El recuerdo más vivo de la primera vez que la besó era el tacto de su pelo. No es que se le hubiera olvidado la impresión de irrealidad que sorbió de sus labios, la dulzura de su lengua, el olor de su piel. Pero del revoltijo de sensaciones que se concentraron en aquellos segundos, por no sabía qué extraña razón, sólo pudo recuperar el tacto de su pelo cuando por la mañana habló con ella por teléfono. Todavía adormilado la llamó sin saber qué decir, pero con la urgencia de volver a oír su voz. “¿Cómo estás?”, le preguntó ella. “Bien, muy bien, pero todavía tengo mis dedos enredados en tu pelo”, contestó aturdido, sintiéndose de pronto torpe y abotargado. Cuando colgó se maldijo por no haber tenido la agilidad necesaria para decirle que estaba cayendo en un pozo insondable, que el vértigo lo desconcertaba, que una vida entera quedaba en suspenso a merced de su palabra o de su mirada.
Años después, con el amor todavía intacto, capaz en igual medida de temblar con la caricia de su cabello, ahora ya familiar, volvía una otra vez a sus rizos rubios, como si ellos ampararan una entrega rendida, una capitulación incondicional.
Y en sus noches solas, solo bajo las sábanas serias, evocaba la entrega del cuerpo generoso, abanderado de la rubia melena:
En crespa tempestad del oro undoso
nada golfos de luz ardiente y pura
mi corazón, ardiente de hermosura,
si el cabello deslazas generoso
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