Adiós, Fer, queridísimo amigo. No he llegado a conocer el
relato de esa larga temporada en el infierno que ha precedido a tu despedida. Lo
fuimos dejando y ya nunca me lo contarás. Sólo he oído el eco de tu dolor, que
nunca me fue extraño a pesar de la distancia que absurdamente pusimos entre
nosotros.
Nos asomamos juntos a la vida como párvulos asombradizos. ¿Recuerdas
cómo entrábamos al aula cogidos de la mano? Así, de la mano, hemos caminado
durante medio siglo viéndonos crecer, madurar, aprender, ser felices pocas
veces e infelices muchas. Digo con Cicerón que parecen quitar el sol del mundo
quienes quitan la amistad de la vida, lo sé bien porque he tenido la tuya.
Añoraré nuestras largas conversaciones, nuestro permanente desencaje del mundo, tu facilidad para descubrir en las cosas lo que los demás no veíamos, tu melancolía risueña que, ahora lo comprendo, era el anticipo de un sufrimiento impredecible.
Te resultó insoportable el oficio de vivir. No preví el desenlace. Me avisaste, pediste auxilio con una
voz cada vez más débil, no supe verlo o me faltó generosidad. Ahora es tarde y
sólo puedo llorar.