viernes, 25 de marzo de 2011

Echar de menos

Qué bella expresión “echar de menos”, más hermosa que añorar o “echar en falta”. Echamos de menos algo o a alguien, sufrimos la sensación de una ausencia que resta, que disminuye, que nos hace más pequeños. Expresión bella pero triste, evocadora de una melancolía de la imperfección, de la desazón de lo incompleto.

Se echa de menos al amado, a la amada incluso en el pasado, en el tiempo en que todavía no se le conocía, pero vivido y añorado en la imaginación como si por él se hubiera transitado, como si se hubiera formado parte de su vida como tantos otros extraños cuya insoportable cercanía se envidia y aborrece.

Y también echamos de menos el futuro que no viviremos, el de la vida de las generaciones que nos sucederán, el de los años que no compartiremos con quien deseamos, el tiempo por venir donde seremos observadores atónitos de un mundo en el que no ocuparemos el lugar que habríamos deseado, en el que no seremos amados por quien amamos, donde viviremos exiliados en un universo alternativo, hostil, indeseado, ajeno.

Porque echamos de menos lo que siempre estuvo o imaginamos que estaba o deseamos que hubiera estado donde ahora nos duele que falte. Y es que a eso se reduce todo: que lo que tiene que ocupar su lugar esté, que los objetos den sentido al mundo, que la caricia pueda alcanzar el cuerpo deseado, que el beso no se pierda en el vacío del rechazo, que nuestro abrazo encuentre algo más que un sueño.

jueves, 24 de marzo de 2011

Miedo

La luz, referida al punto que la genera, nos proporciona una referencia que hace posible conocer la dirección del avance, y referida a su capacidad de hacer visibles los objetos, nos permite caminar sin tropiezos. ¿Cuáles son las dimensiones de la incertidumbre y el miedo cuando la luz desaparece?

Se teme lo que se conoce y supone un peligro, cierto o imaginario, pero también aquello que se desconoce pero a cuya hipotética existencia asignamos una determinada certidumbre. El miedo es una respuesta instintiva al riesgo, un proceso de adaptación a situaciones en las que la vida o la integridad de un individuo o de un conjunto de ellos se perciben amenazadas. Desde esta perspectiva, que podríamos denominar genética, el miedo es una herramienta imprescindible para la supervivencia tanto del individuo como de la especie. El hombre primitivo se refugia en su caverna o se protege cerca del fuego cuando una fiera se acerca, garantizando así la seguridad de su tribu o clan, de la misma forma que los animales protegen a sus crías de los depredadores para evitar desaparecer. Este miedo primordial, genético o biológico, responde a percepciones sensoriales: la visión del enemigo, el sonido de un rugido, el olor del humo, la sensación del terremoto… No tiene componente alguno ajeno a los sentidos, es una reacción primaria compartida con todas las especies que han desarrollado el instinto de supervivencia. Es éste un miedo bueno porque contribuye a la preservación de la vida.

Pero hay otro tipo de miedo en cuya formación y desarrollo intervienen factores socioculturales específicos, cuya naturaleza no se comparte con otros seres vivos, un miedo plenamente humano. Tal vez el ejemplo más claro es el miedo a la muerte, derivado de nuestra conciencia de ella, característica única de nuestra especie. Este miedo, que se puede llamar social, no depende sólo de la alarma que produce la percepción sensorial de la realidad, sino que está firmemente enraizado en el conjunto del aprendizaje que configura nuestro modo de comportamiento social. Así, aprendemos a temer (o no temer) la guerra, la inflación, el desempleo, la enfermedad, el descrédito, el rechazo de los demás, la vejez, etcétera. Este miedo sobrevenido, asimilado de la estructura social en la que nos ha tocado vivir, no tiene una asignación de valor clara: puede ser bueno o malo, según las circunstancias o el contexto histórico en el que tiene lugar.

Como toda conducta humana aprendida, el miedo social es una potente herramienta en manos de aquél o aquéllos que tengan la habilidad de inducirlo en la mente de los individuos, no digamos en el alma colectiva de una sociedad. La adecuada manipulación del miedo a la muerte por brujos y sacerdotes de toda laya ha estado desde donde nos alcanza la memoria en el origen de la sumisión: el hombre está dispuesto a pagar casi cualquier precio, incluida su libertad, por la evasión de la muerte, por la certeza de la vida eterna.

También como toda conducta humana aprendida, el miedo social está determinado por las particulares condiciones históricas que le dan vida. El hombre ha temido la ira de dios, el entierro sin vituallas, los eclipses, la llegada del año 1000, la peste o la sombra de la Inquisición en según qué periodos de la historia porque eso era lo que tocaba.

Tradicionalmente el miedo ha tenido cara porque la amenaza, riesgo o peligro que lo provocaban (el caudillo del ejército enemigo, el déspota, el astro, la enfermedad epidémica, etcétera…) eran conocidos.

Vivimos tiempos de mayor oscuridad. Ya no se puede señalar con precisión la fuente de la amenaza. Nos movemos como ciegos en un entorno hostil en el que no sabemos determinar de dónde nos puede llegar un peligro de cuya certeza no podemos dudar. Miles de millones de hombres y mujeres se agitan inquietos sabiéndose a merced de fuerzas anónimas, indefinidas, que tienen control sobre sus trabajos, su bienestar y sus destinos sin estar sujetas a ningún tipo de control. Estas fuerzas se ocultan tras nombres cuya sola mención desincentiva la rebeldía: los mercados, el PIB, la estabilidad financiera, el crecimiento… Pareciera que la humanidad ha dado un inverosímil salto hacia atrás despojándose de todos los avances que desde la Ilustración le habían permitido ganar espacios de libertad y gobierno sobre las vidas de los ciudadanos. Éstos, desorientados, tienden a encerrarse en sus estructuras sociales más cercanas (la familia, el pueblo, el grupo religioso) y conocidas, adoptando pautas de comprensión de la realidad circundante que poco tienen que ver con la razón y mucho con las emociones o los mitos. El auge de las sectas religiosas, de los nacionalismos o de ciertos movimientos políticos no por minoritarios menos reaccionarios es una muestra de ello.

Necesitamos identificar cualquier mistificación, reconocer los velos allá donde éstos ocultan relaciones de dominio o semillas de injusticia, con el íntimo convencimiento de que dar un rostro al miedo es el primer paso para vencerlo.