jueves, 10 de diciembre de 2009

Fiaño se va


Fiaño se ha ido y se ha llevado con él su mundo antiguo, trenzado con fijadores y bigotes, cueros y maderas, paseos de alameda y playa, arrumacos en el muelle de Marín, sombreros de ala ancha, cigarrillos sin boquilla, gabardinas de tres cuartos y abrigos de cheviot.

Marcado por la crueldad añadida de la posguerra, su infancia sin padre le dio el habla tardía, en la que pervivió algún tiempo una confusión entre las oclusivas (“un patato de tafé ton chitoria”) que años más tarde todavía se podía rastrear en errores fonéticos contumaces (“apsis”).

No fue el suyo un entorno familiar que estimulara el endurecimiento y la independencia. Antes bien, un entramado de escudos protectores lo dejó extrañamente desprotegido aunque él nunca llegó a saberlo. La vida, a base de golpes certeros, fue grabando a fuego sus contrastes de dolor. Él, que nunca llegó a crecer, acusaba aturdido los embates sin acabar de entender el porqué. Fue rechazado por su origen, vio morir a una esposa joven, enfermar gravemente a un hijo, marchitarse una carrera profesional prometedora y pasar los años cayendo en un remolino de tristeza, todo ello con cara de asombro, absurdamente convencido de que debía de tratarse de un descomunal error.

Sus manos grandes, casi campesinas, salvaron vidas, curaron enfermedades de toda clase, llevaron esperanza a familias que la habían perdido, siempre con el ejercicio de una medicina casi artesanal, de visita con maletín, de asistencia en mitad de la noche, de conversación al lado del lecho, de vaso de vino en la cocina y de presentes de la tierra y de la mar para agradecer cumplidamente con lo que los pacientes o sus familiares reputaban más valioso: el fruto de su trabajo.

Nunca llegó a asentarse, empujado a cambios de residencia por exigencias de un guión con deje de tragedia. De una costa a otra, de la costa al río, del río a la montaña, de la montaña a la costa de nuevo desde donde finalmente se alejó para siempre.

Quienes lo conocimos y quisimos aprendimos quizá tarde que no se puede juzgar: sólo cuando lo recuperamos, después de muchos años tristemente irrecuperables, supimos que tal vez en su vida habíamos asistido al devenir de la nuestra.

Fiaño se ha ido sin conocer la felicidad. Siempre faltó algo, un padre, una amante, más calor, otra suerte. Hace unos días, cuando le dábamos tierra y hasta el cielo le decía adiós desatando una furia desmedida, los que lo conocimos y quisimos estábamos con él sin poder evitar imaginar que desde algún lugar estaría observando el oficio con cara de asombro, con la absoluta certeza de que todo era un error descomunal.

1 comentario:

Anónimo dijo...

De acuerdo con lo de "descomunal error". ¿Es la vida una elección, una decisión, o una especie de "fatum" que condena a los que "se quedan" a un vaivén incesante, a una absoluta falta de referencia o, lo que es lo mismo, al recocimiento de que "ya no hay salvación- o referencia- ninguna?"
" Maldita la esclavitud de la memoria".