jueves, 17 de junio de 2010

Brodeck

Hace unos días, al poco de terminar de leer El informe de Brodeck, de Philippe Claudel, me encontré por casualidad en un trabajo académico con la confidencia que Valle-Inclán, harto de que la Administración hiciera oídos sordos a sus propuestas, hacía a su entrevistador sobre su dimisión como Conservador General del Patrimonio Artístico Nacional tras un año en el cargo. “A mí me declararon inquilino de las nubes”, decía el escritor para explicar el limbo en que se desarrollaba su trabajo. Qué hermosa expresión, pensé, y cómo conviene a Brodeck, otro exiliado por elevación de la aldea en la que vive.

En la obra las referencias temporales y espaciales son indirectas, de forma que es sólo a través de las analogías y el contexto geográfico, lingüístico y sociológico que Claudel describe detallado en los elementos pero difuso en el conjunto, como el lector se sitúa en algún momento inmediatamente posterior al final de la Segunda Guerra Mundial, probablemente en algún pueblo de los Alpes austríacos. Esta indefinición contribuye a dar a la novela un incontestable aire de fábula.

La conjunción de la inteligente trama, de carácter policíaco, y el desbarajuste moral del nazismo y la guerra permiten a Claudel situarnos ante un mosaico de las pasiones más bajas, pero también de las mejores del ser humano. Racismo, odio, intolerancia, crueldad, rencor, traición, ruindad… desfilan junto al amor, la ternura, el perdón y la amistad. Pero sobre todo, en la novela pesa el silencio, un silencio envolvente, opresivo, en el que el pueblo se entierra para no hacer frente a su remordimiento.

Brodeck es un judío que llegó al pueblo huyendo de un progrom, fue entregado por sus vecinos al invasor nazi, vivió el horror de un campo de concentración del que salió vivo a costa de desprenderse de todo lo humano que había en él, y ahora, como el hombre letrado de la aldea, es el encargado de escribir un informe sobre la misteriosa muerte del Otro (Der Anderer), como él, extranjero; como él, incómodo a los vecinos porque los enfrenta a su miseria.

La novela inquieta porque habla al lector de sus debilidades, de la fragilidad de sus soportes y del orden en el que vive. A medida que avanza su lectura, aumenta la sensación de inestabilidad y las dudas sobre la firmeza del suelo que pisamos. Cualquier accidente puede acabar con la armonía de la convivencia, convertir al vecino en delator, al militar en asesino, al amigo en traidor. Sólo las palabras pueden redimirnos, las que línea a línea van escribiendo el informe que todo lo explica, el que nos baja a tierra firme y nos congracia con el otro. Ni siquiera el silencio es la respuesta porque el silencio nos hace inquilinos de las nubes.

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