Estos días he conseguido viajar en el tiempo gracias a mi
amigo T., a quien hace ya cuarenta años que no veo. No sé cómo se las ha
arreglado para encontrarme, pero cuando levanté el teléfono y me dijo que era
él, se obró el milagro y los cuarenta años se encogieron instantáneamente hasta
convertirse en cuarenta minutos: así de cerca me llegó aquel tiempo mágico de
Arbo, aquellos veranos de un calor plomizo impropio de Galicia.
Todo entonces contribuía a acentuar la indolencia
adolescente: las mañanas plácidas en el río Miño cuya corriente violenta en
aquel tramo de su curso y sus traicioneros remolinos nos atrevíamos a desafiar
nadando hasta la orilla portuguesa; la tardes perezosas en la casa de alguno de
nosotros, ya sentados en el porche de la nuestra, ya en el jardín de la suya;
las cenas inquietas que precedían a las verbenas de algunas de las parroquias y
aldeas cercanas (Barcela, Las Nieves, Sela, Cabeiras, Creciente…); los
aperitivos dominicales en cualquiera de los bares del pueblo.
Salíamos al encuentro de la vida sin darnos cuenta de que íbamos encontrándonos a nosotros mismos, dejando en la búsqueda jirones de inocencia
enredados en las chicas, la música, los vermús, las conversaciones y el pasmo
asombrado de la emergencia del deseo. Se asentaron entonces amistades que ahora
veo han resistido el bataneo inmisericorde de las décadas como sólo los
aprecios y querencias de la pubertad, aún ignorantes de la traición, el
desencanto o la simple descomposición, pueden soportar.
Parecía entonces que la vida transcurría milagrosamente
indemne en dos corrientes contradictorias: el manso curso del estío con su
quietud tántrica y el atropellado torrente de nuestro interior. No lo sabíamos,
pero estábamos enfilando caminos diferentes, tanto que nos perdimos de vista casi
para siempre.
Durante estos últimos cuarenta años, he regresado a Arbo en
algunas ocasiones, sólo para ir constatando, en cada viaje con mayor claridad, que
el lugar me es tan extraño como la edad en la que en él fui feliz. Y es que, al
parecer, en eso consiste envejecer: en un permanente y definitivo destierro.