De entre los árboles de floración temprana tengo debilidad por la mimosa. Todavía hoy, al llegar febrero, siento el impulso de salir al monte a recoger mimosas para aromar la casa, como cuando era estudiante, en una especie de adelanto psicológico de la primavera. Su olor dulce y suave, una suerte de fragancia de incienso, impregnaba los muebles y diríase que hasta las paredes durante varios días, en vivo contraste con su aspecto vulgar, casi forrajero. Quizás de ahí viene mi querencia: a diferencia del cerezo o del almendro, la mimosa no regala la vista, sino el olfato, que es el sentido de la evocación.
Y es que los olores recuperados tienen una fuerza que no tienen las imágenes o los sonidos. Mencionaré dos que me llevan a la infancia: la goma y los lápices. Supongo que en el caso de éstos coincido con la mayoría de la gente. No así con la goma, que tiene una sencilla explicación: era el material de nuestros equipos de playa, las gafas de bucear y las aletas.
Pero hay más: las magnolias, las papillas de Maizena, la cera para la madera, el plástico de los juguetes, la pista del Scalextric, las hortensias y el laurel, la laca de mi madre, la iglesia de San Bartolomé, el mar en Riveira, la brea del calafateo, la petaca del tabaco de mi abuelo, los eucaliptos, los filetes empanados de las excursiones, el betún, la cola, las higueras, los cigarrillos de mi padre, el agua jabonosa del pilón, la combustión de las estufas de butano,…
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