viernes, 27 de marzo de 2009

Incertidumbres

El entrañable comisario Adamsberg, que para dormir a su hijo de nueve meses le lee pasajes de un libro sobre los métodos de construcción de la Baja Edad Media en los valles pirenaicos, sostiene que el número de incertidumbres que un hombre puede soportar no puede crecer indefinidamente y sitúa su límite en cuatro, por más que haya una plétora de ellas que se quedan fuera, como esperando su oportunidad. Además, piensa, no resulta inteligente resolverlas, pues en el momento en que desaparece una de las cuatro deja espacio para que entre otra nueva que no habríamos tenido por qué albergar de haber sido pacientes.

Cabría argüir lo contrario: lo realmente escaso son las certezas. Y, quién sabe, tal vez si su número excede un máximo determinado pueden resultar igualmente intolerables.

Pertenezco al grupo de personas que se mueven con comodidad a través de las incertidumbres. Paseo entre ellas presa de la perplejidad, consciente de la inutilidad de toda investigación, de la recia urdimbre del cortinaje que me vela la verdad.

Tiene razón el comisario cuando dice que siempre habrá una duda para reemplazar a la que acabamos de resolver. Pero hay diversas maneras de acabar con una incertidumbre. La mayoría de ellas son inocuas. Algunas son dolorosas. Otras, las menos, bellas.

De entre las que lastiman recuerdo muchas, pero en especial mi particular crisis de fe, cocinada a fuego lento en mi primera adolescencia y resuelta casi a la par que mi bachillerato. Descubrir que todo era una lamentable mentira, que era el hombre quien había creado a Dios y no al revés, que las referencias morales que habían conformado mi bagaje de valores eran una minuciosa labor de fábrica, resultó demoledor para mi frágil constitución intelectual. Todavía hoy lo recuerdo con un escalofrío.

Diré ahora cómo alcancé una certeza de una manera hermosa. Me resulta difícil entender qué puede mover a una mujer a amarme. Yo, que me conozco, sé lo que soy, y también sé que no es tanto como para que nadie se enamore de mí. Así que siempre me acompaña esa incertidumbre: ¿seré merecedor de este amor? En una ocasión dije: “No te merezco” Y ella me respondió algo conmovedor, que ya nunca olvidaré: “Claro que me mereces. Quererte es algo que no doy por hecho. Simplemente ocurre que cada día me vuelves a gustar”.

No hay comentarios: