jueves, 9 de junio de 2011

Elisa

Elisa, pan caliente, te asomas a la vida y todo te invita a conocer y tú todo lo bebes insaciable, vives en el asombro. Apenas has abierto los ojos y el mundo te maravilla, llena tus sentidos de mensajes que no comprendes, de palabras que guardas, de colores que te queman, de olores que ya siempre te llamarán.

Es tan grande el universo que se te escaparía si no lo retuvieran tus padres, tus abuelos y tu muñeco. Por eso puedes hacer de cada día un paraíso para todos. Por eso todo es magia si lo tocas.

Quién me dijera, Elisa, vida mía, que había de escribir estas letras pobres para celebrar tu milagro, exprimiendo de este corazón cansado lo que en él pueda quedar de bueno. No, no, nunca lo soñé, ¿cómo habría podido?, ¿a qué insana ilusión tendría que haber sucumbido? Ya ves: después de todo, yo también estoy en edad de aprender.

Tu padre te levanta sobre su cabeza y miras la ciudad desde esa altura olímpica, sintiéndote reina de un mundo que se te ofrece rendido, que se mantiene en suspenso sometido a tu examen, a tu curiosidad, al rayo incesante de tu escrutinio. Y restallan las palabras nuevas como latigazos. Mira: esto es un pato; eso un cucurucho; aquello un campanario. Mira: así se anda; así se come; así se quiere.

Sí, el camino es incierto y nada sabemos de rumbos ni destinos. Pero guardamos como tesoros algunas certezas: los pechos que te han amamantado, los corazones que despiertas cada día y el temblor cósmico que provoca tu risa. También: que el Sol sale por oriente porque hacia oriente duermes; que marcas la medida del tiempo con tus pulsaciones; que las estrellas se pelean por tu nombre; que alguna noche, tendido entre la espada y la pluma, Garcilaso te soñó.

miércoles, 8 de junio de 2011

Primeras frases


La lectura es también una suerte de proceso fotográfico. En muchas ocasiones buscamos una frase o pasaje ya leídos guiados por la memoria de su situación espacial, no por el lugar que recordamos ocupa en el hilo del discurso. Está en una página par o impar; en la parte superior, central o inferior; en el cuerpo de un diálogo o en el curso de una descripción… Buscar el texto que nos impresionó en la primera lectura deviene en un rastreo de trampero.

Igualmente peculiar, aunque de naturaleza diferente, es el mecanismo que fija en nosotros las primeras frases de unos libros y envía a otras al olvido. Tengo grabada la de El túnel (Bastará decir que soy Juan Pablo Castel, el pintor que mató a María Iribarne) con la misma firmeza que las preposiciones o las provincias andaluzas, pero no podría recitar sin repasarla la de Crimen y castigo. Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo es para mí como una jaculatoria, pero que no me pregunten cómo comienza La Regenta.

Hoy he vuelto a encontrarme con el doctor Urbino en el memorable comienzo de El amor en los tiempos del cólera: Era inevitable: el olor de las almendras amargas le recordaba siempre el destino de los amores contrariados. De esta novela no sólo recuerdo vivamente el comienzo, sino el pasaje del enfado de la pastilla de jabón, que tiene el aire de relato antiguo desgranado entre risas en una rebotica o al calor de un brasero.

Las primeras frases de El lobo estepario me persiguen siempre que quiero borrar un día de mi vida: El día había transcurrido del modo como suelen transcurrir estos días; lo había malbaratado, lo había consumido suavemente con mi manera primitiva y extraña de vivir. Excelente metáfora de la rutina: manera primitiva y extraña de vivir.

Un juego retórico que anuncia el tenor de la novela encabeza el Don Juan de Torrente: Acaso exista, en Roma, algún lugar tan atractivo para cierta clase de personas como en París los alrededores de San Sulpicio; pero yo nunca he estado en Roma. A saber por qué el eco de la ironía resuena entre tantos otros después de los ya muchos años que hace que lo leí. Como resuena la hermosa descripción inicial de El bosque animado, de su compañero de trinchera Fernández Flórez: La fraga es un tapiz de vida apretado contra las arrugas de la tierra; en sus cuevas se hunde, en sus cerros se eleva, en sus llanos se iguala.

El artista es el dios de las cosas bellas, estalla el prefacio de El retrato de Dorian Grey. En efecto, ¿cómo si no se puede entender el impagable quiasmo de la segunda parte de Molloy, que comienza “Es medianoche. La lluvia azota los cristales. Estoy tranquilo. Todo duerme.” y termina “Entonces entré en casa y escribí, es medianoche. La lluvia azota los cristales. No era medianoche. No llovía”?

miércoles, 1 de junio de 2011

El argumento ontológico

Releo El discurso del método y me recreo nuevamente en su Cuarta Parte, aquélla en la que establece como su primera idea clara y distinta –su criterio de verdad– “pienso, luego soy”, principio que puede recibir sin escrúpulo porque las más extravagantes suposiciones de los escépticos son incapaces de conmover.

Continúo con curiosidad a través de su trabada demostración de la existencia de Dios. Puesto que él duda, concluye, no es perfecto. ¿De dónde le viene la idea de imperfección, vale decir, de perfección? De alguna naturaleza más perfecta que la suya, que además debe ser externa a él. Y el mismo entendimiento de una naturaleza más perfecta demuestra su existencia: puesto que soy capaz de pensar que existe, debe existir.

El argumento no es nuevo, ya san Anselmo lo esgrimió en el albor del primer milenio. Donde Descartes se refiere a lo más perfecto que puede ser concebido, Anselmo de Canterbury habla de aquello tan grande que nada mayor pueda ser imaginado. La conclusión es la misma. Si podemos entender que hay algo tan grande que nada mayor pueda haber, debe existir, de lo contrario no sería lo más grande, pues existiría en nuestro pensamiento pero no fuera de él.

Y mientras lo leo y releo pienso en que todos los amores que vivimos nos parecen tan grandes que no podríamos concebir uno mayor. Y ese atributo les confiere un extra de realidad que los hace más gozosos. O más dolorosos. Después descubrimos que lo más grande puede ser superado por algo mayor y creemos que toda pérdida será finalmente compensada, recuperada con beneficio.

Y llegará el día en que nada compensará una pérdida, todo será descalabro y ruina, y finalmente, cuando ya sea tarde, sabremos que la existencia del más grande amor es una verdad clara y distinta.