En mi habitación sólo hay un cuadro. Es un retrato de Marilyn Monroe hecho por Gene Kornman en 1953, el año de Niágara, probablemente cuando la actriz se encontraba en el cénit de su belleza. La fotografía es muy conocida porque sobre ella Warhol hizo su famosa colección de serigrafía en los años 60. En ella se ve el busto de una joven Marilyn con pelo corto iniciando una sonrisa que así, apenas sugerida, resulta muy sensual. Los párpados un poco caídos acentúan el aire provocativo del conjunto. Parece llevar un vestido negro, del que sólo se ven dos piezas que cubren sus pechos, abriendo un escote que seguramente se prolonga hasta el ombligo. A la altura de los hombros los tirantes se convierten en un cuello blanco. La espalda debe de quedar desnuda.
En 1953 mis dos abuelos varones, que estarían en los alrededores de los cincuenta años, probablemente habrían vendido su alma por poseerla. Y mi padre, a la sazón un joven veinteañero, igualmente. Ni que decir tiene que yo también pertenezco al universo de los subyugados por su atractivo. Me atrevo a pronosticar que tal será el caso de alguno de mis hijos o de sus amigos. Así pues, esta mujer, muerta hace más de cuarenta años, ha logrado alcanzar con su magnetismo a tres o cuatro generaciones de hombres –de momento–, lo cual parecería poner en cuestión la actual mutabilidad de los modelos de imitación, en particular, y la moderna caducidad del presente, en general.
Esta inestabilidad casi ontológica se proyecta no sólo en los cánones de belleza, que han dejado de serlo precisamente por su carácter efímero, no permanente, sino en la durabilidad de los objetos cotidianos. Muchos de ellos han desaparecido de nuestro alrededor al socaire de un modo de vida que desestima la reparación, el arreglo, el aprovechamiento. Tal vez mi generación se encuentre a caballo de esos dos mundos: el de la conservación de los objetos hasta el límite y el de su sustitución compulsiva.
Pero todas las noches, cuando me acuesto, miro el cuadro de Marilyn y me abandono a la reconfortante sensación de que, después de todo, es cierto que hay absolutos. Su atractivo perenne es uno de ellos.
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