Viendo una procesión el Jueves Santo he recordado que mi padre era nazareno de no sé qué cofradía de Marín, donde, por supuesto, la Semana Santa no tiene el calado social de Andalucía. Su procesión era nocturna o quizá vespertina pero cuando ya la oscuridad había caído sobre el pueblo. Lo esperábamos en la acera de nuestra calle. A pesar de marchar velado por el capirote, su característico carraspeo compulsivo lo denunciaba mucho antes de que llegara a nuestra altura y cuando lo oíamos estallaba la fiesta: “es aquél, es aquél”. Y así éramos capaces de identificarlo entre muchos otros con la misma túnica, el mismo cíngulo, los mismos guantes, los mismos cirios de llama titilante.
El pesado silencio en que los cofrades desfilaban, solamente roto por el ronco quejido de los bombos heridos por baquetas como mazos y por el redoble de los atabales, me impresionaba. El relato de la Pasión, reiterado cada año con una particular saña en el detalle de sus episodios más brutales (los azotes al Ecce Homo, la coronación con las espinas, el inhumano ascenso al Calvario con sus tres caídas, la propia crucifixión con clavos fijando al madero los miembros del condenado, la sádica lanzada que atraviesa el costado, la horrible agonía en presencia de la madre destrozada por el dolor,…), contribuía, junto con la lista de los horrores del infierno, a resaltar la cara más oscura y desagradable de la religión.
Era difícil entonces, y hoy sé que imposible, casar el mensaje de esperanza de una fe pretendidamente basada en el amor con ese espectáculo sanguinolento en el que tenían cabida las pasiones y vilezas más abyectas de la condición humana: la traición, la avaricia, la debilidad del renegado, la tortura, el sadismo,…
Pero nosotros, ajenos a todo ello, o tal vez como un escudo contra tanta bajeza, no reparábamos en llantos, sangre o dolor: esperábamos impacientes a oír el primer carraspeo de nuestro padre para señalarlo alborozados y aguardar a que, al pasar a nuestro lado, nos guiñase un ojo a través del antifaz.
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