viernes, 25 de septiembre de 2009

Batallas

Un amigo cuyos padres murieron con apenas un par de años de diferencia, cuando ya nosotros nos encontrábamos bien entrados en los cuarenta, me dijo tras dar tierra al último –él, por más señas–: “bueno, ya estamos en primera línea”. En un primer momento, me pareció que había en la frase y en la sonrisa contenida que la acompañó un aire de trámite notarial, como si levantase acta de un acontecimiento rutinario o al menos no infrecuente: una junta general de accionistas o la firma de un bastanteo. Sin embargo, enseguida percibí la fina ironía y el humor macabro con que mi amigo se encaraba con la fatalidad que esta segunda pérdida, todavía no repuesto de la primera, venía a declarar.

Pero, al fin, reconocí la pertinencia de la figura, que traslada al universo simbólico de la guerra lo que quizá presenta más cabalmente los caracteres sustantivos de la tensión: la vida.

En efecto, estamos en primera línea, al menos en la batalla que siempre hemos de perder, la que mueve las generaciones como las falanges hoplitas: filas de guerreros van ocupando los puestos de las que van cayendo en el combate. La muerte siempre vence en esta rueda interminable.

Pero no es ésa la única batalla. Nos hacemos a base de un juego polémico, de una sucesión de victorias y derrotas parciales cuyo saldo determina nuestra (in)felicidad: desde la aprehensión del mundo nada más nacer, hasta la lucha definitiva contra la muerte.

Entre medias, sólo el desamor nos endurece. Con paciencia oriental tejemos nuestros petos y espaldares, grebas y guanteletes, yelmos y crestones a base de besos rechazados, caricias agostadas, abrazos evitados y mentiras mal habidas.

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