Estaba empezando a preocuparse. Últimamente, sin saber muy bien en qué momento había comenzado a manifestarse tan extraño comportamiento, su pluma había decidido hacerse autónoma, escribir lo que le daba la gana con independencia de su voluntad.
Por ejemplo, hacía diez días se había sentado ante su mesa de trabajo, extendido el cuaderno rayado de tapas negras ante sí y escrito (él, que renegaba violentamente de refranes, lugares comunes y frases hechas) la siguiente aberración: “Probablemente, nunca llegarás a leer esto”. Un escalofrío paralizó inmediatamente su espalda. De acuerdo, pretendía componer un texto de carácter íntimo, aparentemente abocado al mismo olvido que los negros sentimientos que lo inspiraban, si bien secreta pero decididamente elaborado con mimo para su oportuna lectura por ella, mas ¿no habría sido más elegante una entrada del tipo “Querida y amarga soledad, escucha mi lamento”? O, incluso, un ciceroniano “¿hasta qué punto llevarás mi desesperación, oh, tristeza?”. Pero el mal estaba hecho y no se sentía con fuerzas para rehacer una frase cuya simpleza, de seguro, estaba llamada a desaparecer bajo el profundo patetismo del torrente lírico que se avecinaba. Su cara dibujó una tímida sonrisa.
Encorajinado ante la perspectiva del texto definitivo, continuó: “Desde que me dejaste, mi vida ha sido un infierno”. Mierda, la cosa no mejoraba. ¿Infierno? ¿no podía haber elegido un sustantivo menos ordinario, como tormento? ¿y a qué venía un declaración tan vulgar, de entrada, cuando el mismo efecto se podía conseguir con un adecuado manejo de la redacción de modo que quedara diluida pero patente la misma sensación de infinito sufrimiento? Miró la pluma, una vulgar DuPont plateada con el capuchón resaltado por los característicos tetraedros, como un souvenir del Palacio del Infantado, con creciente rencor.
Sin embargo, sonrió e incluso se atrevió a emitir un par de tímidas carcajadas: todavía quedaba mucho texto por delante y, sobre todo, la revisión final.
Haciendo un esfuerzo de concentración con el que convocó a todo el Parnaso que estuviese en condiciones de echarle una mano, escribió: “¿me dices que te invade la tristeza de repente? Afortunada tú, porque la tristeza va conmigo, pegada como una infección, desde hace mucho”. Bien, ya estaba claro que su mano o su pluma se habían independizado. Al menos había conseguido evitar el obvio “pegado como una lapa”, porque en un destello, no se sabe si de lucidez o de descuido, había logrado construir una imagen en la que se combinaban la persistencia (“pegada”) y la morbidez (“infección”). Su sonrisa se convirtió poco a poco en una risa abierta, tal vez mofándose de sí.
Perdiendo la inspiración, y ya casi presa de una desgana que lo llevaba por los caminos más trillados del quejido del desamor, siguió escribiendo con dejadez, sin prestar atención al estilo ni al contenido del texto.
Cuando finalmente, en lo que no se le escapó era la cumbre de la vulgaridad, se sorprendió escribiendo “Siempre estaré esperándote”, comenzó a reírse, al principio con breves cortes como hipos, pero pronto con carcajadas más regulares y abiertas, hasta terminar en una estruendosa risotada que duró un par de minutos hasta que sus ojos empezaron a empañarse y, poco a poco, las lágrimas comenzaron a correr por sus mejillas mientras él, incapaz ya de controlar un llanto desatado, repetía como un imbécil: “siempre estaré esperándote, siempre estaré esperándote, siempre estaré esperándote”.
(Escrito en un vuelo Bruselas-Madrid)
2 comentarios:
Puede que, de durar más el vuelo, la pluma diseccionase el cuerpo del doliente
Ella también le espera. Seguro.
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