sábado, 13 de febrero de 2010

Pila

La última vez que vi a mi tía Pila era ya muy anciana. Pasé un par de horas con ella en su casa un doce de octubre, día de su santo, el último de su vida. Había ido a felicitarla porque ese año se encontraba sola. En la calle llovía a mares. A pesar de su edad avanzada, mantenía una notable claridad de mente que hacía la conversación fluida y ágil. Su discurso tenía un sustrato melancólico que lo impregnaba todo: recuerdos, juicios, descripciones, consejos, advertencias y lamentaciones. De siempre había sido así: tanto la herencia emocional de su familia como su origen gallego contribuían a que su carácter, e incluso su semblante o su forma de andar, estuvieran presididos por una vaga pesadumbre que difuminaba hasta los momentos más alegres envolviéndolos en una bruma atlántica de tristeza indefinida. Un marido fusilado en los primeros días de la Guerra Civil que la convirtió en joven madre viuda de un hijo de sólo dos años acentuó la tendencia.

No conservo un recuerdo nítido de lo conversado, que seguramente saltaría de un tema a otro sin sentido alguno de la continuidad, excepto de un pasaje que se quedó fijado en mi memoria por sabe Dios qué extraña razón. Como era habitual en sus monólogos, llegaba un momento en que parecía recapitular con una especie de colofón que expresaba brevemente una opinión sobre la vida o sobre el paso implacable del tiempo. Generalmente se trataba de una queja retórica sobre lo rápido que pasan los años, o lo doloroso que resulta perder a los seres queridos, o algo por el estilo. En aquella ocasión, sin embargo, algo me dijo que me encontraba ante una excepción. Tal vez, sintiendo cercana la muerte que ya le acechaba, mi tía Pila se esforzaba por resumir en una frase concisa todo el pesar que le producía la vejez. O quizá asistía a un fogonazo súbito de clarividencia que la llevaba a un nivel de conocimiento inaccesible a los demás. Cuando yo creía que me esperaba una declaración ordinaria, Pila se sumió en un trance fugaz, me miró fijamente y me dijo: ¡Qué triste es todo!

Así, pensé, que de eso se trata: envejecer no es doloroso sino triste, la vida no es simplemente una sucesión de episodios que alternan la felicidad y la aflicción. El balance final no es otro que la tristeza: la que produce comprobar que, salgamos como salgamos de los muchos conflictos en los que nos vemos involucrados, siempre resultamos perdedores porque estamos condenados a desaparecer. Y también comprobé que esta es una ley universal, que no reza para algunos, sino para todos.

Recuerdo con frecuencia aquella conversación. Utilizo sus enseñanzas para amortiguar el dolor de los sinsabores que me procura la vida y para aquilatar sus satisfacciones dándoles la importancia que de verdad tienen. ¿Hasta qué punto puedo recrearme en el amor correspondido? ¿Y hasta cuál puedo dolerme del rechazado?

Al final quedará lo que Pila me dijo en aquel momento de conocimiento superior: nacemos, albergamos ilusiones mientras somos ignorantes, somos felices o infelices durante un breve lapso, después esperamos resignados a la muerte, finalmente nos vamos para siempre. Todo es, efectivamente, muy triste.

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