La antipatía suele ser mutua, sin que haya una razón evidente que lo explique. Por supuesto, a poco que se escarbe aparecen con claridad los motivos subyacentes. En general tienen que ver con un conjunto borroso de pequeñas incompatibilidades que impiden el acoplamiento, que, por así decirlo, oponen polos de la misma carga. En algunas ocasiones, empero, se debe a un patente encontronazo, como el que puede enfrentar a dos opciones políticas o religiosas irreconciliables.
Lo mismo sucede con la simpatía, si bien en la propia naturaleza de ésta está la reciprocidad: no sentimos una inclinación afectiva hacia alguien que nos rechaza, salvando, claro está, las variaciones patológicas de diversa naturaleza, como el síndrome de Estocolmo u otras reacciones psicológicas desordenadas ante experiencias traumáticas.
Todo esto tiene validez en el campo de las relaciones personales directas, en el que la querencia o la malquerencia tienen, si es que en este contexto cumple aplicar los principios del álgebra, la propiedad simétrica de las relaciones.
Hay, sin embargo, simpatías y antipatías asimétricas –abusando del recurso algebraico–, o incluso abiertamente unidireccionales. Tal es el caso de las pasiones a que nos mueven personas que no han oído hablar de nosotros en su vida. Hay quien no soporta a una ministra, quien encuentra la paz escuchando a un gurú, quien odia profundamente a un futbolista o quien adora a una soprano, sin que ministra, gurú, futbolista o soprano tengan o vayan a tener jamás noticia de las turbulencias que producen en el alma del sujeto en cuestión.
Yo también tengo mis amores y desamores no correspondidos. Incluso tengo historias de cariño que acaban en la tragedia del desapego, sin que el objeto de tanto vaivén sea consciente de ello. Hoy, que me he reconciliado con una mujer a la que quise y desquise sin que la pobre se haya enterado, quiero recordar una de ellas. Hablo de Rosa Montero.
Leo a Rosa desde hace muchísimos años, más de treinta. La encontré en las páginas de El País a finales de los setenta. Junto con Maruja Torres formaba parte de un grupo de periodistas que ofrecían un estilo fresco, cercano, empeñado en despertar emociones sin renunciar a la excelencia formal. Más que leídos, sus artículos parecían contados al oído. Cuando aparecía uno de sus textos, demoraba su lectura como se renuncia al placer inmediato por la promesa de uno más intenso crecido con la espera. Más tarde nos regaló entrevistas memorables con personajes de toda laya. Entonces empezó a escribir novelas, y yo a leerlas una tras otra, desde Crónica del desamor, Te trataré como una reina, Amado amo… En todas ellas me encontraba en alguno o en parte de algún personaje, veía reflejada alguna de mis debilidades, reconocía mis miedos, mis ilusiones, mis momentos de felicidad. Sí, Rosa era una mujer con la que conectaba.
Poco a poco, sin que sepa precisar el momento, empecé a distanciarme de ella. Recuerdo vagamente dos entrevistas que me disgustaron (o tal vez su relato de ellas en alguna revisión posterior, quizá en un resumen sobre lo más destacable de sus entrevistados): la de Yasser Arafat y la de Mick Jagger. En la primera (hablo de memoria) descalificaba al palestino porque había fingido estar muy atareado al entrar ella en su despacho cuando lo había visto previamente, a través de la puerta entreabierta, dormitando. En la segunda se despachaba con la confidencia desagradable e inelegante de que al cantante le olían los pies. En ambos casos parecía un ruin ajuste de cuentas con dos personajes que la habían tratado con desconsideración.
Luego vino su actitud aparentemente distante y decididamente ingrata con el último gobierno de Felipe González y con el presidente mismo, sumándose, en mi opinión, al ejército de arrepentidos que se apresuraban a desmarcarse del socialismo como aquella pobre población exhausta del Madrid del 39 que pasó de levantar el puño a saludar a la romana en cuanto entró en la ciudad el ejército vencedor.
Los últimos años me irritaban tanto los temas sobre los que escribía como el tono sensiblero al que parecía haberse rendido: lamentos tontorrones por el maltrato a los animales, denuncias de injusticias de parvulario, un feminismo ñoño, etcétera. De la última década sólo recuerdo un pequeño atisbo de reconciliación. Venía yo de Quito y en el aeropuerto ecuatoriano, no teniendo nada que llevarme a los ojos, compré para el vuelo su libro La loca de la casa, que me leí durante el trayecto y me pareció excelente.
Ahora se ha muerto su compañero Pablo Lizcano y Rosa nos ha regalado una joya. El 5 de mayo publicó en El País una columna titulada Una vida. En menos de trescientas palabras, Rosa describe el paso de una vida como, sin duda, pasa ante quien está en trance de muerte, desde la infancia hasta la agonía. Con ello nos da noticia de su dolor sin mencionarlo, sin ceder al exhibicionismo enfermizo, al victimismo o a la vulgaridad. De paso, habla de amor, también entre líneas: del amor hilado con paciencia y años, el que reposa todos los amores y desamores pasados haciendo con ellos hebras de pasión, de ternura, de serenidad y de memoria.
Hoy, como hace treinta años, me siento cerca de Rosa y, también como entonces, reconozco y asiento un apunte más de la deuda que tengo con ella.
4 comentarios:
Difícil no estremecerse, palabra que te impulsa un punto más allá que "conmoverse", con ese texto. Lo mejor: callarse la boca ante tanta sensibilidad...
Hace mucho que no escribes... ¿dónde está tu musa? Vaya, espero que no estés enfadado con ella... Te echo de menos
Creo que la musa te quiere. No dejes de escribir. Por favor...
Qué relato! Sos un escritor fantástico. Desde el inicio al fin no pude parar de leerte. Me dejaste terriblemente sensibilizada.
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