Hace unos días leía, a propósito de un terrible asesinato que ha golpeado la conciencia de todo el país, que hay una unidad de la policía encargada de los llamados casos difíciles –inquietantes los denominan–, que son los de las personas desaparecidas, cuya muerte no está contrastada y que, por tanto, siguen pendientes de localizar. La cifra es relativamente elevada, casi 15.000. Me pregunto cuáles son las circunstancias en las que una persona desaparece. Seguramente, desde la perspectiva estadística, éstas se concentran en unos pocos casos típicos. Una buena parte serán personas que no encuentran mejor manera de separarse de sus parejas: esposas que abandonan a sus esposos, maridos que dejan a sus mujeres. Habrá también jóvenes adolescentes que escapan de casa para no volver jamás, quién sabe si tras encontrar la libertad que ansiaban o encadenados a una nueva servidumbre. Algunos serán víctimas de algún accidente que les habrá hecho perder la memoria, otros habrán caído definitivamente por la sima de la demencia, perdidos no sólo de su familia, sino también de sí mismos.
Pero también juego con la probabilidad de que en el número de los inquietantes se cuenten los casos de algunos que, viajando con frecuencia a causa de su trabajo, deciden un buen día no regresar y quedarse en la ciudad o en el país al que llegaron para vender, comprar, negociar, estudiar el terreno, enseñar, dar una conferencia o aprender. Quienes llevamos una vida de continuos desplazamientos hemos fantaseado alguna vez con esa idea cuyo atractivo reside en la posibilidad cierta del renacer, de la nueva identidad que nos permitiría deshacernos de los errores que tanto pesan, ocultar nuestras debilidades a quien nunca las ha conocido, adornarnos ante nuevos amigos y nuevos amantes con abalorios inverosímiles en nuestro medio original, en el que ninguna redención es posible.
Me gusta pasear por las calles de las ciudades a las que viajo otorgando esa naturaleza de fugitivo renacido a algunas personas con las que me cruzo. Los miro fijamente y murmuro para mí: “sé tu secreto y te envidio; llegará el día en que también yo me desharé de mí”.
En algún momento, al cabo de unos días, en el aeropuerto más cercano, mientras entretengo la espera en alguna tienda libre de impuestos o aguardo ante el mostrador de embarque, siento inalterado el peso de mis errores, la evidencia de mis debilidades y la inútil vaciedad de todo adorno, porque sé que el mío jamás será un caso inquietante.
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