Conocí a J. hace veinticuatro años. Nuestras vidas se cruzaron brevemente, quizá durante no más de un mes. Ella pasaba unos días en España y a través de amistades comunes y la consabida colaboración del azar terminamos por coincidir. Éramos ambos dos veinteañeros exaltados que proveníamos de la misma familia de la izquierda, el trotskismo, y tal vez fuese ese sustrato común el que dio pie a nuestra relación, corta pero intensa. Ella era suiza, de Basilea y poseía a mis ojos el cosmopolitismo europeo al que los españoles hemos tardado tanto en llegar. Hablaba con igual fluidez, además de los tres idiomas de la Confederación (alemán, italiano y francés), inglés y castellano. Su manera de aproximarse a los temas de conversación y la factura de sus argumentos transmitían el pulso inconfundible de la Europa civilizada, tan deseada y tan lejana para nosotros entonces. En mi memoria J. ha quedado asociada a un caluroso mes de mayo, a las fiestas madrileñas que conmemoran el levantamiento contra el francés, a las terrazas de Malasaña, al museo del Prado, a las tascas del Madrid de los Austrias… También a una época difícil en la que me ayudó, a interminables conversaciones sobre política y el futuro de la izquierda, sobre arte y literatura. Sabedores del carácter pasajero de su estancia en España, apuramos los días casi con desesperación.
Al principio, tras la despedida, mantuvimos alguna correspondencia (ordinaria, por supuesto, todavía faltaban unos años para el uso generalizado del correo electrónico), cada vez más espaciada. Finalmente, como suele suceder en estos casos, perdimos el contacto.
Años después, no muchos, con motivo de un viaje a Basilea, intenté verla. Me dirigí a la dirección a la que le había enviado mis cartas, pero ya no vivía allí. Consulté la guía telefónica local, pero tampoco aparecía. Se la había tragado la tierra. Supuse que se habría casado, que tal vez ya no residía en la ciudad o que si todavía estaba en ella, habría cambiado de apellido, la única pista que me podía guiar.
Con el paso del tiempo, la olvidé casi completamente. Sólo en ciertas ocasiones, estimulado por algún detalle accidental (una noticia en la prensa, el parecido de un rostro, el regreso a alguno de los lugares en los que habíamos estado juntos), me acordaba de ella y evocaba con nostalgia aquella primavera en su compañía. Hace unos días, en un recoveco de una conversación intrascendente, asomó brevemente uno de esos detalles accidentales que me hizo pensar en ella. No le dediqué más que un instante, pero en algún rincón quedó impresionado el recuerdo porque, esta vez animado por la curiosidad, comencé a buscar su rastro en la red.
No tuve que indagar demasiado. Enseguida me topé con su pista y, poco a poco, pude reconstruir lo que había sido su vida durante estas dos décadas largas.
Dos años después de su visita a España viajó a Filipinas. En vano, pues, la había buscado en Basilea: ya se había ido. Allí conoció a un hombre con el que acabó casándose, no sé exactamente cuándo. Con él fundó una empresa de agricultura orgánica, que ahora preside. Poco a poco fueron ampliando el negocio hasta convertirlo en una de las principales compañías de catering de Manila. Constituyó también una empresa consultora de éxito. Pero, siendo como era una mujer de izquierda, siguió trabajando por la agricultura sostenible, la mejora de las condiciones de trabajo de las mujeres del campo, la igualdad de sexos, el empleo de tecnología no agresiva con el entorno y los avances sociales del medio rural. Puso en marcha una asociación de productores orgánicos en Filipinas, participó en la creación de la federación mundial de agricultura orgánica, y viaja por medio mundo dando conferencias sobre todo ello.
Después de repasar con detenimiento la información recopilada, sentí una especie de sorda satisfacción al comprobar que no nos abatimos completamente, que es mucho lo que permanece inalcanzable al óxido de la renuncia, que no todo es capitulación. Y por momentos, al leer en qué ha empleado J. estos últimos veinte años, me parece estar escuchándolo de sus labios mientras tomamos una cerveza en Malasaña, como en los días antiguos de aquel cálido mayo.
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