocadora de una melancolía de la imperfección, de la desazón de lo incompleto.

Se echa de menos al amado, a la amada incluso en el pasado, en el tiempo en que todavía no se le conocía, pero vivido y añorado en la imaginación como si por él se hubiera transitado, como si se hubiera formado parte de su vida como tantos otros extraños cuya insoportable cercanía se envidia y aborrece.

Y también echamos de menos el futuro que no viviremos, el de la vida de las generaciones que nos sucederán, el de los años que no compartiremos con quien deseamos, el tiempo por venir donde seremos observadores atónitos de un mundo en el que no ocuparemos el lugar que habríamos deseado, en el que no seremos amados por quien amamos, donde viviremos exiliados en un universo alternativo, hostil, indeseado, ajeno.

Porque echamos de menos lo que siempre estuvo o imaginamos que estaba o deseamos que hubiera estado donde ahora nos duele que falte. Y es que a eso se reduce todo: que lo que tiene que ocupar su lugar esté, que los objetos den sentido al mundo, que la caricia pueda alcanzar el cuerpo deseado, que el beso no se pierda en el vacío del rechazo, que nuestro abrazo encuentre algo más que un sueño.

jueves, 24 de marzo de 2011

Miedo

La luz, referida al punto que la genera, nos proporciona una referencia que hace posible conocer la dirección del avance, y referida a su capacidad de hacer visibles los objetos, nos permite caminar sin tropiezos. ¿Cuáles son las dimensiones de la incertidumbre y el miedo cuando la luz desaparece?

Se teme lo que se conoce y supone un peligro, cierto o imaginario, pero también aquello que se desconoce pero a cuya hipotética existencia asignamos una determinada certidumbre. El miedo es una respuesta instintiva al riesgo, un proceso de adaptación a situaciones en las que la vida o la integridad de un individuo o de un conjunto de ellos se perciben amenazadas. Desde esta perspectiva, que podríamos denominar genética, el miedo es una herramienta imprescindible para la supervivencia tanto del individuo como de la especie. El hombre primitivo se refugia en su caverna o se protege cerca del fuego cuando una fiera se acerca, garantizando así la seguridad de su tribu o clan, de la misma forma que los animales protegen a sus crías de los depredadores para evitar desaparecer. Este miedo primordial, genético o biológico, responde a percepciones sensoriales: la visión del enemigo, el sonido de un rugido, el olor del humo, la sensación del terremoto… No tiene componente alguno ajeno a los sentidos, es una reacción primaria compartida con todas las especies que han desarrollado el instinto de supervivencia. Es éste un miedo bueno porque contribuye a la preservación de la vida.

Pero hay otro tipo de miedo en cuya formación y desarrollo intervienen factores socioculturales específicos, cuya naturaleza no se comparte con otros seres vivos, un miedo plenamente humano. Tal vez el ejemplo más claro es el miedo a la muerte, derivado de nuestra conciencia de ella, característica única de nuestra especie. Este miedo, que se puede llamar social, no depende sólo de la alarma que produce la percepción sensorial de la realidad, sino que está firmemente enraizado en el conjunto del aprendizaje que configura nuestro modo de comportamiento social. Así, aprendemos a temer (o no temer) la guerra, la inflación, el desempleo, la enfermedad, el descrédito, el rechazo de los demás, la vejez, etcétera. Este miedo sobrevenido, asimilado de la estructura social en la que nos ha tocado vivir, no tiene una asignación de valor clara: puede ser bueno o malo, según las circunstancias o el contexto histórico en el que tiene lugar.

Como toda conducta humana aprendida, el miedo social es una potente herramienta en manos de aquél o aquéllos que tengan la habilidad de inducirlo en la mente de los individuos, no digamos en el alma colectiva de una sociedad. La adecuada manipulación del miedo a la muerte por brujos y sacerdotes de toda laya ha estado desde donde nos alcanza la memoria en el origen de la sumisión: el hombre está dispuesto a pagar casi cualquier precio, incluida su libertad, por la evasión de la muerte, por la certeza de la vida eterna.

También como toda conducta humana aprendida, el miedo social está determinado por las particulares condiciones históricas que le dan vida. El hombre ha temido la ira de dios, el entierro sin vituallas, los eclipses, la llegada del año 1000, la peste o la sombra de la Inquisición en según qué periodos de la historia porque eso era lo que tocaba.

Tradicionalmente el miedo ha tenido cara porque la amenaza, riesgo o peligro que lo provocaban (el caudillo del ejército enemigo, el déspota, el astro, la enfermedad epidémica, etcétera…) eran conocidos.

Vivimos tiempos de mayor oscuridad. Ya no se puede señalar con precisión la fuente de la amenaza. Nos movemos como ciegos en un entorno hostil en el que no sabemos determinar de dónde nos puede llegar un peligro de cuya certeza no podemos dudar. Miles de millones de hombres y mujeres se agitan inquietos sabiéndose a merced de fuerzas anónimas, indefinidas, que tienen control sobre sus trabajos, su bienestar y sus destinos sin estar sujetas a ningún tipo de control. Estas fuerzas se ocultan tras nombres cuya sola mención desincentiva la rebeldía: los mercados, el PIB, la estabilidad financiera, el crecimiento… Pareciera que la humanidad ha dado un inverosímil salto hacia atrás despojándose de todos los avances que desde la Ilustración le habían permitido ganar espacios de libertad y gobierno sobre las vidas de los ciudadanos. Éstos, desorientados, tienden a encerrarse en sus estructuras sociales más cercanas (la familia, el pueblo, el grupo religioso) y conocidas, adoptando pautas de comprensión de la realidad circundante que poco tienen que ver con la razón y mucho con las emociones o los mitos. El auge de las sectas religiosas, de los nacionalismos o de ciertos movimientos políticos no por minoritarios menos reaccionarios es una muestra de ello.

Necesitamos identificar cualquier mistificación, reconocer los velos allá donde éstos ocultan relaciones de dominio o semillas de injusticia, con el íntimo convencimiento de que dar un rostro al miedo es el primer paso para vencerlo.