jueves, 17 de abril de 2008

Libros recomendados


Un poco atolondrado he abierto una sección de libros recomendados en esta página. En cuanto tuve que pensar en mis sugerencias caí en la cuenta de lo absurdo del afán. Los libros son como los amores: nunca nos enamoramos de la misma forma, como tampoco leemos con la misma disposición. De qué diferente modo nos enfrentamos a una obra en cada relectura, qué distintos caracteres nos presenta el mismo personaje, qué juicios tan dispares nos suelen merecer.

En quinto de bachillerato tuve un peculiar profesor de literatura. Era un joven sacerdote heterodoxo tanto en su comportamiento como en su aspecto. En los primeros setenta empezaban a ser comunes estos clérigos progresistas que se habían desarrollado al amparo del Vaticano II y de la ola de apertura que llevó a la Iglesia. Unos cebaron el ejército de curas rojos que trabajaban en los barrios obreros; otros (alguno conocí), terminaron en las filas de alguna guerrilla latinoamericana; los menos escalaron puestos en la jerarquía y acabaron puliendo sus aristas más radicales; algunos se secularizaron.

Nunca supe qué fue de mi profesor de literatura, el padre Ricardo. Su método de enseñanza era muy simple: nos dejaba en la biblioteca para que leyéramos lo que nos viniera en gana. Fue así como aquel año académico en el que cumplí quince leí todo lo que pude de las generaciones del 68 (Pereda, Valera, Palacio Valdés -¡qué turbación en mi primera adolescencia me produjo La hermana San Sulpicio!-, Galdós, Blasco Ibáñez -el más joven de ellos-...) y del 98 (Azorín, Valle y Unamuno, mucho, muchísimo Unamuno). Recuerdo el descubrimiento de Wenceslao Fernández Flórez, del que me leí varias obras, a una de las cuales, El bosque animado, regreso con frecuencia. Pero de entre todo lo que leí aquel año, una obra se quedó enganchada en algún recoveco de mi cerebro: El pirata de Walter Scott. Creo recordar que la edición era de Austral, tapa roja. En sus páginas viví una extraordinario viaje por las Shetland a través de una historia de amores, corsarios, veleros, damas de la nobleza, leyendas mágicas, compromisos y muertes. Durante años representó para mí el ejemplo de la novela de aventuras.

Apegado a ese recuerdo, busqué sin éxito el libro por toda cuanta librería o catálogo visitaba. Con cada fracaso crecía en mi consideración la altura de la novela, igual que sólo recordamos las bondades de los muertos e incluso, con el paso del tiempo, les reconocemos virtudes que en vida no tuvieron.

Terminé por encontrar un ejemplar por pura casualidad. Fue en un pueblo andaluz de la costa, donde me encontraba de veraneo. Lo tenían en una barraca de las que se montan en vacaciones para sacar algo de dinero de los fondos que ya no tienen salida por los canales comerciales. Allí estaba, entre libros de cocina, biografías de políticos actuales, ediciones baratas de malas traducciones de los clásicos, colecciones fracasadas antes del segundo número y restos similares. Me lo llevé y empecé a releerlo esa misma noche. Lo que me encontré tenía poco que ver con lo que añoraba. La primera vez había leído un libro de aventuras. Ésta, uno costumbrista. Es como si yo hubiera crecido mientras la obra menguaba y la suma de ambos cambios acrecentara la distancia.

Cuando me enfrenté a mis sugerencias de la sección de libros recomendados, me vino a la memoria El pirata, de Walter Scott. Y pensé que los libros son como los amores. Y que las personas envejecen a pasos diferentes. Y que más diferentes todavía son los pasos a los que envejecen las cosas.

1 comentario:

Anónimo dijo...

" Los pareceres de aquel vecino tan raro y solemne influyeron profundamente en los árboles. Las mimbreras se jactaban de tener parentesco con él porque sus finas y rectas varillas se asemejaban algo a los alambres; el castaño dejó secar sus hojas porque se avergonzaba de ser tan frondoso; distintos árboles consintieron en morir para comenzar a ser serios y útiles, y todo el bosque, grave y entristecido, parecía enfermo, hasta el punto de que los pájaros no lo preferían ya como morada. Pasado cierto tiempo, volvieron al lugar unos hombres muy semejantes a los que habían traído el poste; lo examinaron, lo golpearon con unas herramientas, comprobaron la fofez de la madera, carcomida por larvas de insectos, y lo derribaron. Tan minado estaba, que al caer se rompió. El bosque se hallaba conmovido por aquel tremendo acontecimiento. La curiosidad era tan intensa que la savia corría con mayor prisa. Quizá ahora pudieran conocer por los dibujos del leño, la especie a que pertenecía aquel ser respetable, austero y caviloso.
(...)
Aquel día el bosque, decepcionado, calló. Al siguiente entonó la alegre canción en que imita a la presa del molino. Los pájaros volvieron. Ningún árbol tornó a pensar en convertirse en sillas y en trincheros. La fraga recuperó de golpe su alma ingenua, en la que toda la ciencia consiste en saber que de cuanto se puede ver, hacer o pensar sobre la tierra, lo más prodigioso, lo más profundo, lo más grave es esto: vivir. "

Fragmento de El bosque animado.