viernes, 20 de marzo de 2009

Complicidades

En la espléndida Baisers volés, de Truffaut, la bella y enigmática Fabienne Tabard nos regala una memorable explicación de la diferencia entre cortesía y tacto. Un profesor, dice, se lo explicó en el instituto. Si un hombre abre la puerta del baño y descubre a una mujer desnuda, cierra apresuradamente y dice: “Perdón, señora”, eso es cortesía. Si el hombre abre la puerta, descubre a la misma mujer desnuda y dice: “Perdón, señor”, eso es tacto. Un simple morfema de género determina la diferencia. En efecto, hay ocasiones en las que una sílaba, una palabra o una frase de más, o de menos, convierten lo bueno en mejor, lo hermoso en sublime o, a la inversa, un simple tropezón en una violenta caída.

La escena, notable por múltiples virtudes cinematográficas, lo es también por el placer intelectual de ese juego morfológico, que conviene casi perfectamente a la situación que ilustra: tan sutil es marcar la diferencia con una sola vocal como la delicadeza del caballero que, con ese escorzo gramatical, expulsa de la realidad el incómodo episodio enterrándolo en una ficción en la que nunca hubo dama desnuda alguna.

En Del amor y otros demonios, don Ygnacio de Alfaro y Dueñas, segundo marqués de Casalduero, que a ratos recuerda al de Bradomín, se regodea en público de una sentencia que García Márquez llama histórica: “En mi casa se hace lo que yo obedezco”. En este caso, las referencias que acentúan y embellecen esta intensa y casi violenta paradoja son tanto de contexto como históricas. Las primeras enmarcan la frase en el momento en que el marqués está poniendo orden enérgicamente en su casa amenazando a los esclavos y trata de acabar con la dejadez y el relajo que se han adueñado de todo. Las históricas remiten al triste modelo, tantas veces imitado, del varón engallado que con tono altanero y subrayando la bravata con el índice amenazador declara ante los amigotes: “En mi casa se hace lo que yo mando”. La sentencia del marqués convoca, pues, a una complicidad de la inteligencia. (Por cierto, en la misma obra Bernarda Cabrera nos deja esta perla: “no hay mujer ni negra ni blanca que valga ciento veinte libras de oro, a no ser que cague diamantes”).

Y ya que Bradomín se ha colado de rondón, traeré su genial guiño en este melancólico pasaje de la Sonata de estío:
A mí, desgraciadamente, ni aun me queda la esperanza. Sobre mi alma ha pasado el aliento de Satanás encendiendo todos los pecados: Sobre mi alma ha pasado el suspiro del Arcángel encendiendo todas las virtudes. He padecido todos los dolores, he gustado todas las alegrías: He apagado mi sed en todas las fuentes, he reposado mi cabeza en el polvo de todos los caminos: Un tiempo fui amado de las mujeres, sus voces me eran familiares: Sólo dos cosas han permanecido siempre arcanas para mí: El amor de los efebos y la música de ese teutón que llaman Wagner.
El viejo zorro se lanza a un repaso conmovedor de su vida en un patético crescendo en el que parece recrearse, alzando frase a frase el tono de una queja crepuscular. De repente es como si se diera cuenta de que se le está yendo la mano, de que se encamina a toda velocidad a un ridículo clímax trágico que está fuera de lugar y decide quitarle hierro con esa doble mofa de la homosexualidad y la ampulosidad pretenciosa de la música de Wagner. La clave está en la equiparación, siquiera por yuxtaposición, de pasiones de órdenes diferentes, de forma que la obra del alemán sufre la contaminación del pecado nefando y el amor entre hombres el escarnio de una vacua pomposidad.

Pero, una vez más, el lector sonríe cómplice como si el mismísimo Valle se lo estuviese susurrando al oído.

-

No hay comentarios: