sábado, 6 de diciembre de 2008

Espera

Me esperas y te espero, amor.

(Yo digo aún: ¿por qué callé aquel día?). Quizá el amor sólo pueda pervivir en la eterna esperanza, en el no llegar a ser para no llegar a morir. Sin embargo, nos esperamos. Te veo cerca, al alcance de mis besos, acaricio tu figura, percibo tu olor. ¿Qué despiadada barrera nos separa? ¿Dónde alientan los espacios que la almohada no abre?

Nos esperamos como peregrinos descaminados tratando de hallar en una estrella que desconocemos la orientación a la vía que nos reúna.

Te espero y me esperas, amor

García-Alix

Hoy me he encontrado embarcado en un extraño viaje al pasado a lomos de dos artículos de prensa y una exposición fotográfica. Los primeros se encuentran en secciones tan dispares como la contraportada del suplemento local de Madrid de El País y la colaboración semanal de Muñoz Molina en Babelia. La segunda, reseñada magistralmente por éste en el texto antedicho, se ofrece en el Reina Sofía hasta mediados del próximo febrero: una espléndida colección de fotografías de García-Alix titulada “De donde no se vuelve”, expresión que me lleva a través de emocionadas connotaciones a Bécquer y Cernuda (Donde habite el olvido…).

En el suplemento citado encuentro en la sección habitual “Guía de perplejos” una entrevista con Casto Herrezuelo, camarero durante lo últimos 55 años del bar El Palentino, que tantas cervezas nos sirvió a mi ya fallecido amigo Orlando y a mí. Es eso precisamente, la interminable lista de jóvenes muertos por la heroína o el sida en los años 80 que Casto evoca con una amarga frialdad, lo que me devuelve transitoriamente a esa época de excesos en la que la vida se apuraba histéricamente en una enloquecida carrera avituallada con todo tipo de drogas al ritmo de la mejor música de los últimos cuarenta años.

Acabada la lectura de la entrevista y todavía recordando tristemente a mis queridísimos amigos que se quedaron en el camino (un beso a todos dondequiera que estéis: Alfredo, Ángel, Alejandro, amadísimo Orlando, amigo, amigo Foni, Rafa, Manolo, María José, mi muy querido Kubala, Pablo, Mary Carmen, Alfonso y tantos y tantos más), me doy de bruces con el comentario de Muñoz Molina sobre la exposición de García-Alix a la que me dirijo casi inconsciente, arrastrado por una inexplicable necesidad de encontrarme.

La muestra es dura y descorazonadora. La nutrida colección de fotografías recoge imágenes de los últimos treinta años, pero yo sólo tengo ojos para aquéllas que enmarcan mi juventud: muchachos inyectándose heroína, lúgubres habitaciones de paredes desconchadas, descampados estremecedores en los que punkies inánimes miran a la cámara como zombies alucinados, patios interiores que parecen exhalar muerte a través de la luz mortecina de sus ventanas, chicas desnudas en posturas obscenas que no excitan apetito alguno, árboles que elevan patéticamente sus ramas desnudas a un cielo inclemente. Todo en ella es desolación y desesperanza.

Salgo del museo aturdido, pensando si tal vez aquellos años tan celebrados como explosión de creatividad y dinamismo no han sido sino el triste prefacio de un relato penoso cuyo epítome estamos escribiendo ahora rendidos, acobardados, derrotados, aplastados por la repentina certeza de que todo resultó ser una enorme mentira.

sábado, 8 de noviembre de 2008

Sin novedad

Al parecer vivimos tiempos de cambio. Los viejos paradigmas se desmoronan sacudidos por fuerzas cuyo origen desconocemos y a las que, por tanto, no sabemos qué oponer, si de neutralizarlas se trata, o cómo acoger, si conviene aprovechar su furia. (¿Qué no s'esperará d'aquí adelante/ por difícil que sea y por incierto/ o qué discordia no será juntada?). Los desheredados de ayer dirigen imperios; quienes hasta hace poco sembraban la muerte se ocultan aturdidos, incapaces de poner nombre al viento que los barre; las reglas que nos gobernaban se agrietan desprendiendo el polvo de los siglos.

Pero no, no nacemos a un nuevo tiempo. Otros desheredados seguirán los pasos de los de ayer; la marea dejará en la orilla otros caudillos de la guerra; nuevas pautas vendrán a sustituir a las ya antiguas, encauzando una vez más la corriente de nuestras vidas.

No, no renazco nunca. Sobre el tapiz continuo del abandono una ilusión de cambio sucede a otra, el amor muere nada más nacer, la misma soledad se viste de parecidos lutos.


lunes, 13 de octubre de 2008

Amor después de la muerte

La tarde templada vela
de la anciana adormecida
el leve sueño. Anida
una sonrisa que encela
lo que un soplo ya desvela:
repara y niega el receso
tan antiguo. Y el suceso
la felicidad devuelve.
El muerto amado la envuelve
con un suspiro y un beso.

domingo, 12 de octubre de 2008

Juguetes


Los movimientos de contestación nacidos al calor de las convulsiones de los años sesenta denunciaban el consumismo de una sociedad adormecida por el bienestar y el crecimiento económico. Ahora parece obvio que el nivel de consumo de aquellos tiempos era de una austeridad trapense comparado con lo de hoy. Nada dura, se favorece el reemplazo frente a la reparación, la fungibilidad ha alcanzado a bienes que se denominaban de consumo duradero, todo es desechable.

La casa de mis abuelos era como el túnel del tiempo. Libros anteriores a la Guerra Civil, adornos de anticuario en las estanterías, una radio prehistórica en los años del tocadiscos,… Recuerdo el huevo de madera para zurcir los calcetines, la imprentilla casera, la goma arábiga, el recado de escribir con sus plumillas, tinteros, papel secante, el juego de té de porcelana china, la petaca del tabaco de mi abuelo, el molinillo de café manual: todo ello dando noticia de un mundo ya casi desaparecido en la España del desarrollo.

Recuerdo también dos juguetes llegados del pasado: la casa de muñecas de mi madre y un Mecano de su hermano, mi tío. Sin duda, debían de ser los regalos de Reyes de algún año de los primeros de la década de los 40, cuando ambos tenían alrededor de diez o doce. Treinta años más tarde, seguían en casa intactos como el primer día. Si lo comparo con lo que duran los juguetes en las manos de los niños de ahora, parece que no han pasado setenta años, sino varios siglos.

Cuando yo era niño, en casa sólo había regalos en dos fechas: el cumpleaños y la fiesta de los Reyes Magos. Fuera de eso, nada. A ninguno de nosotros se nos habría ocurrido pedir algo en cualquier otro momento. Estaba tan fuera del orden natural de las cosas como comprar otro par de calcetines porque los viejos se hubiesen roto: para eso estaba el huevo de madera. Sin embargo, en una ocasión esa ley quedó suspendida.

Una tarde estábamos, como siempre, jugando en el jardín a la espera de que mi padre apareciera. Cuando llegó lo hizo con dos cajas, una para mi hermano y otra para mí. Eran dos juegos pedagógicos muy de moda por aquel entonces: dos cuerpos humanos desmontables. El mío era un esqueleto y venía con su manual para aprender el nombre de los huesos más importantes; el de mi hermano era de músculos. Recuerdo que el librillo que los acompañaba tenía una parte de ejercicios, en los que las respuestas (fémur, parietal, clavícula,…) estaban escritas en rojo. Un plástico transparente del mismo color servía para ocultarlas a la vista dejando sólo visibles las preguntas, escritas en tinta negra.

Cuando lo evoco, pienso que son tantos los regalos que mis hijos han recibido durante toda su vida que difícilmente recordarán alguno cuando sean mayores. Sin embargo, aquel esqueleto que mi padre me trajo una tarde que no era la de mi cumpleaños ni la de Reyes fue algo tan extraordinario e inesperado, tan contra la corriente natural de nuestra vida y como tan llovido del cielo que no lo olvidaré jamás.

viernes, 10 de octubre de 2008

El mundo de mis hijos

No entraré en el apasionante debate sobre la pulsión fabuladora del ser humano. Ni siquiera voy a especular sobre el futuro de la novela. Bastará con decir, si se me permite tomar en préstamo el genial comienzo de Bioy, que sospecho una estructura mental innata relacionada con la facultad de narrar.

Mis tres hijos, todavía no adolescentes, han creado un mundo paralelo. En él son Poño, Monpenion y David Guau, cada uno perteneciente a una etnia: las razas poño, peñas y guau, respectivamente. Los poños están enemistados con los individuos de la raza peque, mientras que los peñas son enemigos de los chiquis. Los guaus no tienen enemigos, pero dominan a los peñas.

Poñolandia es la tierra de Poño, equivalente por su extensión a América. La de Monpenion, comparable a Asia, es Peñaslandia en la que se puede encontrar el lago Péñigan. Finalmente, los guau proceden de Guaulandia, que se podría asimilar a Europa.

El idioma de los poños es el poño, y consta de dos palabras: mjrrrrrr y plop. Con ellas y las diferentes entonaciones y modulaciones de voz, se construyen oraciones. En Peñaslandia se habla el peñas, que también consta de dos vocablos: ruars y pw. En Guaulandia se habla el guau, que es como el español.

Poño tiene un animalito doméstico: Jabaloso, que es un ejemplar de poñobalí. Su mejor amigo es Pulpotti, un poñopulpo nacido y criado en la Fontana di Poño. La comida preferida de Jabaloso son las poñosetas y las poñogambas. Éstas últimas hablan.

Monruarsen, un ejemplar de peñasperro, es el animal de Monpenion. Su mejor amigo es Poperro, un peñasperro salchicha.

Gatuki, es el guaugato de David. Es como Garfield: gordo. Su mejor amigo es Boliche, otro guaugato. Su comida preferida son las guaulasañas y las guausardinas.

La raza poño es la que hace cucadas. Los de la raza peñas son los que hacen paridas y son ingenuos. La raza guau es la que hace gracia y la que domina a los peñas, como se ha dicho.

No todo ha sido armonía en la historia de estas razas. Los poño sufrieron una guerra: la Cucada Civil. Los peñas estuvieron implicados en el Segundo Ruars Mundial y los guaus lucharon en la Batalla de los Monólogos.

Ahora viven tranquilos divertidas situaciones como cuando Poño encontró a Jabaloso cuando se iba con Monpenion de caza. Estaba revolcándose en el barro con Monruarsen quien, nada más ver a Monpenion le soltó un ruars! y empezó a correr hacia él, pero se tropezó y dijo: pw!.

Este año se han celebrado las Olimpiadas en Peñín, capital de la Peñaschina. Jabaloso, también conocido como Jabaloso Phelps, ha ganado ocho oros en natación y tres en triciclo en pista.

Jabaloso duerme en un cajón y Monruarsen en una papelera.

sábado, 4 de octubre de 2008

Cernuda

Los poetas se pasan la vida entera intentando capturar un instante. Yo vendería mi alma por poder captar en un instante la vida entera.

Divino aquél que puede enjaular en unos pocos versos la suspensión de la vida en un aleteo, en el reflejo de una rosa en el agua serena:

Se sostiene el presente,
olvidado en su sueño,
con un ágil escorzo distendido.
Delicia. Dulcemente,
sin deseo ni empeño,
el instante indeciso está dormido.

¿Qué musa guía la pluma que alambica la niebla del presente en palabras con que los demás lo recrearemos?

Pero, juntamente, ¿cómo reducir la vida a dos versos? ¿Qué esfuerzo tal de compresión merece la sonrisa de los dioses?

He amado, ya no amo más;
He reído, tampoco río.

domingo, 28 de septiembre de 2008

Otoño


El otoño se me ha echado encima, no voy a decir que por sorpresa porque siempre sospeché que acechaba, que debilitaba los verdes pecíolos, encanecía la vida, encapotaba el cielo y traía el soplo frío de la sierra. Ajeno a su llegada, yo seguía chapoteando inconsciente como si el verano hubiera venido para quedarse siempre conmigo, como si mi madurez fuera a ser eterna. A mi alrededor, sin que yo reparara en ello, todo lo que podía caducar se preparaba a hacerlo. El mundo ahuecaba el lecho y yo saltaba tontamente, sin percibir las señales que me invitaban a recogerme.

Ahora me parece que ha llegado de repente. Apenas vestido para el calor, tirito por las mañanas; todavía no hace el frío de febrero, pero sé que vendrá y mi cuerpo envejecido lo anticipa en cada temblor. Sólo viviendo para el amor, lloro al despertar; porque aún no se ha empedernido, pero sé que mi corazón cansado lo hará con el dolor que vendrá a sumarse al que ya está aquí. Y cuando se haya endurecido no vendrán más primaveras, o no sentiré las que lleguen.

Debo apresurarme a buscar abrigo, porque el otoño se me ha echado encima.

jueves, 25 de septiembre de 2008

Para J.

Si pudiéramos establecer un rango de estados negativos del ánimo, diríase que hay algo placentero en un tramo que va de la melancolía al sufrimiento inmediatamente anterior a la depresión. La compasión de nuestro propio dolor parece venir a retribuir el mal sufrido según una extraña justicia. En ese punto estamos fatal, sí, pero queremos seguir estándolo y todo intento de ayuda para superar el trance es íntimamente mal recibido. Basta el lamento.

¡quién pudiese hartarse
de no esperar remedio y de quejarse!



domingo, 21 de septiembre de 2008

Errores y ridículos

Hace años había un programa de televisión de innegable altura cultural del que nada o casi nada de lo que puede dar una referencia cabal recuerdo: ni su nombre, ni su horario, ni su presentador, ni –como diría un especialista del medio– su formato, vocablo que, según acabo de comprobar, tiene ya entre sus acepciones (a saber: la tercera) la que viene al caso que nos ocupa. Sólo dos datos puedo dar: era un espacio de entrevistas a gente del mundo de la cultura, aunque yo sólo retengo a dos de sus invitados: Rosa Montero y Vázquez Montalbán, y al final de ellas, quizás para aligerar el aire general de seriedad, trascendencia o, dependiendo de la fluidez del juego pregunta-respuesta, incluso pesadez de su desarrollo, se sometía al entrevistado a un simpático test de preguntas personales, supuestamente originales, que ponían a prueba el ingenio del personaje al tiempo que dejaban al descubierto su lado más humano. Una vez más, mi memoria sólo conserva una de ellas que más o menos venía a rezar: ¿cuándo sintió usted la mayor sensación de ridículo de su vida? Si sólo recuerdo a los dos escritores que he mencionado es, sin duda, porque me parece estar escuchando todavía sus respuestas a la cuestión que, dicho sea de paso, no tiene fácil contestación.

Rosa Montero contó una anécdota que para ella suponía el mayor ridículo que imaginar se puede. Había sucedido años atrás, cuando ella era una jovencita veinteañera pizpireta y progre, de las que a la sazón se vestían al modo hippy, con ropas muy holgadas, peinados descuidados, collares vistosos que daban varias vueltas al cuello y todo tipo de abalorios por el estilo. Había ido al ginecólogo a hacerse una revisión periódica. Cuando llegó su turno, la enfermera la condujo a una habitación y le pidió que se quitara la ropa para pasar a la consulta. Una vez sola, Rosa se desnudó completamente a excepción del collar, del que no se desprendió no recuerdo bien por qué razón, si como muestra de rebeldía o por un simple descuido. El caso es que se dirigió a la otra puerta del cuarto para entrar en el despacho del médico y cuando la abrió dispuesta a tumbarse en la camilla se encontró en una sala de reuniones, con una mesa larga a cuyo alrededor había unos diez médicos en lo que parecía ser un comité en plena deliberación que se giraron como un solo hombre hacia ella y se quedaron mirándola atónitos. Y allí se quedó ella plantada, en pelota picada, con su collar de fantasía como única prenda y balbuciendo alguna excusa mientras volvía a cerrar la puerta para regresar al vestidor muerta de vergüenza y con ganas de desaparecer del mundo.

Manolo Vázquez Montalbán, sin embargo, fue más breve en su respuesta. “Todas las mañanas cuando me miro en el espejo”, dijo sin mover un solo músculo, como dándola por suficientemente obvia para cualquiera que tuviera ojos para mirarlo.

Estas dos intervenciones siguen en mi recuerdo. La anécdota de Rosa Montero porque tiene mucha gracia, aunque no tanta como cuando ella la contó con su verbo atropellado y vivo. La de Vázquez Montalbán porque algo parecido me digo a mí mismo cuando paso revista a los errores de mi vida. Y así, si alguien me preguntara: ¿cuándo cometió usted la mayor equivocación de su vida?, no me quedaría más remedio que decir algo de este tenor: “todos los días cada vez que debo tomar una decisión”.

viernes, 19 de septiembre de 2008

Deuda

Tengo una deuda de amor contigo, una deuda de palabras que ha crecido con cada silencio. Porque no se ama sin decir (¡Qué alegría más alta:/ vivir en los pronombres!). Miente el poeta cuando se encierra en la mirada, cuando se recrea en los cuerpos enlazados en silencio.

Te debo un mundo de nombres y verbos, adverbios y pronombres, adjetivos y más pronombres. Debo a tus oídos miles de “nosotros”, tantos que no sabrías que hacer con ellos.

Vivo en la memoria de tu cuerpo y en el dolor de lo callado (Yo digo aún: ¿por qué callé aquel día?), quizá ya para siempre. Ahora lo sé: se niega todo si se esconde la palabra. Te siento bella y ofrecida cuando te digo “amor, qué hermosa eres cuando te entregas”.

Tengo una deuda de amor contigo, una deuda de vida. Tal vez el tiempo pague en mi nombre los plazos. Entretanto te entrego mi verbo sollozado.

miércoles, 17 de septiembre de 2008

Crisis

En estos días en que la crisis económica parece haberse tragado todo el flujo ordinario de la vida con su escandalosa fanfarria de quiebras, rescates, nacionalizaciones, pérdidas millonarias y demás ornamentos propios de la ocasión, vuelvo a Galbraith como al puerto seguro del intelecto.

El economista canadiense-norteamericano ya había estudiado la crisis del 29 en un excelente libro, The great crash, 1929, publicado allá por 1954. Sin embargo, es en A short history of financial euphory de 1990 donde pasa revista a los episodios de especulación financiera más destacados de la historia. En el librito, de apenas ciento cuarenta páginas, desgrana con maestría los relatos de las burbujas de los últimos trescientos años, desde la manía de los tulipanes en la Holanda del siglo XVII hasta la crisis bursátil de 1987.

La peculiaridad del estudio es que no se centra en los fundamentos económicos del fenómeno, sino que, explicando el patrón común al desarrollo de todos ellos, brinda un agudo, y en algunos pasajes hilarante, estudio psicológico de los agentes involucrados.

Galbraith identifica los factores que siempre contribuyen a la euforia: la masa huye de la realidad, la memoria es frágil y se da por supuesta una relación directa entre dinero e inteligencia. La euforia que conduce a la aberración mental extrema es un fenómeno recurrente.

Releyendo el opúsculo en mitad de este descalabro percibo con nitidez el material de las obras que no envejecen.

jueves, 11 de septiembre de 2008

11 de septiembre


Hace unos años, en la ejecución de un proyecto en cierto país americano, trabajé en colaboración con un cualificado economista que había ocupado cargos de responsabilidad en alguna de las administraciones socialistas de los años ochenta. Resultó ser una de esas escasas personas con las que enseguida me encuentro a gusto porque advierto una especial afinidad que tan difícil me resulta describir. Las conversaciones son fluidas, las opiniones convergen y la compañía se saborea y agradece como un regalo. Siempre me ha gustado pensar que esta sensación era recíproca. Este hombre era un viejo joven militante socialista: viejo porque aunque nunca llegué a saber las fechas, siempre lo he situado en mi imaginación ingresando en el partido a finales de los años sesenta, cuando la militancia de izquierdas era un deporte de alto riesgo; joven porque era de la generación que acabó tomando el control del partido en 1974 pero no se nutrió en los caladeros del exilio. Nunca llegué a saber de fechas ni de detalle alguno sobre su trayectoria porque este hombre nunca hablaba de política. Una suerte de pacto latente nos llevaba a los demás a respetar ese espacio de excepción que quedaba fuera de nuestras conversaciones.

Sin embargo, una vez rompió esa peculiar regla de silencio para narrarnos una divertida anécdota. Comenzó declarando que él no era amigo de contar historietas de la candestinidad, algo que, como ya he dicho, sabíamos de sobra. Sucedió que en su época universitaria, lejos todavía la muerte del dictador y afrontando, por tanto, el riesgo de ser detenido, probablemente torturado y con seguridad encarcelado, vivía en un piso de estudiantes en el centro de Madrid. La vida transcurría todo lo tranquila que podía para unos jóvenes izquierdistas de finales de los sesenta, es decir, con los sobresaltos y angustias naturales: las normas de seguridad para asistir a las reuniones, los nombres de guerra que impedían las delaciones, la producción artesanal de propaganda, su problemática difusión, etcétera. Una noche, al llegar a casa, observó un coche de la Policía Armada (los llamados grises) estacionado frente a su portal. Con un relativo nerviosismo intentó simular una completa indiferencia y entró. Una vez en su habitación y sin encender la luz, vigiló a la patrulla, que permaneció en el mismo lugar unas horas sin moverse. Sin darle mayor importancia resolvió que debía de tratarse de un servicio rutinario y olvidó el asunto. Pero al día siguiente la patrulla volvió a apostarse en el mismo sitio, lo que ya no parecía tan irrelevante. Su desasosiego aumentó unos cuantos grados con respecto a l primera noche pero continuó descartando cualquier conexión entre la presencia policial frente a su casa y su actividad clandestina. Cuando las noches siguientes se repitió la historia y apareció el coche policial para permanecer unas horas bajo su ventana ya no le quedó más remedio que admitir que lo habían descubierto y que esperaban no sabía bien qué para entrar, registrar el domicilio y llevárselo detenido. Mi amigo ya se veía en comisaría maltratado, recluido en prisión pudriéndose unos años en compañía de otros como él. Destruyó documentos, se deshizo de libros, avisó a sus compañeros…

Nada de eso sucedió. La policía siguió apareciendo diariamente durante unos meses, pero nunca lo molestaron. Años después descubrió la verdad de manera fortuita: en el piso de abajo vivía la hija, también estudiante universitaria, de un alto cargo del Régimen. El padre, preocupado por la seguridad de su niña, le había puesto vigilancia policial. Todo el terror que mi amigo había vivido se debía a que un padre proporcionaba protección a su hija.

Me ha venido esto a la memoria porque yo tampoco soy amigo de contar historietas, pero hoy, 11 de septiembre, treinta y cinco años después del golpe de Pinochet que acabó con la ilusión del pueblo de Chile, he evocado una.

Hace unos años conocí a alguien que estuvo en el Palacio de la Moneda durante toda la jornada del golpe, bajo los inclementes bombardeos de la infame aviación golpista levantada en armas contra su pueblo. Se trataba del embajador de Chile en cierto país latinoamericano en el que yo me encontraba trabajando. Era hijo de un colaborador directo del presidente Allende. Lo conocí en la embajada y pasé unas agradables horas con él conversando de todo lo que se nos venía a la mente. En 1973 él era un joven de unos veinte años y el golpe de estado lo sorprendió en el palacio adonde había ido a llevar algo a su padre. Al poco de llegar comenzaron a llover las bombas. El resto del día es conocido: la resistencia de los incondicionales, el bello último discurso de Allende a la Nación (Sigan ustedes sabiendo que, mucho más temprano que tarde, se abrirán de nuevo las grandes alamedas por donde pase el hombre libre para construir una sociedad mejor.), su muerte, la rendición,… El muchacho y su padre fueron hechos prisioneros, recluidos en la infame Escuela Militar, torturados y finalmente confinados en la isla de Dawson. El hijo pasó casi un año, partiendo después al exilio en Europa donde vivió hasta 1984. El padre tardó todavía un año más en abandonar la isla. Se exilió también en Europa, donde moriría pocos años después sin haber regresado a su país.

Lo que más recuerdo de aquella tarde en la embajada de Chile es el tono desapasionado, casi neutral, desprovisto de todo rencor, del embajador superviviente de la Moneda. Con serenidad desgranaba sus recuerdos y evocaba personas y situaciones. Su bondad, su cultura y su elegancia han quedado para siempre conmigo engrandeciendo todavía más a los hombres y mujeres que vivieron aquella jornada junto al presidente Allende.

Hoy, 11 de septiembre, he pasado por alto efemérides de mayor relumbrón para regresar, de la mano de ese diplomático entrañable, a los últimos momentos de aquel médico bueno que nos dio una de las mayores lecciones de dignidad que se pueden recordar.

lunes, 8 de septiembre de 2008

Providencia (IV)

Hicimos un corto viaje a Portugal para seguir gozándonos en soledad. La dignidad humilde del país y de su gente, su pesimismo contenido de silencio y resignación sólo rasgado por el lamento de los fados al atardecer nos empujaban a encerrarnos más en nosotros. Una tarde, en un café del Chiado, Alma me preguntó si sabía que había un fado titulado Maldición. No lo sabía, pero seguro que ella lo conocía y hablaba de alguna historia triste, como la del expatriado esperando que las gaviotas dibujen con su vuelo el cielo de Lisboa, ese cielo donde la mirada no puede volar y cae al mar desfallecida, llamada por el océano que fue para él su puerta de salida. Le pedí que me la cantase, pero ella sólo me recitó un párrafo que nunca he olvidado: “¿qué destino o maldición manda en nosotros, corazón mío, uno del otro así perdidos? Somos dos gritos callados, dos fados desencontrados, dos amantes desunidos”.

Mientras miro a Alma, viene a mi memoria la letanía de Pessoa (“somos un abismo que va hacia otro abismo, un pozo que mira al cielo”) y me siento caer, como en ella, lenta, dulce, mansamente en lo hondo, en lo negro, en lo insondable, volviendo la mirada desesperada hacia el brocal desde donde el futuro se aleja en burlas concéntricas. La luz mortecina del departamento desvela un brillo casi imperceptible en su frente que anuncia el comienzo de la fiebre. Una pauta siniestra me obligará a interrumpir su sueño ligero dentro de unos minutos para que tome su medicina. Calculando las posibilidades de alcanzar el botiquín de viaje sin despertarla todavía, recuerdo ahora los primeros síntomas de su enfermedad que he aprendido día a día, dolor a dolor.

Los desvanecimientos comenzaron con el embarazo, por lo que no les concedimos importancia alguna. Las cada vez más insistentes visitas al médico terminaban con una rutinaria referencia a las servidumbres de su estado. “Es lo normal en su situación”. Con un tedio creciente asentíamos a los consejos sobre la dieta y el descanso.

viernes, 5 de septiembre de 2008

Taller de costura (y III)

Cuando la ve, arroja el cigarrillo lejos proyectándolo con sus dedos pulgar y medio. Exhala una última bocanada de humo y la mira sonriente. Se besan con suavidad y, enlazados de los brazos, se dirigen hacia el centro del pueblo. La conversación es leve, de frases cortas, casi convencionales. Pareciera incluso un trámite absurdo pero necesario para gozar del paseo en un silencio que disfrutan más que esa plática vacua. Así, con la cabeza de ella apoyada en su hombro, caminan bordeando el astillero hasta alcanzar el ayuntamiento en cuyo frontispicio, con letras y números de granito, se leen el nombre del municipio y la fecha de construcción. A partir de ahí, avanzan por la estrecha acera entre los jardincillos cuadrados que se ensartan en el pavimento como enormes cuentas y la valla del puerto, siempre hacia poniente donde el crepúsculo se agota con desmayados suspiros violetas.

Con premeditada lentitud suben la escalinata de acceso a la alameda para recorrerla durante la próxima hora una y otra vez, de uno a otro extremo, meciendo sus sueños casi sin hablar, abriéndose alternativamente al otro y a sí mismos.

Las farolas se encienden con parsimonia, como si se desperezaran con una tenue luz amarillenta antes de despertar su blanco intenso. Todos los cuerpos que iluminan parecen perder, de repente, una dimensión: son menos profundos. Los arces, las hayas, las palmeras, las camelias se convierten en extraños figurantes. El centenario palco de la música, de planta octogonal y cubierta sostenida por finas columnas de hierro, se eleva fantasmagórico contra las calles lindantes. La muchacha evoca las historias tantas veces escuchadas en casa, las que su madre le contaba como si todavía las estuviera viviendo, con la mirada tan fija en la memoria que podía decirse que tenía los recuerdos al alcance de la mano: las mañanas dominicales con la banda municipal uniformada e interpretando piezas sueltas de zarzuelas y las tardes de la semana del Carmen con los gaiteiros tocando muiñeiras y pandeiradas. Todo tan de otro tiempo como la ropa de domingo o la galantería.

El puerto también se va a dormir. Los contenedores, las grúas, los barcos, los galpones como hangares, los montes de maromas y amarras, los norayes de los muelles, las redes con sus flotadores, … todo se prepara para reposar pesadamente. Hasta el mar parece detener su vaivén para ayudar al descanso.

La muchacha y su novio van hacia la escalinata para regresar ya atravesando la noche joven. La luna encoge el mundo y lo endurece como la plata. Cuando se despiden en el portalón de hierro lo hacen con la promesa de besarse en sus sueños para sonreír en la oscuridad.

domingo, 31 de agosto de 2008

Vacaciones y lectura

Al final he optado por la narrativa para llenar estas dos semanas de vacaciones en la playa gaditana que visito desde hace casi diez años. Debo decir que estuvieron a punto de entrar en mi maleta los Ensayos de Montaigne y la magnífica edición del Cantar de Mio Cid de Alberto Montaner con su estudio preliminar de Francisco Rico que me está llamando a gritos desde hace meses. Sin embargo, la acumulación de novelas y relatos en mi mesilla me empujó definitivamente a esta labor de despeje.

Abrió la quincena Reanudación de Alain Robbe-Grillet -gracias, Javier-, espléndida obra que se sitúa en el límite de la literatura surrealista (creí percibir en varios pasajes el aliento de Julien Graq), no sólo por el aroma onírico del hilo narrativo, sino por la exploración, casi arqueológica, del subconsciente de los personajes. Su lectura es más que recomendable para los agoreros que desde hace tantas décadas nos abrasan con sus jeremiadas sobre la muerte de la novela.

Una novelita que resulta ser un éxito editorial en Francia vino a aligerar el panorama. En La elegancia del erizo Muriel Barbery nos ofrece una peculiar versión de la Cenicienta. La obrita, cuya excelente prosa parece flotar ingrávida como la poesía o el cine japoneses que tanto atraen a sus dos entrañables e inverosímiles protagonistas (una portera culta experta en Tolstoi y una niña de doce años que reflexiona como si tuviera veinte), combina un fino humor, ave rara en la literatura francesa, con una exquisita sensibilidad estética. Flojea sin embargo en la denuncia social, tratada con una inocencia encantadora.

Brooklyn Follies, uno de los últimos títulos de Paul Auster, fue el siguiente. Aunque queda lejos de sus mejores obras, y desde luego por debajo de Travels in the scriptorium, su otra novelita de 2006, este ejercicio de estilo evoca la copiosa creatividad de Moon Palace por su capacidad inventiva. En ésta vuelve a encontrarse al gran fabulador que enmaraña sus textos con sorprendentes bifurcaciones de relatos superpuestos.

Soy deudor literario de Woody Allen desde que hace más de treinta años cayeron en mis manos Sin plumas y Cómo acabar de una vez por todas con la cultura. La impagable partida de ajedrez postal entre Gossage y Vanderbedian de Para acabar con el ajedrez todavía me hace reír a solas. He leído estos días Pura anarquía, una recopilación de textos aparecidos originalmente en la prensa neoyorquina. Como era de esperar, humor inteligente despachado al por mayor envuelto en las referencias culturales propias del personaje: la filosofía austro-alemana, los grandes novelistas europeos del XIX, la biología,…

Mis vacaciones han terminado con un libro de relatos cortos de un novelista de éxito comercial. El título de uno de ellos –Blind Willow, Sleeping Woman- lo es también del volumen recopilatorio de Haruki Murakami. Como en sus obras mayores, el escritor japonés somete la realidad a extrañas torsiones para escrutar las anomalías que acechan en cualquier existencia vulgar.

martes, 12 de agosto de 2008

Ovillejo

Para matar mis enojos,
tus ojos.
Contra mis sueños deshechos,
tus pechos.
Para navegar al viento,
tu aliento.

Nada temo ni lamento,
nada del mundo recelo
si poseo lo que anhelo:
tus ojos, pechos y aliento.

lunes, 11 de agosto de 2008

Providencia (III)

Miro al exterior intentando penetrar la noche para perderme en el paisaje yermo, pero la ventana sólo me devuelve un rostro desconocido, inexpresivo, endurecido y reseco, incapaz ya de llorar por unos ojos donde sólo boga el silencio, como decía el poeta que Alma y yo tantas veces leíamos juntos. Un poco más allá, la cabeza de Alma se adivina sobre mi hombro. Su boca entreabierta parece implorar mis besos una vez más, llamándome desde su sueño, pidiéndome desde no sé qué lejanía oscura que la devuelva a nuestra vida.

Nuestra boda fue rápida e informal. Sólo unos pocos amigos fueron convocados a una fiesta que dimos a continuación de la fría firma de documentos en el juzgado bajo las miradas reprobatorias de nuestros padres, a quienes nuestra precipitada decisión había dejado sumidos en una perplejidad que todavía no habían conseguido sacudirse. Todos, sin embargo, parecieron contagiarse de la felicidad que Alma y yo derramábamos con cada palabra, con cada mirada, con cada gesto. La vida se llamaba promesa y familia y amigos la vivían agradecidos por estar al alcance de nuestro gozo, tan intenso que casi lo podían tocar.

Nuestros mayores volvían, tal vez, con la mirada perdida en algún episodio de su juventud, a los días en que el roce de un cuerpo o una mirada sostenida un poco más de lo habitual los arrastraba a turbulencias de los sentidos que no comprendían ni podían dominar. Sorprendí varias veces a mi padre mirándome como enajenado, absorto en quién sabe qué ensoñaciones, devuelto a sí, en un evidente escrutinio interior del que estaría extrayendo los recuerdos encendidos de alguna pasión que ya daba por soterrada. Me decía a mí mismo que nuestro amor jamás se secaría como el de mis padres.

Nuestros amigos, libres de las punzadas de la memoria, bebían y bailaban con nosotros, se dejaban llevar sin resistencia por una corriente que los mecía dulcemente al ritmo de la música sobre cuyo fondo sordo la sonrisa de Alma imperaba incontestable. Ella, en el centro del corro, señalándolos a todos mientras giraba sobre sí misma, dijo: “ojalá Alá os dé todo lo que deseéis”. Algún dios se había fijado en mí y me había concedido mi único deseo: Alma.

viernes, 8 de agosto de 2008

Vacaciones

Hago mi equipaje en vacaciones a una velocidad de vértigo. En pocos minutos he metido todo lo que necesitaré durante un par de semanas. Hasta que le llega el turno a los libros. Entonces el proceso se detiene en seco como cualquier máquina ante un apagón y comienza otro más lento y complejo: el de la deliberación íntima sobre cuáles llevar.

La primera disyuntiva suele ser el género. El ensayo o la historia cuentan con un argumento casi imbatible: durante el resto del año no se les puede dedicar el tiempo que requieren. Siguiendo esta línea he llegado a meter en la maleta algunos tomos de El capital que, obviamente, no me leí completos en la playa. En cambio, sí me introduje en la historia de la España visigoda cierto verano con una energía que tuvo su prórroga durante unos cuantos meses. Russell, Wittgenstain, Benjamin, Habermas y algún otro deben también al estío su lectura. Puente Ojea me ocupó casi un mes hace varios años, probablemente en un arranque de ateísmo provocado por quién sabe qué excesos episcopales.

Sin embargo, la poesía o la novela parecen casar mejor con la ligereza y placidez del solaz veraniego. En el caso de la narrativa, aparecen varias alternativas: ¿novelones de mil páginas u obras más manejables y de más corta lectura? ¿En español o en otro idioma (inglés, portugués, gallego,…)? ¿Clásica o moderna? Si la opción es la poesía, ¿hay que experimentar aun a riesgo de perder un tiempo que es escaso en una lectura prescindible, o se deben fortalecer los fundamentos con un sano regreso a los dioses del parnaso, a los consagrados? ¿Lo último de un joven desconocido recientemente premiado o un siempre seguro repaso de Quevedo, San Juan, Garcilaso, Cernuda, Salinas, Valente…? ¿Quizás las mil mejores poesías recopiladas por alguien?

Y, en general: ¿hay que aprovechar para leer esa obra que tenemos pendiente desde hace tantos años (¡Ay, Ulises! ¿Cuándo caerás?) o, por el contrario, despachar cuanto antes las novedades para que no acaben cayendo en la categoría anterior? ¿Y qué tal ordenar por fecha de compra y escoger los cinco u ocho más antiguos? ¿Y una selección temática: guerra civil, novela negra, generación del 50,…?

Todavía no he terminado de hacer el equipaje y ya estoy agotado, abrumado por la enormidad del trabajo que se necesita para tomar una decisión.

martes, 5 de agosto de 2008

Verano

La memoria (el tango vil, como dice Valente) me lleva en primavera a otras primaveras, en otoño a otoños antiguos, en cada estación a alguna correlativa de mi infancia, de mi juventud, de otros años ya vaciados como nueces.

Pero quizás sea el verano el que con más virulencia dispara ese resorte. Es como si el sol grabara a fuego los recuerdos que el frío del invierno, la explosión de la primavera o la languidez del otoño no pueden fijar. Así, mientras el calor me adormece en las tardes estivales de Madrid, pasan ante mí las imágenes de las playas en las que fui feliz: Portocelo, Mogor, Lapamán… y vuelvo a sentir la infantil indolencia de las vacaciones, el juego con mis hermanos, la atención de mi madre, la llegada de mi padre para recogernos, la limpieza del colchón neumático, la comida cerca de las magnolias. Siento en la piel la frescura transitoria de los eucaliptales que jalonaban el camino a la altura de la Escuela Naval, el monte a la izquierda, a la derecha la ría serena, salpicada de bateas, presidida por la imponente Tambo, que desde ahí parece tan cercana que se tiene la tentación de ganarla de un salto.

Llegan entonces sin pedir permiso mis escapadas desde el colegio con algún compañero, haciendo novillos en las tardes de preparación de la reválida, robando dos o tres horas antes de volver a casa, saboreando la primera transgresión, la prístina rebeldía que a la vuelta de tan sólo un par de años nos llevará a enfrentarnos a algo más serio que una sanción disciplinaria. Allí, en Mogor, la más alejada de las playas del pueblo, pasábamos el tiempo tal vez hablando de los curas, o de chicas, o de quién sabe qué.

Más tarde vendrán los veranos de Lapamán, con su zarabanda de amor, desamor, felicidad, sufrimiento, promesas y sinsabores. Desde su arena blanca, finísima, con la que pareciera que se ha enjalbegado ese trocito de litoral, se puede ver en las tardes de julio cómo el sol cae entre las islas de Ons y Onceta con una precisión de ley universal, como la bola de billar que emboca la tronera que el jugador ha elegido.

Y así, estío tras estío, vuelvo a mis playas, al agua helada, a las algas frondosas, a la ría generosa y protectora.

viernes, 25 de julio de 2008

Taller de costura (II)

También un poco más allá se puede ver la bocana del puerto, medio oculta por las escolleras que cimentan el muelle oriental. En él los días de temporal se apretujan como niños asustados los pesqueros de bajura, las traíñas, los bous, como buscando refugio en la multitud, batiendo sus costados con un castañeteo de terror.

Hacia allí dirige su mirada la más joven de las mujeres mientras sus manos laboran en el ovillo mecánicamente, con vida propia, ajenas a las ensoñaciones de su dueña que ya se va, apenas susurrando una suave melodía, a otra tarde de hace tres años, en la que los barcos regresaban en medio de una violenta tempestad, buscando amparo tras los espigones del puerto. Revive la angustia, el desesperado escrutinio de las embarcaciones que le devolviera la del hombre que ama, el desgarro de no encontrarla, el llanto que se empieza a desatar y que es contenido por una antena que perece emerger a lo lejos, insegura, vacilante, con bruscas oscilaciones, y que, sí, es la del arrastrero que faltaba, que llega herido, exhausto, convertido en retaguardia de un ejército en desbandada perseguido por un enemigo implacable. La mujer parpadea bruscamente y vuelve a concentrarse en la labor, asegura el ovillo, lo deja junto a los otros, toma el cabo de la madeja que otra mujer le alcanza, y comienza de nuevo.

El sol se hincha como un globo cuando va cayendo entre las dos islas que se encuentran en la boca de la ría. Al tocar el horizonte es ya un astro inflamado, excesivo, que se derrama sobre la línea del mar desangrado por su hipertrofia. Las mujeres recogen sus cosas, guardan la cera, ordenan las prendas de lana y las madejas para que no se enreden.

En silencio abandonan la galería y atraviesan el salón del piso superior, dejando a su izquierda la chimenea y el balcón de batientes, contraventanas y falleba blancas, con antepecho de granito, que se asoma al pilón, y a su derecha la habitación de los niños varones.

La escalera que las lleva al piso bajo tiene escalones de madera, firmes, brillantes, aromáticos. A su izquierda, según bajan, hay un pasamano también de madera y balaústres de hierro negro, que termina en una esfera de cristal azul.

Las mujer más joven baja dando saltitos que hacen crujir levemente los peldaños. Afuera, apoyado en la verja de hierro, la espera su novio marinero.

lunes, 14 de julio de 2008

Taller de costura

A la finca se accede a través de un conjunto de hierro forjado: un portalón de dos pesadas hojas flanqueado a ambos lados por un enrejado de barrotes trabados que asemejan lanzas sobre un zócalo corrido de granito. En el dintel arqueado la obra de forja dibuja volutas. Un pequeño sendero pavimentado con conchas desmenuzadas lleva a la puerta de la casa, de madera blanca, también de doble hoja, con estrechos paneles de cristal traslúcido y una aldaba de bronce que representa un puño cerrado sobre una esfera. Atrás han quedado las palmeras datileras que bordean la vereda. En el lateral derecho del caserón los caquis escoltan el camino al lavadero, de dos senos de piedra, que se antoja de una sola pieza, estregaderos incluidos. El agua llega mediante una bomba manejada con una manivela que hace girar una rueda de hierro. Por el izquierdo se baja hacia el fondo de la finca entre laureles y hortensias.

La trasera de la casa da a otro caminillo que apunta al mar. En su cabecera dos impresionantes magnolias descubren sus raíces entrelazadas. Al final, un pequeño prado rodeado de higueras sirve para tender la ropa que la criada baldea para blanquear. Desde allí se puede ver la galería o mirador posterior que las mujeres usan como taller de costura.

Es de estilo gallego, con algunos cristales de colores (verde botella, azul, rojo...) a modo de vitrales, relativamente estrecha y larga. Por las ventanas del extremo izquierdo casi se pueden tocar las ramas de las magnolias. En esa misma parte hay una máquina de tricotar. Más a la derecha, un montaje de devanadera y bobina para aspar y ovillar la lana que se obtiene de las prendas viejas. El proceso es artesanal: se va deshaciendo la pieza haciendo girar el aspa. Antes de que el hilo llegue a ésta pasa por una pastilla de cera que una mujer sostiene y sirve para suavizar la lana. Una vez hecha la madeja, se fija uno de los extremos al eje de la bobina, que no es perpendicular al de giro, por lo que al dar vueltas forma unos ovillos de dibujos geométricos. Antes de que llegara la devanadera era otra mujer la que sostenía la lana para hacer la madeja.

La máquina de tricotar tiene un frente corrido, como una encimera, con multitud de ranuras verticales, tal vez más de cien. En cada ranura sobresale una pequeña clavija corredera a lo largo de ella. Las clavijas se manejan con unos accesorios parecidos a agujas de ganchillo, como pequeños garabatos, que sirven para situarlas a la altura adecuada. La disposición final de todas ellas es la pauta que da como resultado la figura del tejido. Es como programar el diseño del entramado.

Si levantan la vista de la labor, las mujeres pueden ver las dornas en que los pescadores del pueblo llevan las nasas para sembrar la ría.

viernes, 11 de julio de 2008

Madre


La mujer de la fotografía, que es asistida por dos hombres no se sabe si para evitar que se caiga o para ayudarla a incorporarse, lleva un chupete en su mano izquierda. Es lo que le queda de su bebé, muerto en la patera en la que junto con otras cuarenta y tantas personas intentaba alcanzar la costa española, la puerta del paraíso. En el código de colores infantiles, el rosa de la cadenilla hace sospechar que se trataba de una niña. Esta madre no habrá tenido mucho tiempo para tranquilizar a su hijita con el chupete, quizá menos de un año. Pero en ese poco tiempo, ha tenido ocasión de soñar un futuro para ella lejos de la miseria en que nació, del infierno que ella habrá vivido en su aldea de Gambia, o de Senegal, o de Nigeria. Ese sueño la habrá llevado a una penosa travesía, con su pequeña a cuestas, a través de África hasta la costa de Marruecos, calmándola cuando lloraba por el calor o el hambre con su chupetito rosa. Se la habrá imaginado de camarera, o de limpiadora, o de peluquera en alguna de esas ciudades europeas que veía en cualquier televisor desvencijado de su pueblo. A lomos de esa esperanza habrá pagado quién sabe cuánto o asumido quién sabe qué deuda con una de las mafias que trafican con los desheredados. Esta madre habrá pasado miedo al entrar en la patera con tanta gente, cuando el motor se paró en mitad de un mar infinito como consecuencia del temporal, cuando quedaron al pairo durante días sin comida, sin agua y bajo un sol inclemente. Pero su sueño, tejido con el amor por su pequeña criatura, la habrá ayudado a no desesperar.


A la mujer de la fotografía la han recogido medio inconsciente los servicios de salvamento españoles. Del grupo faltaban doce personas, tiradas por la borda nada más morir y cuyos cadáveres estarán flotando en algún lugar de ese mar que un día fue símbolo de la civilización y hoy lo es de la vergüenza. Entre ellas estaba su hijita, pero ella aún no lo sabe. Con la cara contraída por el dolor y la mano aferrada al chupete esta mujer está preguntando a los hombres dónde está su bebé.


lunes, 7 de julio de 2008

Estilográficas


Acabo de llenar mi estilográfica y, mientras lo hacía, he repasado mi larga relación con las plumas.

La primera que tuve fue uno de mis regalos de la primera comunión. Cuando la hice, había tres obsequios típicos: el juego de cuchara y tenedor con el nombre grabado, el reloj y la pluma estilográfica. Sospecho que en la actualidad éstos han sido reemplazados por videojuegos o consolas. Supongo que, siendo la ceremonia litúrgica una traslación simbólica de los rituales de la transición a la edad adulta, la sustitución del pizarrín o el lápiz de grafito por la estilográfica venía a representar, siquiera tangencialmente, el reconocimiento de la madurez necesaria para utilizar ese nuevo cálamo.

La pluma de mi primera comunión era de cuerpo blanco y capuchón dorado. Como todavía no se estilaban los cartuchos ni el rellenado de pistón, llevaba un depósito de caucho protegido por un armazón metálico, como la que tenía mi padre. Para cargarlo, se introducía el plumín en el bote y se presionaba la carcasa para expulsar el aire que tuviera, de forma que al aflojar la presión succionara la tinta. El plumín, o plumilla, era triangular y carenado, a diferencia de los más antiguos o los actuales, que suelen ser expuestos y de forma pentagonal.

A pesar del uso generalizado del bolígrafo, consagrado masivamente en los años sesenta (del siglo pasado, siempre me olvido de hacer esta aclaración), seguí apegado a la estilográfica desde entonces.

Durante mis años de estudiante universitario, utilizaba esas plumas de usar y tirar que tantos borrones dejaban en el papel y tantas manchas en mi ropa. Una excelente Montblanc que me había regalado mi novia de entonces y que me acompañó durante varios años, acabó bajo las ruedas de un automóvil cuando mi hermano decidió custodiarla en mi ausencia.

Hoy sigo escribiendo a pluma, ganándome con ello las miradas extrañadas de mis compañeros. Tiene la estilográfica un resabio romántico y un aroma de gusto por la escritura manual de los que carecen el bolígrafo y el lapicero. Sólo con ella se puede insinuar en los garabatos y arabescos que dibuja el amor indecible que vuela en las dedicatorias de los libros que regalamos.

viernes, 4 de julio de 2008

Cosas que no soporto

Mi madre me dice que estoy en una edad difícil. Lo sé. Por ejemplo, tengo una libreta en la que apunto todo lo que no me gusta. “Cosas que no soporto” reza el título en la primera hoja. No lo hago para no olvidarlas, lo que sería ridículo porque entonces no se trataría de notas sobre lo que me disgusta con carácter general, sino un mero registro de contrariedades ocasionales. Tampoco con esperanza de redención, pues la mayoría de las cosas que me revientan está fuera de mi control: de no ser así, dejarían de amargarme fácilmente. Lo hago con una finalidad terapéutica. Me gustaría averiguar, con una razonable precisión, la naturaleza de mis obsesiones: si son síntomas de una inadaptación venial como corresponde a una personalidad compleja pero singular como la mía o, por el contrario, tienen una deriva abiertamente patológica, como las de Raymond Marks (The wrong boy) o Holden Caulfield (The catcher in the rye).

Las cosas que no soporto están numeradas, pero no por el grado de irritación que me producen, sino por el orden en que se me ocurren. El número uno corresponde a los libros forrados, en especial los que están forrados con papel de revista, temporalmente forrados, podría decirse: sus repugnantes dueños pretenden devolverlos inmaculados a la estantería de la que salieron, donde compartirán espacio con alguna vomitiva fotografía familiar o con algún souvenir del viaje de novios. Hay varios apuntes que corresponden a frases acuñadas. Odio las frases acuñadas como “soy muy amigo de mis amigos”, “las elecciones son la fiesta de la democracia” o “el desayuno es la comida más importante del día”. Sería capaz de matar a alguien que me dijera que el desayuno es la comida más importante del día.

Hay también elementos más abstractos, vicios de orden psicológico como la intemperancia, la soberbia, la tacañería o el servilismo (me mata la gente servil) así como compulsiones inferiores como morder los bolígrafos, estirar el meñique al beber, hablar muy alto o comer muy lento. A la gente que arroja monedas a las fuentes y estanques me gustaría ahogarla.

El aspecto exterior tiene un lugar de honor entre las cosas que no soporto: el bigote, los pantalones de pirata, el chándal o la maxi-falda, que considero el mayor inhibidor del deseo sexual, por encima incluso de los dientes pequeños.

Pero si tuviera que eliminar algo de la faz de la tierra, ello sería mi obsesión número veintisiete: las sandalias con calcetines. Hay grados, de acuerdo: no es lo mismo que se combinen con un pantalón corto que largo, con una camisa que con una camiseta interior, con una barriga que con un estómago plano. Pero unas sandalias con calcetines deberían abrir a quien las lleva las puertas del infierno.

Me llama mi madre. He de acordarme de apuntar mi odiosum número ciento cincuenta: la maternidad.

jueves, 3 de julio de 2008

Es la hora

El niño pareció moverse en la cama. Tal vez fuera una leve contracción de su brazo, casi un espasmo, o un imperceptible fruncimiento de sus párpados lo que anunció el inminente tránsito a la vigilia desde el sueño del que se resistía a salir. En él, la madre hablaba con unas amigas sentadas alrededor de una mesa mientras él las observaba desde lo alto volando en círculos, moviendo los brazos como alas. Le gustaban los sueños en los que volaba. Iba caminando o estaba parado y comenzaba a percibir una sensación de ligereza que casi le hacía flotar. Entonces extendía sus brazos y empezaba a elevarse. Algo escondido e irreconocible enturbiaba aquel gozo inmenso, como si una voz interior le advirtiera de que aquello no era posible, que los niños no vuelan. Pero él seguía subiendo sin hacer caso, empeñado en demostrar que sí, que él podía hacerlo, que él volaba. La madre, allá abajo, hablaba y sonreía. Podía distinguir sus dientes blanquísimos, su risa discreta tan distinta de las atronadoras carcajadas de su padre. Era primavera, habían entrado en el último trimestre del curso. Las madres solían ir a buscarlos al terminar las clases. Mientras los chiquillos merendaban, ellas se sentaban en una de las terrazas de la plaza rodeada por un cinturón de camelias en el que se alternaban las de flores blancas y rojas.

Giró lentamente a su derecha y vio el atrio donde jugaban. El juego más popular consistía en que uno de ellos intentaba alcanzar los pies de los compañeros que se subían a los contrafuertes del palacio adosado a la iglesia. El que resultaba tocado se volvía entonces perseguidor y empezaba de nuevo la tanda de saltos y carreras. Con dos golpes de ala se situó sobre la fuente, donde sus amigos terminaban la merienda vigilados por sus madres que, en la mesa, hablaban animadas. Desde el pináculo de la iglesia, unas palomas lo miraban asombradas, como si dudaran entre saludarlo como a un camarada volador o salir despavoridas. Un poco más allá, solo en mitad de la plaza distinguió a su padre que tomaba una camelia roja de una rama y se la ponía en el ojal de la solapa. Tras ajustársela y alisar la americana se dirigió hacia la madre, saludándola con la mano. Con el índice ella apuntó al cielo, desde donde el niño observaba toda la escena planeando suavemente. El padre levantó la vista y sus miradas se cruzaron. Entonces sonrió y le hizo señas de que se acercara. El niño pareció entenderle “Vamos, hijo. Ya es la hora”.

lunes, 30 de junio de 2008

Gaviotas

En cierta ocasión en que compartía mesa con la familia política de alguien muy cercano y en mitad de una conversación dispersa en la que me parece que todos intentábamos encontrar un raíl seguro por el que llevar el encuentro sin riesgo de descarrilamiento (había sensibilidades políticas muy distantes en muy poco espacio), su suegro vino a evocar el conocido soneto alejandrino del mejicano Enrique González Martínez: “Tuércele el cuello al cisne de engañoso plumaje…”, no sé muy bien como consecuencia de qué deriva de la plática. Aunque esto sucedió hace ya muchos años, recuerdo vivamente dos cosas de aquel momento: la primera, la llamada que el docto caballero hizo a nuestra atención sobre el violento imperativo que encabeza el poema y que, a su juicio, era de calidad bastante para calificarlo de excelente. Coincido con él: el imperativo y el futuro imperfecto tienen, por decirlo así, una carga añadida de lirismo y fuerza expresiva que hace que, utilizados con habilidad, el poeta apueste sobre seguro. Garcilaso nos da muestras de lo primero: “Salid sin duelo, lágrimas, corriendo”, o “coged de vuestra alegre primavera/ el dulce fruto antes que’l tiempo airado”, o “dejad un rato la labor, alzando/ vuestras rubias cabezas a mirarme”. Quevedo de lo segundo en su soneto “Cerrar podrá mis ojos la postrera”, calificado por Dámaso como el mejor de la literatura española.

En segundo lugar, pervive, más que en mi memoria en los músculos de mi estómago, la obscena sensación de placer que me produjo la imagen de ese primer verso: el largo cuello retorcido del cisne. Porque he de confesar que no me gustan las aves. Donde unos encuentran claves musicales en el canto de ruiseñores, calandrias y demás avecillas, o cromáticas en sus plumajes o, en fin, símbolos de libertad en su vuelo, yo no puedo evitar ver una realidad más baja, llevado sin duda por mi aversión a las gaviotas, cuyos chillidos matinales son quizá el primer recuerdo que guardo: viví mis primeros años a escasos metros de una lonja de pescado.

He recordado todo esto mientras hojeaba de nuevo el Bestiario de Gerardo Diego, recopilado, ilustrado y prologado por el cordobés Manolo Romero. Entre todos los animales a los que el poeta canta hay multitud de aves: la alondra, la paloma, el cuclillo, el mirlo, la abubilla, la cigüeña, el ruiseñor, el vencejo,… y, por supuesto, la gaviota:

Para llegar aquí, doscientas millas
vino volando a vela la gaviota.
Su envergadura, viento en popa, flota
sobre aguas dulces, mieses amarillas.

Y ha sido el regañón, el que las quillas
vuelca y las rocas férvidas azota
quien así la impulsó, loca y remota,
perdida, la almiranta de escuadrillas.

Pero no. Volverá. Las patrias sales
no ha de dejar atrás por las ajenas
que ya, más cerca, le mullían la cama.

Porque eres tú, Violante, quien te vales
de la reina cantábrica y le ordenas:
Llégate hasta la punta de mi rama.

viernes, 27 de junio de 2008

Providencia (II)

Con el tiempo, sin embargo, comprobaría que esas imprecaciones terribles encerraban un deseo indecible de felicidad para los demás, como si sospechara que ella ya jamás la alcanzaría. Tal vez yo tampoco lo vi en sus ojos ese día, ni los muchos que le sucedieron, en los que si me entretuve en su mirada fue para beberla insaciable.

Antes de que terminara ese curso, nos habíamos entregado como adolescentes, habíamos tomado posesión el uno del otro con una ceguera en la que desaparecía el mundo más allá de los límites de nuestra cama. Las sábanas eran nuestras únicas ropas durante días enteros, en los que sólo vivíamos para el cuerpo del otro. Un día, exhausto, le pedí una condena propia del momento. “Te impondré la de Moisés: maldito serás en tu entrar y en tu salir”. Entre carcajadas volvimos como enajenados al entrar y el salir por muy maldito que fuera.

Los días se escurrían ante nosotros inermes, inofensivos, incapaces de castigarnos con el paso del tiempo.

Nuestros amigos, como conmocionados por la intensidad de la descarga, entre desconcertados e irónicos, nos abrieron un espacio de soledad que en aquel momento agradecimos. Dejamos de verlos durante semanas enteras, no volvimos a los lugares que solíamos frecuentar. Desaparecimos.

Nunca me explicaré cómo fuimos capaces de aprobar nuestro último curso en esas condiciones, en las que apenas dedicábamos tiempo al estudio. Pero lo hicimos y nos licenciamos, quedándonos de pronto ante la perspectiva de un verano incierto, en el que tendríamos que separarnos sin siquiera la certeza de la vuelta a la universidad el otoño siguiente. Fue así como decidimos casarnos enseguida.

Ahora, mientras el tren hiende la noche triste de este sequedal en el que se adivinan los brezales marchitos sedientos de vida, evoco aquellos días con la inseguridad de los sueños reconstruidos e intento encontrar en ellos el aviso, la amenaza, la pieza desencajada con que tal vez debí de haber sido advertido de la fragilidad de nuestra ilusión. Quizás lo fui a través de una de las maldiciones árabes de Alma: ojalá te enamores.

martes, 24 de junio de 2008

Parnaso


Tengo el privilegio de pertenecer a una generación que todavía estudiaba latín en el bachillerato. Para no perderlo, vuelvo de vez en cuando a la gramática y a la traducción de textos (armado de diccionario, obviamente), si bien disto mucho de ser un experto. No sólo por ello fuimos afortunados. También pudimos conocer y disfrutar (algunos, porque para otros eran un calvario) a los clásicos españoles, así como a los modernos, lo que no estoy muy seguro de que ocurra hoy. Desde Berceo hasta la generación del 27 (curiosamente, Lorca sí, pero Cernuda y Alberti no) aprendimos a recitar de memoria al Marqués de Santillana, Jorge Manrique, Garcilaso, San Juan de la Cruz, Fray Luis, Quevedo, Góngora, Espronceda, Bécquer, Machado, Lorca, Salinas y tantos otros. Con algunos he llegado a mantener una intensa relación, mientras que la devoción adolescente se enfrió con otros. Ejemplo de los primeros es Garcilaso. De los segundos, Bécquer.

Curiosamente, debo mi acercamiento a Garcilaso a una película de Carlos Saura que toma su título de la vigésima primera estancia de su Égloga I: “¿Quién me dijera, Elisa, vida mía/cuando en aqueste prado, al fresco viento/andábamos cogiendo tiernas flores…”. Tenía yo unos diecinueve años cuando vi la película y reconocí el origen del título (Elisa, vida mía). Me compré inmediatamente un ejemplar barato, de Austral, que me acompañó durante muchos años. Esto fue el comienzo de una pasión, hoy ya más atemperada, que me llevó a estudiar al personaje, incluido el genial comentario que de su obra hizo el divino Herrera en sus Anotaciones.

No es ése el único verso de Garcilaso que es utilizado para dar nombre a una obra. Recientemente, Miguel Bosé ha recurrido al Soneto V para titular un disco (Por vos muero): “Cuanto tengo confieso yo deberos;/por vos nací, por vos tengo la vida,/por vos he de morir, y por vos muero”. Pero el más celebrado, por encabezar uno de los mejores poemas de la literatura española, es La voz a ti debida, de Pedro Salinas, que el poeta pide a la segunda estrofa de la Égloga III: “Y aun no se me figura que me toca/aqueste oficio solamente en vida,/mas con la lengua muerta y fria en la boca/pienso mover la voz a ti debida”.

Otra de mis pasiones de juventud, Cernuda, recurre al préstamo en su libro Donde habite el olvido (Donde mi nombre deje/al cuerpo que designa en brazos de los siglos,/donde el deseo no exista…), tomado de la rima LXVI de Bécquer: “En donde esté una piedra solitaria/sin inscripción alguna,/donde habite el olvido,/allí estará mi tumba”.

Por eso pertenezco a una generación privilegiada: porque hemos recibido de nuestros mayores un tesoro cuidado con amor, reservado para que su entrega a quienes los suceden sea garantía de permanencia: éste es el verdadero Parnaso.

lunes, 23 de junio de 2008

Para ti

Escribo porque sé que me lees. Podría mentir a todos y engañarme diciendo que quiero que mi voz llegue a miles de oídos, pero sólo a los tuyos va dirigida: a veces fuerte; otras, rota. Son tus ojos los que han de recorrer estas líneas. Si no, he escrito en balde.

Ahora sé que desde siempre he leído para hablarte, para poder contarte otras vidas, invitarte al deleite compartido de los pasajes que me marcaron porque me empujaban hacia ti, decirte las palabras de amor que alguien dijo por vez primera. Otros lo han sabido todo y lo han escrito para que te encuentre. A la grupa de sus palabras te descubro y te alcanzo.

sábado, 21 de junio de 2008

La vergüenza

En su sueño se veía mal vestido, casi andrajoso, arrastrando los pies por el pasillo del aeropuerto y tirando penosamente de un maletón en el que había metido todo lo que tenía. Una vaga angustia acompañaba su lamentable peregrinación hacia la puerta de embarque, un desasosiego cuyo origen apuntaba a una pérdida cuyo dolor le resultaba insoportable hasta el punto de impedirle respirar. Su mujer y sus hijos habían desaparecido en los primeros días del caos provocado por el hambre, el desabastecimiento, el brusco empobrecimiento del país que poco antes se encontraba entre los más prósperos de Europa. El rápido deterioro de la situación le había empujado a huir. Había intentado continuar, pero no había trabajo, ni alimentos, ni futuro, sólo una implacable represión que apenas mantenía bajo control a millones de ciudadanos que, como él, se veían empujados al destierro.

En una sucesión desordenada de imágenes se encontraba en el avión, mal atendido por una tripulación que lo observaba con disgusto y desconfianza; desembarcaba en el aeropuerto de destino con la misma angustia que en el de salida; la policía del control de entrada se demoraba más de lo razonable en la comprobación de sus datos, lo miraban, le hacían preguntas; sin saber de dónde habían salido, dos agentes lo tomaban de los brazos y con modos bruscos e intemperantes lo metían en una habitación, donde lo abandonaban durante días sin responder a las preguntas que les hacía cuando le traían algo de comer; finalmente, los mismos agentes que lo habían encerrado, lo sacaban con violencia para meterlo en otro avión.

Empezaba a sentir una opresión en el pecho cuando el avión aterrizó. A través de la ventanilla reconoció aterrado el aeropuerto de su ciudad, desde el que había salido días antes. Cuando el aparato paró finalmente, dos policías entraron para detenerlo. Empezó a agitar los brazos para evitarlo.

El ruido de sus golpes sobre el periódico abierto a su lado lo despertó de la siesta. Todavía aturdido, atemorizado y sudoroso intentó recuperar su lugar en la realidad. Se había quedado dormido mientras leía las noticias. Miró el diario cuyas hojas arrugadas por los golpes se esparcían por el sofá y leyó el titular del artículo que había dejado a medias: La Eurocámara aprueba la dura directiva contra los ‘sin papeles'.

sábado, 14 de junio de 2008

Voluntarios

En un parque de cierta zona residencial de las afueras de Madrid se puede asistir la mañana de muchos sábados a un extraño espectáculo. Aparentemente, un grupo de madres jóvenes vigila a sus niños mientras éstos corren y juguetean. El observador curioso reparará pronto en un detalle chocante: las madres españolas cuidan de niños latinoamericanos, mientras que las latinoamericanas se ocupan de niños españoles. Sólo si pregunta saldrá de su asombro merced a una sencilla explicación: estas últimas son empleadas domésticas y los críos a su cargo son los hijos de sus patrones. Las erróneamente supuestas madres españolas son en realidad voluntarias que ofrecen su ayuda los fines de semana en una casa de acogida cercana. En ella encuentran refugio hijos de emigrantes procedentes de hogares rotos, de madres solteras, de padres violentos, alcohólicos o drogadictos, algunos abandonados, muchos maltratados, todos ellos portadores ya de historias más amargas de las que sus pequeños compañeros españoles podrán tal vez acumular a lo largo de una vida entera. Sus cuidadoras son en general jóvenes profesionales, crecidas y educadas en familias de clase media, acomodadas, vecinas en su mayor parte de este barrio privilegiado que no conoce el roce áspero de la necesidad, la delincuencia, el fracaso escolar, ni siquiera la incertidumbre. Estas muchachas entregan desinteresadamente su tiempo a cambio sólo de los sinsabores que acompañan a su trabajo.

Resulta difícil comprender y mucho más acertar a expicar la milagrosa palanca interior que mueve a los voluntarios: qué inconcebible sucesión de pequeños impulsos del alma, enhilados en quién sabe qué fecunda hebra de amor, termina por producir esa ofrenda desprendida que no espera nada en pago.

Céline acertó en mi lectura a expresarlo perfectamente en un emotivo pasaje escondido de su Voyage. Se trata de aquel que describe el paso de su protagonista (Bardamu) por la colonia francesa en el África ecuatorial. En la guarnición militar que la protege, el sargento Alcide quema sus días y su vida en una monotonía que para todos sus compañeros tiene fecha de caducidad: el destino es temporal, como lo es el servicio militar para los conscriptos. Alcide, sin embargo, desea viva e incomprensiblemente una prórroga de su permanencia. En una conversación en la que el texto desprende una ternura sorprendente en el marco descarnado y casi brutal del estilo general de la obra, el sargento explica lentamente el porqué a Bardamu. En la metrópoli vive una sobrina suya, huérfana, que ha dejado al cuidado de una institución religiosa regentada por monjas, bajo un caro pensionado cuya carga soporta a duras penas con lo que gana en su destacamento, tanto con su salario como con las pequeñas corruptelas mercantiles que lleva a cabo. Le gustaría que la niña aprendiera piano, lo que encarecería la escolaridad. Para colmo de males, la chiquilla sufrió una parálisis infantil dos año atrás. Por todo ello, necesita y desea permanecer enterrado en ese infierno africano, para poder dar a la niña todo lo que precisa. Alcide relata todo esto con naturalidad, en voz baja, como disculpándose por revelarlo ante la mirada humedecida de Bardamu quien, a medida que la conversación avanza, va sintiéndose más pequeño ante el hombre a quien tan sólo unos minutos antes despreciaba.

Bardamu cierra el episodio con una reflexión cuya lectura siempre me emociona:

Evidentemente Alcide se desenvolvía en lo sublime a sus anchas y, por así decir, familiarmente, el muchacho tuteaba a los ángeles como si tal cosa. Sin darse cuenta, había ofrecido a una niña, vagamente emparentada, años de tortura, el aniquilamiento de su pobre vida en una tórrida monotonía, sin condiciones, sin regateos, sin más interés que su buen corazón. Ofrecía a la lejana chiquilla ternura suficiente para rehacer un mundo, y sin que nadie lo supiera.

Cuando conozco voluntarios como las jóvenes que cuidan a los niños de la casa de acogida, siento algo que me resulta imposible expresar. Entonces, al llegar a casa, abro el Voyage au bout de la nuit y releo la historia del sargento Alcide y su pequeña sobrinita a la que, sin que nadie lo sepa, está entregando su vida.

viernes, 6 de junio de 2008

Viejos


Leo en el Rincón de haikus de Benedetti:

Van las muchachas
cada paso más lindas
y yo más viejo

Y recuerdo una cruda declaración de Leopoldo María Panero en una entrevista, posiblemente publicada en El País, que cito de memoria, por lo que puede no ser literal: los jóvenes piensan como dioses; los viejos, como miserables. La brutalidad de la sentencia hizo que cuando la leí la encajara como un uppercut, no por mi edad, sino por su inclemencia con los ancianos. Por aquel entonces, Panero ya había pasado por el psiquiátrico y nos había helado con sus Poemas del manicomio de Mondragón (Del polvo nació una cosa./Y esto, ceniza del sapo, bronce del cadáver/es el misterio de la rosa).

Conocí a Panero brevemente allá por 1983 en casa de Juan Luis Recio, cerca del barrio de Malasaña. Habíamos recalado allí unos amigos que veníamos de Santiago de Compostela. Madrid bullía de creatividad y nosotros acudíamos con frecuencia a entregarnos a aquella excitación colectiva. Juan Luis estaba ocupado con algún trabajo de producción musical, puede que de Glutamato Ye-Yé, tal vez de Miguel Ríos.

Una tarde Leopoldo anunció que bajaba a comprar cigarrillos y decidí acompañarlo. La salida se convirtió en una batida de varias horas por las tascas de la zona en las que Panero, cada vez más bebido, derrochó sobre mí tal cantidad de geniales incoherencias que difícilmente podré olvidarlo. Con el paso del tiempo he venido a reputar de privilegio aquellas enloquecidas horas cuya memoria cuido con el mimo de un coleccionista.

No volví a verlo hasta hace unos tres años. Estaba firmando en una caseta de la Feria del libro: desdentado, cano, escuálido, fantasmal, viejo. El extravío de su mirada me disuadió de presentarme. Habría resultado inútil.

Ahora me pregunto si allá hundido en su silla, entre el cigarrillo, la coca-cola y el bolígrafo con el que firmaba, pensaba como un dios o como un miserable. Y vuelvo, entretanto, a Benedetti:

No sé si vengo
tampoco sé si voy
ando al garete

jueves, 5 de junio de 2008

Antihistoria

Desde hace unos doscientos años nos hemos acostumbrado a entender la historia como un flujo temporal orientado hacia un fin determinado, sea éste la conciencia de la libertad, la emancipación de los trabajadores, u otro objetivo trascendental. En ese camino cada etapa supone un avance sobre la anterior, si bien se admite que es un proceso dialéctico que cuenta con un juego de fuerzas en sentidos opuestos cuyo resultado siempre es positivo. Es por eso que los episodios de reacción nos producen la sensación incómoda de toda conclusión aporética, una especie de desazón íntima, como un cortocircuito.

Mis abuelos tenían en su biblioteca un libro titulado Contracepción que trataba obviamente de métodos anticonceptivos. Era una edición antigua, supongo que de la década de 1920, con tapas duras de color granate. Probablemente reparé en él por primera vez cuando tenía ocho o nueve años, pero sólo en mi primera adolescencia lo hojeé, alimentando con ello la natural perturbación de la edad. Recuerdo las ilustraciones, que eran dibujos a plumilla o carboncillo, en las que se mostraban objetos para mí incomprensibles como preservativos, masculinos y femeninos. Debían de haber comprado el libro en sus primeros años de matrimonio, posiblemente tras tener su segundo hijo y para prevenir un tercero, lo que significa principios de los 30 del siglo pasado, en plena Segunda República. Ese signo de liberalismo de las costumbres, de rebeldía ante la doctrina católica, de premeditación en la búsqueda del placer sin amenazas contrasta vivamente con las pautas morales de la generación de sus hijos. En efecto, ya en plena dictadura la simple mención de un manual para evitar embarazos no deseados podía haber sido motivo de persecución, no digamos su posesión o lectura. Pero es que, para mayor horror, esos patrones éticos eran asumidos con naturalidad por sus propias víctimas: quién sabe si mis padres no censurarían calladamente la presencia de aquel ejemplar en los anaqueles.

Algo similar pensé en un viaje de negocios a El Cairo, hace ya algunos años, cuando empezaba a acentuarse la reacción fundamentalista en los países de mayoría musulmana. Allí entablé amistad con mis colegas egipcios que, reflejando con fidelidad la composición sociológica del país, eran de diferentes religiones. Una de ellas era Mireille, cristiana de no recuerdo bien qué rito oriental. Hablando de la regresión en los hábitos cotidianos derivada de la creciente presión de los islamistas radicales, Mireille me decía que tenía fotografías de juventud de su madre, en traje de baño en alguna de las playas del Mediterráneo, que habrían sido impensables en la actualidad.

Cuando pienso en ambos casos, tanto en el salto atrás de la generación de mis padres con relación a la de mis abuelos como en el retroceso de Mireille frente a su madre, experimento ese bloqueo lógico casi doloroso, esa aturdida incomprensión del flujo antinatural que en ocasiones sigue la historia antes de enderezarse para llevarnos a quién sabe qué puerto seguro.

domingo, 1 de junio de 2008

Providencia

El nombre de la estación apareció ante mis ojos como un fogonazo. Con dificultad conseguí leer el cartel cuando ya el tren se había hundido de nuevo en la oscuridad: Providencia. La luz de una bombilla polvorienta delataba ante el páramo inhóspito el marco herrumbroso que, colgado de dos cadenillas oxidadas, se balanceaba anunciando un lugar olvidado, rescatado fugazmente de su muerte lenta por el paso del expreso nocturno. Mis labios iniciaron una sonrisa que murió antes de dibujarse. Pensé en la frecuencia con que en los últimos días había acudido esa palabra a mi mente. Providencia. Yo, que no soy creyente, había llegado a fiar mi suerte a la disposición que hiciera de mi vida alguien con el poder que a mí me faltaba.

Alma dormía tranquila con su cabeza apoyada en mi hombro y las piernas recogidas sobre el asiento. El aliento leve de su respiración acariciaba mi cuello con un ritmo cansado que parecía entrelazarse con el sonido hipnótico de las ruedas del tren en una extraña síncopa. Acomodé la chaqueta sobre sus brazos desnudos y la besé en la frente. Pareció emitir un ligero ronroneo. Seguía usando el mismo perfume que cuando la conocí, hacía ya cinco años.

Su perfume, su nombre y sus maldiciones me habían conquistado la primera vez que estuve con ella. “Me llamo Alma y te voy a echar una maldición china: ojalá vivas tiempos interesantes”. Éramos estudiantes, éramos jóvenes y la extravagancia daba un contraste de prestigio en nuestro círculo.

miércoles, 28 de mayo de 2008

Lluvia


Anoche, cuando el avión avanzaba por la pista para despegar, una lluvia densa caía sobre el aeropuerto. Las gotas golpeaban la ventanilla y, por efecto de la velocidad, se descomponían en multitud de pequeñas lágrimas que eran arrastradas en dirección a la cola. La imagen evocó en mi memoria las frases iniciales de la segunda parte de Molloy, en la que el agente Moran da comienzo a su informe:

Es medianoche. La lluvia azota los cristales.

Llegué a Beckett muy temprano con dieciocho años. Muy temprano para mí, claro está, porque por aquel entonces Molloy, la obra que leí, cumplía veinticinco. Tengo ante mí aquel ejemplar, con la fecha de compra: 9 de marzo de 1976. Se trata de la segunda edición de El libro de bolsillo de Alianza/Lumen, de 1973. Como curiosidad, diré que la contraportada yerra en una década el copyright de la princeps de Les Éditions de Minuit, pues la data en 1961. Tras ésta, vinieron muchas más lecturas del pajarraco irlandés, empezando por las dos restantes de la trilogía: Malone muere y El innombrable. Recientemente me han regalado la versión de Molloy en gallego, publicada por Galaxia en 2006 (É medianoite. A chuvia bate nos cristais).

Al contrario de lo que me pasó con otros autores, a los que me entregaba con dependencia de adicto leyendo toda su obra para no visitarlos de nuevo, mi pasión por Beckett perdura. Vuelvo con frecuencia a sus textos, algunos de los cuales han soportado mal el paso del tiempo. Y vuelvo a reconocerlo en la pluma de escritores que son deudores de su genio, como Auster o Coetzee.

Regreso con frecuencia a Beckett, llevado quién sabe de qué incompensible pulsión, solamente obvia cuando de la noche me separa un cristal azotado por la lluvia.

sábado, 24 de mayo de 2008

Ciudad

Llevaba dos días con la misma obsesión. No podía recordar el nombre de la ciudad cuyos detalles tan nítidamente habían quedado cosidos a mi memoria. Sentía bajo mis pies la superficie rugosa de su pavimento en obras; me contoneaba rememorando el difícil tránsito entre los andamios; me parecía oír el murmullo apagado del tráfico en la terraza escondida donde había comido. Pero su nombre me esquivaba en un juego cruel: cuando estaba casi rozándolo se camuflaba entre otros para ir apareciendo de nuevo, poco a poco, enseñando una consonante, no, una combinación de vocales, tal vez una cadencia vislumbrada.

No era Lisboa, la ciudad que el fadista describe con desgarro para hablar de su propia tristeza: el arquetipo platónico de la melancolía que se proyecta en todo amante abandonado y cuya lluvia sobre un rostro helado basta evocar para dar noticia del dolor del alma.

Tampoco era ninguna de las ciudades de Luis García Montero (Las ciudades enseñan un modo de hablar solo), las que me hicieron, en las que crecí como hombre capaz de amar, a las que regreso continuamente para encontrarme conmigo (¿quién paga el alquiler de la ciudad/que sabe de memoria la lección de mañana?)

No era ninguna de las ciudades invisibles de Italo Calvino. Ni Eusapia, propensa a gozar de la vida y a huir de los afanes. Ni Melania, ciudad en la que sus habitantes, generación tras generación, están inmersos en un único diálogo indefinido. Tampoco Ersilia, cuyos moradores unen sus casas con hilos de diferente color según sean las relaciones entre ellos (hermanos, clientes, subordinados, …) y la abandonan cuando la red es tan tupida que no pueden caminar. No era Zemrude, cuya forma depende del humor de quien la mira. Ni Armilla, ni Zenobia, ni Fedora. Pero tampoco era Isidora, la ciudad de los sueños del hombre joven, a la que éste tarda tanto en llegar que cuando lo hace, ya anciano, los deseos son ya recuerdos.

Finalmente el nombre vino a mi encuentro con suavidad, sin avisar, dulcemente. Sí, era la ciudad que fatigué contigo, la que nos arropó hospitalaria para que nadie incomodara nuestro amor. Sí, era la ciudad cuyo recuerdo es ya deseo.

martes, 20 de mayo de 2008

Luna

Eran las cinco de la tarde y se me habían agotado los cigarrillos. Con un gesto de fastidio, me levanté del sofá y me dispuse a bajar al estanco de la esquina. Aparté la cortina para comprobar lo que me esperaba. Afuera el sol rejoneaba con saña a los escasos transeúntes. Salí al rellano y llamé el ascensor. El estruendo de la antigua maquinaria anunció que la cabina subía penosamente. Entré y pulsé el botón del piso bajo, del que hacía años había desaparecido la B por la erosión del uso. Bajaba tan ruidosa y lentamente como subía. Cuando salí a la calle, recibí una patada de calor en la cara. Giré a mi izquierda. Al pasar por la parada del autobús, un 27 estaba descargando pasajeros. Una señora bajaba con una niña china en brazos. “Vamos, Luna”, decía. Tras ella, un anciano trataba de apoyar su bastón en el último escalón. Me fijé en la empuñadura: era de marfil y representaba la cabeza de un mandril. Un poco aturdido, seguí hasta llegar al estanco. Tras cinco minutos de espera, compré al fin una cajetilla que guardé en el bolsillo derecho del pantalón. De regreso, pasé por la parada cuando llegaba otro 27. La puerta se abrió y bajó una señora con una chinita en brazos. Mientras medía con el pie, decía “vamos, Luna”. Un anciano con bastón la seguía tanteando los escalones. El puño era la cabeza marfileña de un mandril. Palpé mi bolsillo: los cigarrillos no estaban.

sábado, 17 de mayo de 2008

¿En qué creen lo que no creen?

En el número de hoy del suplemento cultural de El País, Babelia, vi el anuncio de un título recién editado. Bueno, sería más correcto decir que entró en los límites de mi espacio de visión mientras leía la recensión de otra novedad. Llamó mi atención porque la leyenda publicitaria que acompaña a la foto del libro estaba enmarcada en un rectángulo de trazo grueso, como la orla de un papel de luto, de forma que incluso antes de fijar en él la mirada me había llevado inconscientemente a asociarlo con las advertencias de los paquetes de cigarrillos que, con una apariencia igualmente fúnebre, previenen a los consumidores de los perjuicios que el tabaco puede ocasionar.

Leída la frase (“Un ensayo imprescindible para creyentes, agnósticos y ateos”) y el título del libro (Dios no es bueno), que nada tenían que ver con el vuelo inicial de mi imaginación hacia los cigarrillos, pensé en ese trabajo simultáneo en dos niveles que realiza nuestro cerebro: uno, consciente, alimentado por nuestros sentidos o por la introspección; el otro, un poco más abajo, en el subconsciente, que empujan la experiencia, la fantasía, los sueños o el miedo. Y recordé la magistral descripción de Scott Fidgerald en Tender is the night, cuando Rosemary finge prestar atención a la conversación con su compañero de mesa mientras piensa en otra cosa. El autor corona la escena con un símil genial:

De vez en cuando captaba la esencia de lo que él decía y su subconsciente ponía el resto, igual que percibimos que un reloj está dando la hora cuando ya va por la mitad, pero perdura en nuestra mente el ritmo de las primeras campanadas que no habíamos contado.

El anuncio me sorprendió en plena lectura de una obrita que tuvo mucho éxito en Italia a mediados de la década pasada y que aquí debe de haber vendido bastantes ejemplares, habida cuenta de que el mío es de la octava edición. Se trata de un diálogo epistolar entre Umberto Eco y el cardenal jesuita Martini titulado ¿En qué creen los que no creen? y que pretende ser un intercambio de opiniones sobre los fundamentos de la ética entre un intelectual laico y un católico. Esta amable discusión florentina sirvió para el lanzamiento de una revista de pensamiento.

En efecto, las intervenciones de ambos adolecen de una superficialidad impropia de su solvencia intelectual, dato que sólo puede ser explicado por el supuesto carácter divulgativo y publicitario de la obra. Por cierto, es Martini quien en más de una ocasión se excusa por no profundizar más en determinados aspectos metafísicos en aras de la facilidad de comprensión del gran público a lo que Eco responde: que se acostumbren a pensar.

La comparación con una conversación similar entre otro intelectual laico (Russell) y otro jesuita (Copleston) es inevitable. En 1948 ambos filósofos protagonizaron un debate radiofónico en la BBC que fue posteriormente publicado. En español se puede encontrar en la recopilación de Russell ¿Por qué no soy cristiano? En mi opinión, de esa comparación la experiencia italiana sale malparada.

Pensando en ello, tengo que reconocer que nada tiene que ver la diferencia de altura intelectual entre los pensadores. Eco no es Russell, de acuerdo, pero sus áreas de saber tampoco son las mismas. Y Martini no puede presentar entre sus credenciales la extraordinaria Historia de la filosofía del británico, pero es una eminencia en su campo. La explicación que se me antoja más verosímil es la reverencia ancestral con que en Italia todo el mundo, desde los intelectuales a los políticos, pasando por periodistas y profesionales, tratan a la jerarquía católica. Pareciera que el Vaticano pesara como una losa en las costumbres y modos de los italianos hacia curas, obispos y monjas, a la que no es ajena ni la mismísima izquierda.

Merece la pena comprobar con qué diferencia se dirigen Lord Russell al padre Copleston y Eco al cardenal Martini.

domingo, 11 de mayo de 2008

The Devil's Dictionary


El próximo día 16 está prevista la publicación de la obra de Irene Lozano El saqueo de la imaginación en la que, al parecer, pasa revista a la perversión del lenguaje derivada, entre otras cosas, de la corrección política. El número de mayo de Claves de razón práctica avanza el contenido de un par de capítulos. Para ilustrar el deslizamiento de significado que experimentan las palabras, la autora se para en el vocablo "pulcro", que ha dejado de significar para el hablante conemporáneo "hermoso, de buen parecer", para denotar "muy esmerado". Enseguida he pensado en "patético", adjetivo con el que ya nadie se refiere a lo "que causa tristeza, dolor o compasión", tantas veces predicado de piezas musicales, y que hoy se aplica con sentido peyorativo casi exclusivamenrte a personas con una significación similar a "ridículo".

Lozano centra este pequeño análisis de la evolución de ciertas palabras en el caso de "conservador" y antes de meterse en harina recupera la genial definición del no menos genial Ambrose Bierce quien en su Diccionario del diablo despacha la entrada con esta perla: "Hombre de estado enamorado de los males existentes, a diferencia del liberal, que desea sustituirlos por otros".

Ambrose Bierce (Meigs County, Ohio, 1842) fue un periodista norteamericano, digno hijo de su época. Se fue de casa a los 15 años para establecerse en Indiana donde hizo un poco de todo (albañil, camarero, linotipista, sereno, ...) En 1860 se enroló en el ejército, donde llegó a teniente tras ser herido en una sien en Kenesaw Mountain. Terminada la guerra, sirvió durante un breve periodo como ayudante del general Hazen en los trabajos topográficos que su equipo tenía encomendados. Muy pronto se fue a San Francisco donde trabajó como periodista y editor en varios periódicos. Se casó y se fue a Londres donde tambien malvivió escribiendo. Volvió a San Francisco, donde llegó a ser director adjunto de el Argonauta, un semanario local. Probó suerte en el negocio minero en Dakota para arruinarse. Apaciguada la fiebre del oro, empieza a trabajar para el semanario Wasp donde ofrece sus mejores colaboraciones como poeta, crítico literario y columnista. Se traslada a Washington donde trabaja para el magnate Hearst. Entretanto, su vida personal es una tragedia: un hijo muere en un duelo, una hija de tuberculosis y sus problemas con el alcohol terminan con su matrimonio.

A finales de 1913 sale de Washington para recorrer los lugares donde había luchado durante la Guerra Civil. Se sabe que en diciembre cruza al México revolucionario por El Paso. Se enrola en el ejército de Pancho Villa en Ciudad Juárez. Lo último que se sabe de él es que llegó a Chihuahua, desde donde escribió una carta a un amigo. Después de eso, su pista desaparece para siempre.

Bierce nos dejó unas obras completas en doce volúmenes, entre las que se encuentra su Diccionario del diablo. Éste es ya en Estados Unidos un clásico. En él, podemos encontrar regalos como éste: Complacer, v. tr. Sentar las bases de una superestructura de la imposición. O éste: Retruécano, s. Forma de ingenio a la que se rebajan los sabios y aspiran los necios.

miércoles, 7 de mayo de 2008

Inglés en pocas lecciones


Antonio es un hombre bueno. Hace diez años se jubiló tras casi cincuenta trabajando como mecánico de tractores. Desde el primer momento se prometió a sí mismo no dejarse llevar por la pereza, amarrarse a alguna actividad, ahuyentar la decrepitud, engañar a la vejez. Así, durante esta década ha pintado al óleo numerosas telas, ha restaurado vehículos antiguos, ha vencido una grave enfermedad, ha entrado en el coro de su iglesia y ha viajado por toda Europa e Israel.

Los viajes los organiza su parroquia cuyo titular (también anciano, también activo) no deja de pasear a su grey por donde le permiten los bajos precios que logra arrancar a una agencia amiga. Generalmente las excursiones tienen una orientación religiosa o cultural: Jerusalén, Roma, Atenas, Praga, ... Sin embargo, también hay ocasión para el solaz. Es así como Antonio ha ido dos años consecutivos a Mallorca, a uno de esos hoteles donde uno comparte comedor con los turistas europeos. Durante su primera estancia en él conoció a un chiquillo británico con el que congenió a base de gestos, porque Antonio, que es un hombre bueno, congenia con los niños pero no sabe inglés. Todos los días se encontraban en el restaurante o en el salón y jugueteaban un rato, correteando al chaval, subiéndosele al regazo, escondiéndose. Antonio se encariñó con él y cuando llegó el momento de despedirse sintió la separación con una extraña desazón que lo dejó un poco vacío.

Sin embargo, cuando el año siguiente regresó al mismo hotel, volvió a encontrarse con el crío y de nuevo las carreras, y los juegos, y los saltos en el regazo, y la rara dicha de disfrutar lo que se daba por perdido. Y también, al final, el dolor, la puñalada del adiós.

Antonio me dice que lo que más lamenta es no poder hablar con el niño, a quien confía ver este año. “Si sólo pudiera decirle lo más elemental, -cómo estás, te gusta este sitio, quieres jugar-, sería un hombre feliz”, me confiesa.

Y así Antonio se ha puesto a estudiar inglés a sus setenta y cinco años. Se ha suscrito a uno de esos cursos por fascículos que ofrecen los diarios para intentar frenar la caída de las ventas. Como las lecciones están en disco compacto, él las graba en unas cintas para poder escucharlas en su coche mientras conduce. Y este hombre que no pudo estudiar, que ha reparado tractores durante casi cincuenta años, que es bueno, está aprendiendo inglés sólo para poder preguntarle a un chiquillo al que sólo verá una semana cómo se llaman sus amigos del colegio, si le gustan las hamburguesas o qué quiere ser de mayor.

lunes, 5 de mayo de 2008

El camino

Pidió el texto en préstamo, aquél que salió de él ya ajeno pues a ella se debía. No tuvo que buscar: allí estaba intacto el gozo original. Leyó:

Ahora alzaré la mirada y encontraré la suya. Avanzaré despacio, demorando el momento en que se anuden y su boca llame a la mía. Haré remolinos en su vientre, trenzaré y destrenzaré espirales alrededor de su ombligo cayendo mansamente y huyendo indeciso. Saldré del dulce laberinto para arrastrarme hacia sus pechos. Bajo ellos sospecharé la síncopa de nuestros corazones. Seguiré. Me detendré en su garganta para adivinar sus gemidos. Llegaré a sus ojos imperativos que convocarán a mis labios.

Entonces mi boca iniciará sumisa el camino aprendido y siempre nuevo. Mi lengua trenzará y destrenzará remolinos sobre su vientre, hará espirales y se hundirá en su ombligo. Huirá llorando humedades hasta llegar a sus pechos, bajo los que sentirá su corazón sincopado. Continuaré. Me entretendré en su garganta para sentir sus gemidos en mis labios. Llegaré a los suyos. Seremos entonces sólo uno. Una vez más temblaré como un niño amedrentado.

El tiempo corría inclemente, pero él seguía siendo un niño tembloroso.