domingo, 24 de enero de 2010

Iglesia

A un obispo recién asignado a una nueva diócesis le parece que la pobreza espiritual de nuestra sociedad materialista es un mal mayor que la muerte de varias decenas de miles de personas por un terremoto devastador. Su superior equipara el divorcio al repudio, responsabilizándolo de la grave situación de la familia en Europa. En África, el superior de su superior opina que sólo se puede luchar eficazmente contra el sida mediante una renovación espiritual de la sexualidad. El dislate del celibato estalla en forma de paidofilia crónica que los dicasterios tratan de ocultar. Y uno no puede dejar de preguntarse ante tanta barbaridad en qué momento la Iglesia perdió el contacto con la realidad, cuándo empezó a embotarse aquella sensibilidad que le permitía sentarse en la mesa camilla de nuestro cuarto de estar como uno más de la familia, qué fue de aquella sensación de cercanía que sucedió al Vaticano II, cómo ha podido pasar de Juan XXIII, el Papa bueno, a Benedicto XVI, el inquisidor de la Congregación, de la Iglesia amable de la caridad y la preocupación social a la antipática de la represión y el discurso fundamentalista.

Es cierto que la occidental es una sociedad en la que la mejora de las condiciones materiales de vida es la prioridad de los ciudadanos. Pero es que de eso se trataba: de dejar atrás las privaciones, las desigualdades y la dependencia de circunstancias sobre las que no se tenía capacidad de intervención. Y no es cierto que esto haya ido acompañado de un empobrecimiento espiritual. Los que tenemos bastantes años recordamos muy bien el marco moral de la sociedad de nuestra infancia y juventud, y también era susceptible de crítica, sobre todo en España. Cuando el obispo y su superior y el superior de su superior nos dicen que somos más pobres de espíritu se están lamentando de lo que de verdad ha sucedido: que su influencia ha decaído y su rebaño se ha reducido. Se han perdido valores: los suyos. Pero se han ganado otros, como demuestra la marea de solidaridad que ha desatado ese terremoto devastador que, al decir de Monseñor, no es tan grave como nuestra ceguera moral.

1 comentario:

Teresa dijo...

No puedo estar más de acuerdo contigo. Lástima que yo no pudiera explicarlo tan bien como tú cuando me pegué con mis amigas las pijas. Así da gusto.