miércoles, 16 de diciembre de 2015

Retóricas de la intransigencia

 “Retóricas de la intransigencia” es una excelente expresión por muchos motivos, desde su contundencia fonética hasta su riqueza connotativa, a la que sólo encuentro un defecto: no es de mi cosecha, pues la he tomado prestada del excelente libro de Albert O. Hirschman así intitulado.

Todo librepensador hace de la tolerancia su bandera. Un campo en el que la aquélla es un valor especialmente apreciado es en el del debate, sobre todo en el público. Esto es algo especialmente patente en estos días en los que, como consecuencia de la polarización de la sociedad que el reciente devenir económico, social y político ha propiciado, las posturas extremistas han ocupado el lugar de los puntos de encuentro, el grito se sobrepone al argumento, la consigna al diálogo y el insulto a la reflexión sosegada. Nos encontramos ante una suerte de encanallamiento civil que parece afectar a todos los órdenes de la convivencia, el primero de ellos el de la capacidad de entendimiento.

Estas situaciones suelen afrontarse bajo los efectos del complejo de Adán, en virtud del cual pensamos que nada similar ha ocurrido antes en la Historia. Pareciera que la intransigencia es una recién nacida en un mundo en el que reinaba la armonía polémica. La obra de Hirschman nos muestra, muy al contrario, que ello dista de ser así. Las reacciones conservadoras a todo impulso de cambio y progreso son tan antiguas como la civilización y se han ajustado de manera sorprendente a una serie de patrones que resultan asombrosamente patentes una vez que el economista alemán los desnuda ante nuestros ojos, de manera que murmuramos –como siempre se hace ante las verdades no evidentes– “¿cómo no se me había ocurrido antes?”.

En efecto, Hirschman nos desvela estas pautas de argumentación a través de la investigación de tres períodos históricos: los correspondientes a las etapas del desarrollo de la ciudanía que el sociólogo inglés T.H. Marshall describe en su ensayo Ciudadanía y clase social. En las conferencias que se recogen en este trabajo, Marshall establece tres dimensiones de la ciudadanía y asocia su conquista a tres momentos históricos: la civil, vinculada a los derechos individuales (reunión, expresión, propiedad, vida…) recogidos en la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, y cuya consecución se llevó a cabo en el siglo XVIII con la Revolución francesa como referencia; la política, referida a los derechos de participación del ciudadano en la vida pública, que se consiguió en el siglo XIX a raíz de las leyes de sufragio; y la social, alcanzada a lo largo del siglo XX con el establecimiento del estado del bienestar.
En todos estos períodos históricos se libraron duras batallas dialécticas en las que los pensadores y políticos conservadores se oponían a los avances propuestos por los progresistas con una serie de argumentos que Hirschman logra sistematizar a través de una clasificación simple, según la cual la retórica reaccionaria repite con una notable regularidad tres tipos de tesis: la de la perversidad, la de la futilidad y la del riesgo.

La tesis de la perversidad podría formularse del siguiente modo: toda medida que se tome para avanzar en una determinada dirección, producirá el efecto contrario: el esfuerzo por romper cadenas producirá más esclavitud, el seguro de desempleo producirá más paro, etcétera. Todos nos hemos topado, en nuestras discusiones o lecturas, con este tipo de argumento. Tiene la fuerza devastadora de lo sencillo y su falacia sólo se demuestra con el paso del tiempo. La tesis de la perversidad se sustenta en las reflexiones filosóficas acerca de las consecuencias no deseadas de las acciones humanas, tan en boga en el siglo XVIII, cuya expresión más acabada es la mano invisible de Smith o la conocida oposición de Mandeville entre los vicios privados y las virtudes públicas.
   En los tres periodos históricos mencionados ha sido utilizado con profusión: durante e inmediatamente después de la Revolución Francesa, por pensadores como Edmund Burke o Joseph de Maistre. El primero sostenía que el efecto de la revolución sería la tiranía y el segundo, en la misma línea, desarrolla una curiosa teoría que hace a la Divina Providencia la garante del viejo orden que dará al traste con los esfuerzos revolucionarios. La extensión del derecho de voto fue también combatida por notables ideólogos mediante la tesis de la perversidad. La dicotomía entre individuo (racional, consciente, autónomo) y la muchedumbre (irracional, impresionable, dependiente) se utilizaba para pronosticar el fracaso del sufragio como medio para extender el derecho de participación. La masa, forma de vida inferior fácilmente manipulable, facilitaría el objetivo de la oligarquía de seguir teniendo el poder político. Pensadores como Niestzche o escritores como Flaubert dieron consistencia a esta tesis. El argumento, sorprendentemente, sigue oyéndose hoy en ciertos círculos en formulaciones como ésta: “no vale lo mismo el voto de un albañil que el de un notario”. Pero si en alguna de las dimensiones del desarrollo de la ciudadanía ha sido y continúa siendo utilizada con más profusión la tesis de la perversidad, es en la social, desde la promulgación de las leyes de pobres en Inglaterra hasta el establecimiento de la sanidad pública universal. En su auxilio viene la teoría económica clásica, que sostiene que el mercado es un mecanismo perfecto de asignación de recursos que garantiza el equilibrio siempre y cuando no se interfiera en su funcionamiento. Cualquier medida que suponga un alejamiento del libre concurso de las fuerzas del mercado dará como resultado el alejamiento de ese equilibrio y la obtención de resultados distintos de los pretendidos. El rosario de conclusiones pseudocientíficas es bien conocido: la redistribución de la riqueza es contraproducente, el salario mínimo aumenta el desempleo, el establecimiento de precios máximos del pan o la harina lleva al desabastecimiento, la asistencia social fomenta la pereza y produce vagos, etcétera. Milton Friedman es un buen abanderado de estas posturas.
   La segunda tesis, la de la futilidad, se basa en la inutilidad de tomar medida alguna, puesto que cualquier intento por mejorar las cosas las dejará como están. Ello es así porque existe una estructura subyacente de carácter permanente que es imposible alterar. Lampedusa lo expresa perfectamente en El Gatopardo cuando afirma que es necesario cambiarlo todo para que todo siga igual. Aunque es un argumento tan sencillo como el de la perversidad, su naturaleza es más insultante.
    Así, Tocqueville en su obra sobre la Revolución Francesa, sostiene que sus logros no son tales, pues ya se habían logrado en el antiguo régimen, incluidos los derechos del hombre y del ciudadano. Todo cambio es cosmético y no afecta a la naturaleza inherente de la sociedad y las revoluciones estallan allá donde los cambios ya se habían iniciado. Los impulsos de reforma política del siglo XIX fueron firmemente rechazados por economistas como Pareto o Mosca. El primero eleva al carácter de universal su conocida ley que, por tanto, no podrá ser modificada por ningún avance en la representación ciudadana. El segundo, llegaba a la misma conclusión por la diferencia eterna entre gobernantes y gobernados. Las formulaciones derivadas son también conocidas por su uso y abuso: siempre habrá clases, quien mande y quien obedezca, la riqueza siempre se distribuirá con arreglo al mismo patrón, la democracia es una mentira porque siempre gobierna la misma plutocracia, etcétera. Cualquier aspiración democrática está condenada a la futilidad.
    El desarrollo del estado del bienestar también contó con su ración de tesis de la futilidad. Sobre la base de la capacidad auto-reguladora del mercado, se afirmaba que todo intento de redistribución de la riqueza acabaría en la canalización de los recursos hacia la clase media, no hacia la más desfavorecida, con lo que el esfuerzo resultaría inútil.
     Finalmente, la tesis del riesgo, que es de elaboración más complicada, sostiene que, si bien las medidas encaminadas a lograr una mejora en determinada dirección pueden tener éxito, acabarán poniendo en peligro otros avances conseguidos con anterioridad en otro ámbito. Esta tesis se ha empleado en dos direcciones: la democracia pone en peligro la libertad y el estado del bienestar pone en peligro la democracia. La disyuntiva entre libertad e igualdad bebe de este argumento. Las dos leyes de reforma inglesas del siglo XIX fueron objetadas de esta forma: la extensión del sufragio pondría en peligro el sutil equilibrio logrado por la Gran Bretaña imperial, próspera y en paz.
   Hayek también se apunta a esta tesis para atacar el estado social: dado que el campo de posibles consensos entre los ciudadanos es reducido y la acción política en democracia se basa en los consensos, la capacidad de acción de un gobierno democrático es limitada. Por consiguiente, toda medida verdaderamente reformadora deberá ser impuesta por coerción, lo que pondrá en riesgo la democracia.
He aquí las tres tesis básicas de la reacción, los tres tipos fundamentales de las retóricas de la intransigencia: cualquier intento de progreso o bien producirá el efecto contrario al deseado (perversidad), o bien será inútil (futilidad), o bien acabará con algún logro previo (riesgo). Como puede verse, nada nuevo han producido nuestros días en el campo de la argumentación. En cualquier conversación o tertulia se pueden encontrar razonamientos que se adaptan perfectamente a alguno de los tipos descritos. Hay, sin embargo, una novedad merecedora de ser subrayada. En los tres momentos del desarrollo de la ciudadanía citados, el arsenal de argumentos de la reacción se dirige a contrarrestar medidas de progreso. En este momento, sin embargo, este mismo conjunto de tesis se está utilizando para justificar la demolición de logros ya alcanzados, para justificar la reacción.
Ante esta ya no tan moderna variedad de sofística, se impone con mayor fuerza el rechazo de todo dogmatismo y el imperio de la tolerancia.


jueves, 20 de junio de 2013

Fernando



Adiós, Fer, queridísimo amigo. No he llegado a conocer el relato de esa larga temporada en el infierno que ha precedido a tu despedida. Lo fuimos dejando y ya nunca me lo contarás. Sólo he oído el eco de tu dolor, que nunca me fue extraño a pesar de la distancia que absurdamente pusimos entre nosotros.

Nos asomamos juntos a la vida como párvulos asombradizos. ¿Recuerdas cómo entrábamos al aula cogidos de la mano? Así, de la mano, hemos caminado durante medio siglo viéndonos crecer, madurar, aprender, ser felices pocas veces e infelices muchas. Digo con Cicerón que parecen quitar el sol del mundo quienes quitan la amistad de la vida, lo sé bien porque he tenido la tuya.

Añoraré nuestras largas conversaciones, nuestro permanente desencaje del mundo, tu facilidad para descubrir en las cosas lo que los demás no veíamos, tu melancolía risueña que, ahora lo comprendo, era el anticipo de un sufrimiento impredecible.

Te resultó insoportable el oficio de vivir. No preví el desenlace. Me avisaste, pediste auxilio con una voz cada vez más débil, no supe verlo o me faltó generosidad. Ahora es tarde y sólo puedo llorar. 


domingo, 19 de mayo de 2013

ARBO


Estos días he conseguido viajar en el tiempo gracias a mi amigo T., a quien hace ya cuarenta años que no veo. No sé cómo se las ha arreglado para encontrarme, pero cuando levanté el teléfono y me dijo que era él, se obró el milagro y los cuarenta años se encogieron instantáneamente hasta convertirse en cuarenta minutos: así de cerca me llegó aquel tiempo mágico de Arbo, aquellos veranos de un calor plomizo impropio de Galicia.

Todo entonces contribuía a acentuar la indolencia adolescente: las mañanas plácidas en el río Miño cuya corriente violenta en aquel tramo de su curso y sus traicioneros remolinos nos atrevíamos a desafiar nadando hasta la orilla portuguesa; la tardes perezosas en la casa de alguno de nosotros, ya sentados en el porche de la nuestra, ya en el jardín de la suya; las cenas inquietas que precedían a las verbenas de algunas de las parroquias y aldeas cercanas (Barcela, Las Nieves, Sela, Cabeiras, Creciente…); los aperitivos dominicales en cualquiera de los bares del pueblo.

Salíamos al encuentro de la vida sin darnos cuenta de que íbamos encontrándonos a nosotros mismos, dejando en la búsqueda jirones de inocencia enredados en las chicas, la música, los vermús, las conversaciones y el pasmo asombrado de la emergencia del deseo. Se asentaron entonces amistades que ahora veo han resistido el bataneo inmisericorde de las décadas como sólo los aprecios y querencias de la pubertad, aún ignorantes de la traición, el desencanto o la simple descomposición, pueden soportar.

Parecía entonces que la vida transcurría milagrosamente indemne en dos corrientes contradictorias: el manso curso del estío con su quietud tántrica y el atropellado torrente de nuestro interior. No lo sabíamos, pero estábamos enfilando caminos diferentes, tanto que nos perdimos de vista casi para siempre.

Durante estos últimos cuarenta años, he regresado a Arbo en algunas ocasiones, sólo para ir constatando, en cada viaje con mayor claridad, que el lugar me es tan extraño como la edad en la que en él fui feliz. Y es que, al parecer, en eso consiste envejecer: en un permanente y definitivo destierro.


miércoles, 30 de mayo de 2012

Meditaciones

Tal vez la vida en las guarniciones danubianas acentuara el natural pesimismo de Marco Aurelio. En las tardes grises de Carnuntum vivió tiempos de zozobra en los que la guerra y la peste parecían anunciar el fin de Roma. Cuántas veces, entre las brumas de Panonia, recordaría a su abuelo, de quien había aprendido el buen talante, y a su padre adoptivo, el emperador Antonino, a quien debía su aprecio por el esfuerzo y la perseverancia, su amor al prójimo y su preocupación por el bien común, su desapego del lujo y su prudencia. Y cuántas rememoraría las enseñanzas de su maestro y amigo Frontón, el rétor que lo formó en las técnicas de la Gramática, o las de Rústico, quien lo inició en la filosofía estoica.

En la soledad de su tienda escribía sus melancólicos soliloquios desgranando una visión del mundo que se mueve entre la desesperanza y la resignación. La muerte, tan presente en su vida y en su reinado, no está asociada a la gloria, sino al olvido que todo lo arrastra al mismo vacío negro. Todo lo que es desaparece con rapidez: los hombres, en el mundo; su recuerdo, en el tiempo. Ni siquiera la memoria es garantía de permanencia. Todo acaba perdido, deshecho y disuelto en otros seres: en un instante, serás cenizas y huesos, un nombre o ni siquiera eso; si un nombre, sólo un murmullo y eco. Lo mismo que sucede con el amor: lo creemos eterno y un día reparamos en que no es más que un brumoso recuerdo que languidece como una evocación mortecina a la que nos cuesta poner nombre.

Marco Aurelio va tiñendo de nostalgia su testamento espiritual, escrito quizás para su hijo Cómodo, o simplemente para él mismo. Él no lo sabe, pero ya nunca volverá a pisar Roma: terminará sus días en Vidobona, habiendo concluido su conmovedor homenaje a quienes lo habían conducido en su infancia y juventud: familiares, preceptores, maestros y amigos. Con sus predecesores Adriano y Antonino marca la edad de oro de una Roma que empezaba a sospechar su decadencia.

En su Cuaderno de notas a las Memorias de Adriano, Marguerite Yourcenar recuerda la lectura, en la correspondencia de Flaubert, de esta inolvidable frase: “Cuando los dioses ya no existían y Cristo no había aparecido aún, hubo un momento único, desde Cicerón hasta Marco Aurelio, en que sólo estuvo el hombre". Casi dos milenios después, el hombre vuelve a estar solo.

sábado, 18 de febrero de 2012

El amor es de izquierda


En la presentación de la nueva novela de mi amiga Enriqueta de la Cruz ayer, en el Ateneo (El amor es de izquierda), se respiraba un aire antiguo de inocencia y libertad. Se podrá decir que la docta institución todo lo empapa de amor de saber, pero también que en las venas de los amigos que llenaban la sala Úbeda hay, como en las de Machado, gotas de sangre jacobina; y como él son, en el buen sentido de la palabra, buenos.

La autora hizo la presentación con la frescura de una conversación de café, alternando su discurso con la lectura de ciertos pasajes por Inma Chacón. Tal vez el término lectura no alcance a expresar lo que Inma hizo con su voz de seda cantarina de acentos extremeños: devolvernos durante unos instantes casi hipnóticos a la infancia en que nuestra madre nos leía un cuento antes de dormir. Su paso lento por el episodio en que Lenin y Elena hacen el amor fue tan hermoso que, cerrados los ojos para concentrarme mejor, me pareció que no oía: veía.

En otro de los pasajes del libro, uno de los personajes, Sara, hace una conmovedora reflexión sobre la incapacidad de expresar verbalmente nuestras emociones en la sociedad actual. Es como si en el proceso de evolución social hubiésemos acabado perdiendo esa facultad, como algunos animales, después de milenios, pierden alguna extremidad. Y esa amputación nos condena a implorar ayuda con la mirada o con los gestos, a buscar remedio a nuestro desamparo inermes, mudos, esperando que alguien repare en nuestro dolor para darnos lo que tan fácil habría sido pedir con palabras: una mano, un abrazo, un beso.

Se habló mucho en la presentación: de esperanza, de utopía, de bondad, de amor, de fe, porque como dice Rimbaud, el amor es la mejor fe. Son tiempos de postración, pero consuela comprobar que todavía, en algunos rincones ilustrados, se respira un aire antiguo de inocencia y libertad.