domingo, 19 de mayo de 2013

ARBO


Estos días he conseguido viajar en el tiempo gracias a mi amigo T., a quien hace ya cuarenta años que no veo. No sé cómo se las ha arreglado para encontrarme, pero cuando levanté el teléfono y me dijo que era él, se obró el milagro y los cuarenta años se encogieron instantáneamente hasta convertirse en cuarenta minutos: así de cerca me llegó aquel tiempo mágico de Arbo, aquellos veranos de un calor plomizo impropio de Galicia.

Todo entonces contribuía a acentuar la indolencia adolescente: las mañanas plácidas en el río Miño cuya corriente violenta en aquel tramo de su curso y sus traicioneros remolinos nos atrevíamos a desafiar nadando hasta la orilla portuguesa; la tardes perezosas en la casa de alguno de nosotros, ya sentados en el porche de la nuestra, ya en el jardín de la suya; las cenas inquietas que precedían a las verbenas de algunas de las parroquias y aldeas cercanas (Barcela, Las Nieves, Sela, Cabeiras, Creciente…); los aperitivos dominicales en cualquiera de los bares del pueblo.

Salíamos al encuentro de la vida sin darnos cuenta de que íbamos encontrándonos a nosotros mismos, dejando en la búsqueda jirones de inocencia enredados en las chicas, la música, los vermús, las conversaciones y el pasmo asombrado de la emergencia del deseo. Se asentaron entonces amistades que ahora veo han resistido el bataneo inmisericorde de las décadas como sólo los aprecios y querencias de la pubertad, aún ignorantes de la traición, el desencanto o la simple descomposición, pueden soportar.

Parecía entonces que la vida transcurría milagrosamente indemne en dos corrientes contradictorias: el manso curso del estío con su quietud tántrica y el atropellado torrente de nuestro interior. No lo sabíamos, pero estábamos enfilando caminos diferentes, tanto que nos perdimos de vista casi para siempre.

Durante estos últimos cuarenta años, he regresado a Arbo en algunas ocasiones, sólo para ir constatando, en cada viaje con mayor claridad, que el lugar me es tan extraño como la edad en la que en él fui feliz. Y es que, al parecer, en eso consiste envejecer: en un permanente y definitivo destierro.