viernes, 12 de agosto de 2011

Chus

Conocí a Chus en la universidad. Era una jovencita atractiva, alocada y risueña. Eran tiempos de intensa actividad política, especialmente entre los estudiantes –el estudiantado, como se decía entonces por analogía con el proletariado o el campesinado–. Aunque los comprometidos no éramos una mayoría y los organizados mucho menos, la arrogancia que sólo puede dar la juventud nos llevaba a mirar por encima del hombro a aquellos compañeros desinteresados por los problemas sociales y políticos, que eran muchos y graves. Chus era una de ellos.

Con su carcajada fácil, su frivolidad y ligereza, su interés en el atuendo y su conversación intrascendente era el prototipo de cabeza loca con la que, por principio, había una incompatibilidad de trato.

La intolerancia fue menguando a la par que la fiebre militante, aunque tal vez no a la misma velocidad. Empezamos a tratarnos y me sorprendí al descubrir una persona cuya apariencia y mi simpleza me habían ocultado hasta entonces. Nos hicimos muy amigos. Preparábamos juntos los exámenes, hablábamos, salíamos… nos conocimos mejor.

Terminada la carrera, seguimos caminos diferentes. Ella viajó y se fue a trabajar al extranjero. Yo me quedé en España pero cambié de ciudad. Pasaron los años, nos emparejamos varias veces cada cual por su lado y yo tuve hijos, pero seguíamos en contacto y manteniendo una relación estrecha.

Cuando regresó retomamos el contacto con algo más de intensidad. Hablábamos por teléfono o nos escribíamos (todavía no había llegado la revolución de internet). Algo en ella, sin embargo, había cambiado y me inquietaba. Su conversación parecía haberse vuelto más incoherente. La última visita que le hice confirmó mis temores. Vivía con un truhán al que mantenía y ella misma tenía un aspecto deplorable. Me fui apesadumbrado de su casa y no volví a verla, aunque hablamos por teléfono alguna vez más: charlas breves en las que se hacía patente su deterioro.

Al poco tiempo supe que se le había diagnosticado una enfermedad mental que sólo una pequeña parte de la población mundial presenta en la edad adulta. El pronóstico no era bueno y la terapia involucraba su internamiento en un centro especializado. Poco podía hacer yo: la llamé una última vez pero ya era difícil enhebrar una conversación. Perdimos el contacto.

Pasaron los años y yo seguía enviándole felicitaciones de Navidad en la confianza de que hubiera mejorado su condición y pudiera contestarlas. En vano, nunca más volví a tener noticias de ella hasta hace unos días en que, ayudado por la tecnología, localicé a una de sus hermanas a la que me apresuré a llamar con una urgencia no exenta de inquietud.

Según me contó, la enfermedad no ha remitido. Ha estado todos estos años a tratamiento, con períodos de reclusión alternados con otros de libertad. Con el mejor de los pronósticos seguirá así el resto de su vida. Ahora está internada, por lo que no es posible el contacto con ella. Su carácter ha cambiado. Ya no es la muchacha dulce que yo conocí. Se ha convertido en una mujer irascible e insociable que apenas soporta el trato con su propia familia.

La información me dejó dos sensaciones distintas. Por una parte, el alivio de saber que no ha empeorado y que previsiblemente no lo hará. Por otro, la desazón de comprobar que no volveré a ver a la compañera y amiga de mi juventud.

Hace más de treinta sólo había para ella años por venir. Los encaraba con un alborozo despreocupado, una buena formación académica y, sobre todo, una pasión para disfrutarlos desprovista de prejuicios y ataduras. Nada le estaba vedado por las estrecheces de la moral en la que había crecido (“cuando viajo me gusta conocer los países y a sus hombres”, solía decir). Era un torrente, un caudal de vida corriendo desatado al encuentro de más vida. Yo, que creyendo poder enseñarle algo tanto había acabado aprendiendo de ella, asistía perplejo al milagro.

La enfermedad fue una escollera en la que se estrelló toda esa corriente de júbilo vital: lo arremolinó y devolvió con violencia, y volvió a hacerlo cuando regresó con fuerza mermada, y así una y otra vez hasta que consiguió remansarlo en un pantano oscuro de tristeza y desesperanza.

Los que sabemos que no siempre fue así y conservamos intacta la memoria de su felicidad y de la que nos proporcionó sin pedir nada, nos vamos marchitando un poco bajo el peso de tal injusticia. En alguna parte de nosotros también hay un pantano oscuro en el que el tiempo va aquietando sueños agitados, esperanzas insensatas y la misma pasión de vivir.