Hoy me he encontrado embarcado en un extraño viaje al pasado a lomos de dos artículos de prensa y una exposición fotográfica. Los primeros se encuentran en secciones tan dispares como la contraportada del suplemento local de Madrid de El País y la colaboración semanal de Muñoz Molina en Babelia. La segunda, reseñada magistralmente por éste en el texto antedicho, se ofrece en el Reina Sofía hasta mediados del próximo febrero: una espléndida colección de fotografías de García-Alix titulada “De donde no se vuelve”, expresión que me lleva a través de emocionadas connotaciones a Bécquer y Cernuda (Donde habite el olvido…).
En el suplemento citado encuentro en la sección habitual “Guía de perplejos” una entrevista con Casto Herrezuelo, camarero durante lo últimos 55 años del bar El Palentino, que tantas cervezas nos sirvió a mi ya fallecido amigo Orlando y a mí. Es eso precisamente, la interminable lista de jóvenes muertos por la heroína o el sida en los años 80 que Casto evoca con una amarga frialdad, lo que me devuelve transitoriamente a esa época de excesos en la que la vida se apuraba histéricamente en una enloquecida carrera avituallada con todo tipo de drogas al ritmo de la mejor música de los últimos cuarenta años.
Acabada la lectura de la entrevista y todavía recordando tristemente a mis queridísimos amigos que se quedaron en el camino (un beso a todos dondequiera que estéis: Alfredo, Ángel, Alejandro, amadísimo Orlando, amigo, amigo Foni, Rafa, Manolo, María José, mi muy querido Kubala, Pablo, Mary Carmen, Alfonso y tantos y tantos más), me doy de bruces con el comentario de Muñoz Molina sobre la exposición de García-Alix a la que me dirijo casi inconsciente, arrastrado por una inexplicable necesidad de encontrarme.
La muestra es dura y descorazonadora. La nutrida colección de fotografías recoge imágenes de los últimos treinta años, pero yo sólo tengo ojos para aquéllas que enmarcan mi juventud: muchachos inyectándose heroína, lúgubres habitaciones de paredes desconchadas, descampados estremecedores en los que punkies inánimes miran a la cámara como zombies alucinados, patios interiores que parecen exhalar muerte a través de la luz mortecina de sus ventanas, chicas desnudas en posturas obscenas que no excitan apetito alguno, árboles que elevan patéticamente sus ramas desnudas a un cielo inclemente. Todo en ella es desolación y desesperanza.
Salgo del museo aturdido, pensando si tal vez aquellos años tan celebrados como explosión de creatividad y dinamismo no han sido sino el triste prefacio de un relato penoso cuyo epítome estamos escribiendo ahora rendidos, acobardados, derrotados, aplastados por la repentina certeza de que todo resultó ser una enorme mentira.
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