miércoles, 4 de marzo de 2009

El Santo de los Croques


En 1965 ganó su primer jubileo en un doble sentido: era el primero de su vida (había nacido en 1958 y desde 1954 no había habido otro Año Santo Compostelano) y el primero que ganaba. El viaje a Santiago estaba organizado por el colegio de monjas de su pueblo y él iba acompañando a la empleada doméstica, la “muchacha” como la llamaban, la ahora anciana y entonces ya no joven María. Sólo recuerda tres cosas de aquel día: el madrugón, el fresco del amanecer y una de sus peticiones al Apóstol.

Es sabido que para ganar el jubileo se debe visitar la catedral de Santiago, oír misa y comulgar. La recompensa es una indulgencia plenaria. En el acervo popular, sin embargo, tan propenso a paganizar los ritos, parecía que el único requisito imprescindible eran los cabezazos al Santo de los Croques tras apoyar los cinco dedos de la mano en los orificios que a lo largo de varios siglos los peregrinos cansados habían horadado en el parteluz del Pórtico de la Gloria. Tres eran los golpes a dar con la frente propia en la del santo, que parece ser representa al propio Maestro Mateo, y con cada uno de ellos se formulaba un deseo. Como se ve, nada muy diferente de costumbres absurdas de similar propósito: arrojar monedas a las fuentes, mojar los pies en el mar o apagar una vela al tiempo que se piensa con fuerza en algo anhelado.

Él recuerda uno, sólo uno de sus tres deseos: que acabe la guerra de Vietnam. Sin duda, el conflicto estaba presente en la sociedad para que un niño de siete años lo considerara una de las tres peticiones que se debían hacer al Santo de los Croques. Resultaba extraño, pues en realidad la presencia masiva de los Estados Unidos todavía no se había producido, aunque la guerra contra el ocupante francés venía ya de antiguo, y los episodios que mayor impacto causaron –las matanzas de Hué, la masacre de My Lai, la ofensiva del Tet, las ejecuciones filmadas en las calles de Saigón– tardarían unos años en suceder.

El santo no fue muy diligente, para utilizar un término caritativo. La dichosa guerra tardaría casi diez años en terminar, debido, más que a su mediación ante el Todopoderoso, al agotamiento militar de las fuerzas americanas. Sin embargo, en su mente perduró ya para siempre la vaga percepción de que en un lugar del mundo, casi en el fin de la tierra, donde el cielo llora al ver el sol desaparecer más allá del mundo conocido, había una cabeza de mármol a la que comunicar con un leve contacto sus deseos, con la certeza de que serían concedidos.

No volvió a Santiago como peregrino hasta 1976, esta vez desde Madrid, adonde había ido a estudiar. Hizo el viaje en un destartalado Citroën dos caballos en compañía de su novia de entonces y otra pareja, una extraña mezcla: ella, una despampanante rubia perteneciente a una de las familias más adineradas de su ciudad; él, un gañán de pueblo con hechuras de campesino al que la lectura de un par de libros y el ambiente igualitarista de la España del momento, especialmente entre la juventud, habían abierto las puertas de círculos sociales no soñados. El zagal, liado desde Benavente en una agria discusión con la rubia, a la altura del alto del Padornelo y con su camisa de franela como única defensa frente al frío lacerante de los montes de Zamora, decidió abandonar la expedición. Allí quedó tirado, ante la actitud comprensiva de los otros tres, que no dudaron ni un momento en respetar su libertad para morir dignamente congelado.

En esta ocasión, recuerda, en su recién adquirida condición de ateo militante visitó la catedral con la superioridad moral del descreído. Algo, sin embargo, hizo que su entereza se quebrara como un barquillo cuando se vio de nuevo ante el pórtico. Miró con sorpresa al Apóstol sedente y siguió subiendo hacia el tímpano, quedando absorto en la contemplación del Pantocrátor, el Tetramorfos, los sacerdotes del templo de Jerusalén, el árbol de Jesé (Ne fleveris; ecce vicit leo de tribu Iudae, radix David…). Mecánicamente metió la yemas de los dedos en los orificios de la pilastra y se arrodilló a continuación para golpear la frente del santo. Recordó la fe infantil con que había pedido el fin de la guerra de Vietnam e inmediatamente, sin pensarlo siquiera, masculló apenas susurrando: que jamás conozca la traición.

Vaya si la conoció. En los treinta años siguientes fue apuñalado, a veces con saña, en todos los campos que holló: en las empresas en que trabajó, por jefes y algún subordinado; en sus dos matrimonios, por sus esposas y algún hijo; fuera de ellos, por tres amantes; en su partido, por ciertos compañeros. Cuando evoca las dobleces, las mentiras, las zancadillas, los trabucazos sufridos, su gesto se endurece brevemente.

A estas alturas debería ser un hombre resentido, sin esperaza, pero a pesar de la contrastada ineficacia del Santo de los Croques, todavía lo intentó una tercera vez durante una escapada de fin de semana para lamerse las heridas de su último fracaso sentimental. Corría el año 2004 y ya rondaba peligrosamente los cincuenta. Aunque era el mes de mayo, un calor infernal aplastaba a los turistas en la plaza del Obradoiro. Casi para acogerse al fresco de la catedral, subió la escalinata y entró en el templo. De nuevo el pórtico le daba la bienvenida. Como convocados por el Apóstol, los recuerdos se sucedieron vertiginosamente en una ráfaga fulminante: se vio con siete años de la mano de María, entre beatas y monjas, deseando el fin de una guerra casi tan lejana como la civil; le pareció sentir el traqueteo del autobús que lo devolvía a su casa por aquella carretera llena de curvas; revivió el eterno viaje en el dos caballos (¿qué sería de su antigua novia, de la rubia y de su rústico compañero?), atravesando media España convulsa, esperanzada y atemorizada al mismo tiempo; rememoró su inocente petición de no ser traicionado jamás. Inició el rito de los dedos mientras iba preparando su deseo. Pasó el parteluz hacia el altar mayor, le dio la espalda, se inclinó ante el santo y, mientras sus frentes se golpeaban levemente, se concentró en un único pensamiento: que me vuelva a enamorar.

Ahora espera impaciente a que pase un año porque el que viene es jubilar. Y esta vez irá al Santo de los Croques con el deseo que durante estos cinco años lo ha acompañado día a día: por favor, que no se acabe nunca.

1 comentario:

Anónimo dijo...

¿Con María y Clara?
¿Una televisión con diapositivas, o una gaita diminuta?