“Retóricas de la intransigencia” es una
excelente expresión por muchos motivos, desde su contundencia fonética hasta su
riqueza connotativa, a la que sólo encuentro un defecto: no es de mi cosecha,
pues la he tomado prestada del excelente libro de Albert O. Hirschman así
intitulado.
Todo librepensador hace de la
tolerancia su bandera. Un campo en el que la aquélla es un valor especialmente
apreciado es en el del debate, sobre todo en el público. Esto es algo
especialmente patente en estos días en los que, como consecuencia de la
polarización de la sociedad que el reciente devenir económico, social y
político ha propiciado, las posturas extremistas han ocupado el lugar de los
puntos de encuentro, el grito se sobrepone al argumento, la consigna al diálogo
y el insulto a la reflexión sosegada. Nos encontramos ante una suerte de
encanallamiento civil que parece afectar a todos los órdenes de la convivencia,
el primero de ellos el de la capacidad de entendimiento.
Estas situaciones suelen
afrontarse bajo los efectos del complejo de Adán, en virtud del cual pensamos
que nada similar ha ocurrido antes en la Historia. Pareciera que la
intransigencia es una recién nacida en un mundo en el que reinaba la armonía
polémica. La obra de Hirschman nos muestra, muy al contrario, que ello dista de
ser así. Las reacciones conservadoras a todo impulso de cambio y progreso son
tan antiguas como la civilización y se han ajustado de manera sorprendente a
una serie de patrones que resultan asombrosamente patentes una vez que el
economista alemán los desnuda ante nuestros ojos, de manera que murmuramos
–como siempre se hace ante las verdades no evidentes– “¿cómo no se me había
ocurrido antes?”.
En efecto, Hirschman nos desvela
estas pautas de argumentación a través de la investigación de tres períodos
históricos: los correspondientes a las etapas del desarrollo de la ciudanía que
el sociólogo inglés T.H. Marshall describe en su ensayo Ciudadanía y clase social. En las conferencias que se recogen en
este trabajo, Marshall establece tres dimensiones de la ciudadanía y asocia su
conquista a tres momentos históricos: la civil, vinculada a los derechos individuales (reunión,
expresión, propiedad, vida…) recogidos en la Declaración de los derechos del
hombre y del ciudadano, y cuya consecución se llevó a cabo en el siglo XVIII
con la Revolución francesa como referencia; la política, referida a los derechos de
participación del ciudadano en la vida pública, que se consiguió en el siglo
XIX a raíz de las leyes de sufragio; y la social, alcanzada a lo largo del siglo XX con
el establecimiento del estado del bienestar.
En todos estos
períodos históricos se libraron duras batallas dialécticas en las que los
pensadores y políticos conservadores se oponían a los avances propuestos por
los progresistas con una serie de argumentos que Hirschman logra sistematizar a
través de una clasificación simple, según la cual la retórica reaccionaria
repite con una notable regularidad tres tipos de tesis: la de la perversidad,
la de la futilidad y la del riesgo.
La tesis de la perversidad podría formularse del siguiente modo: toda medida que se tome para avanzar en una determinada dirección, producirá el efecto contrario: el esfuerzo por romper cadenas producirá más esclavitud, el seguro de desempleo producirá más paro, etcétera. Todos nos hemos topado, en nuestras discusiones o lecturas, con este tipo de argumento. Tiene la fuerza devastadora de lo sencillo y su falacia sólo se demuestra con el paso del tiempo. La tesis de la perversidad se sustenta en las reflexiones filosóficas acerca de las consecuencias no deseadas de las acciones humanas, tan en boga en el siglo XVIII, cuya expresión más acabada es la mano invisible de Smith o la conocida oposición de Mandeville entre los vicios privados y las virtudes públicas.
La tesis de la perversidad podría formularse del siguiente modo: toda medida que se tome para avanzar en una determinada dirección, producirá el efecto contrario: el esfuerzo por romper cadenas producirá más esclavitud, el seguro de desempleo producirá más paro, etcétera. Todos nos hemos topado, en nuestras discusiones o lecturas, con este tipo de argumento. Tiene la fuerza devastadora de lo sencillo y su falacia sólo se demuestra con el paso del tiempo. La tesis de la perversidad se sustenta en las reflexiones filosóficas acerca de las consecuencias no deseadas de las acciones humanas, tan en boga en el siglo XVIII, cuya expresión más acabada es la mano invisible de Smith o la conocida oposición de Mandeville entre los vicios privados y las virtudes públicas.
En los tres periodos históricos
mencionados ha sido utilizado con profusión: durante e inmediatamente después
de la Revolución Francesa, por pensadores como Edmund Burke o Joseph de
Maistre. El primero sostenía que el efecto de la revolución sería la tiranía y
el segundo, en la misma línea, desarrolla una curiosa teoría que hace a la
Divina Providencia la garante del viejo orden que dará al traste con los
esfuerzos revolucionarios. La extensión del derecho de voto fue también combatida
por notables ideólogos mediante la tesis de la perversidad. La dicotomía entre
individuo (racional, consciente, autónomo) y la muchedumbre (irracional, impresionable,
dependiente) se utilizaba para pronosticar el fracaso del sufragio como medio
para extender el derecho de participación. La masa, forma de vida inferior fácilmente
manipulable, facilitaría el objetivo de la oligarquía de seguir teniendo el
poder político. Pensadores como Niestzche o escritores como Flaubert dieron
consistencia a esta tesis. El argumento, sorprendentemente, sigue oyéndose hoy
en ciertos círculos en formulaciones como ésta: “no vale lo mismo el voto de un
albañil que el de un notario”. Pero si en alguna de las dimensiones del
desarrollo de la ciudadanía ha sido y continúa siendo utilizada con más
profusión la tesis de la perversidad, es en la social, desde la promulgación de
las leyes de pobres en Inglaterra hasta el establecimiento de la sanidad
pública universal. En su auxilio viene la teoría económica clásica, que
sostiene que el mercado es un mecanismo perfecto de asignación de recursos que
garantiza el equilibrio siempre y cuando no se interfiera en su funcionamiento.
Cualquier medida que suponga un alejamiento del libre concurso de las fuerzas
del mercado dará como resultado el alejamiento de ese equilibrio y la obtención
de resultados distintos de los pretendidos. El rosario de conclusiones
pseudocientíficas es bien conocido: la redistribución de la riqueza es contraproducente,
el salario mínimo aumenta el desempleo, el establecimiento de precios máximos
del pan o la harina lleva al desabastecimiento, la asistencia social fomenta la
pereza y produce vagos, etcétera. Milton Friedman es un buen abanderado de
estas posturas.
La
segunda tesis, la de la futilidad, se basa en la inutilidad de tomar medida
alguna, puesto que cualquier intento por mejorar las cosas las dejará como
están. Ello es así porque existe una estructura subyacente de carácter
permanente que es imposible alterar. Lampedusa lo expresa perfectamente en El
Gatopardo cuando afirma que es necesario cambiarlo todo para que todo siga
igual. Aunque es un argumento tan sencillo como el de la perversidad, su
naturaleza es más insultante.
Así, Tocqueville en su obra sobre la
Revolución Francesa, sostiene que sus logros no son tales, pues ya se habían
logrado en el antiguo régimen, incluidos los derechos del hombre y del
ciudadano. Todo cambio es cosmético y no afecta a la naturaleza inherente de la
sociedad y las revoluciones estallan allá donde los cambios ya se habían
iniciado. Los impulsos de reforma política del siglo XIX fueron firmemente
rechazados por economistas como Pareto o Mosca. El primero eleva al carácter de
universal su conocida ley que, por tanto, no podrá ser modificada por ningún
avance en la representación ciudadana. El segundo, llegaba a la misma
conclusión por la diferencia eterna entre gobernantes y gobernados. Las
formulaciones derivadas son también conocidas por su uso y abuso: siempre habrá
clases, quien mande y quien obedezca, la riqueza siempre se distribuirá con
arreglo al mismo patrón, la democracia es una mentira porque siempre gobierna la
misma plutocracia, etcétera. Cualquier aspiración democrática está condenada a
la futilidad.
El desarrollo del estado del bienestar
también contó con su ración de tesis de la futilidad. Sobre la base de la
capacidad auto-reguladora del mercado, se afirmaba que todo intento de
redistribución de la riqueza acabaría en la canalización de los recursos hacia
la clase media, no hacia la más desfavorecida, con lo que el esfuerzo
resultaría inútil.
Finalmente,
la tesis del riesgo, que es de elaboración más complicada, sostiene que, si
bien las medidas encaminadas a lograr una mejora en determinada dirección
pueden tener éxito, acabarán poniendo en peligro otros avances conseguidos con
anterioridad en otro ámbito. Esta tesis se ha empleado en dos direcciones: la
democracia pone en peligro la libertad y el estado del bienestar pone en
peligro la democracia. La disyuntiva entre libertad e igualdad bebe de este
argumento. Las dos leyes de reforma inglesas del siglo XIX fueron objetadas de
esta forma: la extensión del sufragio pondría en peligro el sutil equilibrio
logrado por la Gran Bretaña imperial, próspera y en paz.
Hayek también se apunta a esta tesis
para atacar el estado social: dado que el campo de posibles consensos entre los
ciudadanos es reducido y la acción política en democracia se basa en los
consensos, la capacidad de acción de un gobierno democrático es limitada. Por
consiguiente, toda medida verdaderamente reformadora deberá ser impuesta por
coerción, lo que pondrá en riesgo la democracia.
He aquí las
tres tesis básicas de la reacción, los tres tipos fundamentales de las
retóricas de la intransigencia: cualquier intento de progreso o bien producirá
el efecto contrario al deseado (perversidad), o bien será inútil (futilidad), o
bien acabará con algún logro previo (riesgo). Como puede verse, nada nuevo han
producido nuestros días en el campo de la argumentación. En cualquier
conversación o tertulia se pueden encontrar razonamientos que se adaptan
perfectamente a alguno de los tipos descritos. Hay, sin embargo, una novedad merecedora
de ser subrayada. En los tres momentos del desarrollo de la ciudadanía citados,
el arsenal de argumentos de la reacción se dirige a contrarrestar medidas de
progreso. En este momento, sin embargo, este mismo conjunto de tesis se está
utilizando para justificar la demolición de logros ya alcanzados, para
justificar la reacción.
Ante esta ya
no tan moderna variedad de sofística, se impone con mayor fuerza el rechazo de
todo dogmatismo y el imperio de la tolerancia.