miércoles, 30 de mayo de 2012

Meditaciones

Tal vez la vida en las guarniciones danubianas acentuara el natural pesimismo de Marco Aurelio. En las tardes grises de Carnuntum vivió tiempos de zozobra en los que la guerra y la peste parecían anunciar el fin de Roma. Cuántas veces, entre las brumas de Panonia, recordaría a su abuelo, de quien había aprendido el buen talante, y a su padre adoptivo, el emperador Antonino, a quien debía su aprecio por el esfuerzo y la perseverancia, su amor al prójimo y su preocupación por el bien común, su desapego del lujo y su prudencia. Y cuántas rememoraría las enseñanzas de su maestro y amigo Frontón, el rétor que lo formó en las técnicas de la Gramática, o las de Rústico, quien lo inició en la filosofía estoica.

En la soledad de su tienda escribía sus melancólicos soliloquios desgranando una visión del mundo que se mueve entre la desesperanza y la resignación. La muerte, tan presente en su vida y en su reinado, no está asociada a la gloria, sino al olvido que todo lo arrastra al mismo vacío negro. Todo lo que es desaparece con rapidez: los hombres, en el mundo; su recuerdo, en el tiempo. Ni siquiera la memoria es garantía de permanencia. Todo acaba perdido, deshecho y disuelto en otros seres: en un instante, serás cenizas y huesos, un nombre o ni siquiera eso; si un nombre, sólo un murmullo y eco. Lo mismo que sucede con el amor: lo creemos eterno y un día reparamos en que no es más que un brumoso recuerdo que languidece como una evocación mortecina a la que nos cuesta poner nombre.

Marco Aurelio va tiñendo de nostalgia su testamento espiritual, escrito quizás para su hijo Cómodo, o simplemente para él mismo. Él no lo sabe, pero ya nunca volverá a pisar Roma: terminará sus días en Vidobona, habiendo concluido su conmovedor homenaje a quienes lo habían conducido en su infancia y juventud: familiares, preceptores, maestros y amigos. Con sus predecesores Adriano y Antonino marca la edad de oro de una Roma que empezaba a sospechar su decadencia.

En su Cuaderno de notas a las Memorias de Adriano, Marguerite Yourcenar recuerda la lectura, en la correspondencia de Flaubert, de esta inolvidable frase: “Cuando los dioses ya no existían y Cristo no había aparecido aún, hubo un momento único, desde Cicerón hasta Marco Aurelio, en que sólo estuvo el hombre". Casi dos milenios después, el hombre vuelve a estar solo.

sábado, 18 de febrero de 2012

El amor es de izquierda


En la presentación de la nueva novela de mi amiga Enriqueta de la Cruz ayer, en el Ateneo (El amor es de izquierda), se respiraba un aire antiguo de inocencia y libertad. Se podrá decir que la docta institución todo lo empapa de amor de saber, pero también que en las venas de los amigos que llenaban la sala Úbeda hay, como en las de Machado, gotas de sangre jacobina; y como él son, en el buen sentido de la palabra, buenos.

La autora hizo la presentación con la frescura de una conversación de café, alternando su discurso con la lectura de ciertos pasajes por Inma Chacón. Tal vez el término lectura no alcance a expresar lo que Inma hizo con su voz de seda cantarina de acentos extremeños: devolvernos durante unos instantes casi hipnóticos a la infancia en que nuestra madre nos leía un cuento antes de dormir. Su paso lento por el episodio en que Lenin y Elena hacen el amor fue tan hermoso que, cerrados los ojos para concentrarme mejor, me pareció que no oía: veía.

En otro de los pasajes del libro, uno de los personajes, Sara, hace una conmovedora reflexión sobre la incapacidad de expresar verbalmente nuestras emociones en la sociedad actual. Es como si en el proceso de evolución social hubiésemos acabado perdiendo esa facultad, como algunos animales, después de milenios, pierden alguna extremidad. Y esa amputación nos condena a implorar ayuda con la mirada o con los gestos, a buscar remedio a nuestro desamparo inermes, mudos, esperando que alguien repare en nuestro dolor para darnos lo que tan fácil habría sido pedir con palabras: una mano, un abrazo, un beso.

Se habló mucho en la presentación: de esperanza, de utopía, de bondad, de amor, de fe, porque como dice Rimbaud, el amor es la mejor fe. Son tiempos de postración, pero consuela comprobar que todavía, en algunos rincones ilustrados, se respira un aire antiguo de inocencia y libertad.