sábado, 12 de junio de 2010

Tolos

En los años de mi infancia y primera adolescencia había en mi pueblo una pobre mujer, probablemente mongólica –no puedo asegurarlo–, que tenía una hija. La infeliz padecía obesidad mórbida, tenía una barba tal que la obligaba a afeitarse a diario y era claramente subnormal. Conservaba pocos dientes, lo que se podía comprobar porque siempre sonreía estúpidamente cuando paseaba por la alameda. Los chiquillos, y los no tan chiquillos, la acosaban a distancia gritando su nombre: “¡Finaaaa! ¡Finocaaaa!”. Al parecer, se dedicaba a aliviar las calenturas de los marineros que recalaban en nuestro puerto, acumuladas tras meses de dura travesía. En una de ésas se quedó embarazada de su única hija. Sólo vi a la criatura en una ocasión: la desgraciada era un reproducción fiel de su madre: obesa, torpe, bigotuda, apocada, desafortunada.

Teníamos más heterodoxos: Tucho, un demente irascible y esquinado que se revolvía agresivo ante nuestros pullazos inmisericordes como sólo los de unos adolescentes estúpidos pueden ser. Luciano, el homosexual oficial del pueblo, vendedor ambulante de lotería, precursor visionario que imprimía en sus talonarios de participaciones su fotografía: el rostro sonriente bajo un sombrero Borsalino. Era una fiesta cada vez que se subía al trolebús y se sentaba al lado de alguno de nosotros. Atiplaba la voz para poner su mano en nuestros muslos y hacernos proposiciones que rechazábamos entre risas, tal vez un poco azorados, pero divertidos. Adonis, un hombre errante, fumador empedernido de dedos amarillos por la nicotina, con su gabardina en invierno y verano, cargando con Dios sabe qué trágica historia de hundimiento y exclusión: nos había llegado el rumor de que procedía de una familia acaudalada de la que había sido expulsado por oscuras razones que desconocíamos pero no teníamos reparo en tejer: un desengaño, una traición, tal vez un homicidio…

Con todos ellos convivíamos, a todos los apreciábamos como un elemento más de la comunidad en la que crecíamos. En el complejo proceso del aprendizaje y la maduración, nuestros locos nos enseñaban que no es tan difícil descarrilar, que ser extranjero en el universo de la normalidad está al alcance de cualquiera. Hoy sé que su presencia en los primeros años de mi vida me ayudó no sólo a ubicar el límite, sino a construir la misma idea del límite.

Recuerdo a menudo a los desequilibrados de mi infancia. En los ya muchos años que han pasado desde entonces los he reconocido en otros locos, “tolos” como los llamamos en mi tierra. Mil veces he vuelto a sentir sus miradas alucinadas pero tiernas, sus sonrisas tontas, sus explosiones de agresividad…

Y si tuviera que dar cuenta de mis gratitudes, nunca podría obviar las debidas a Finoca, Luciano, Tucho o Adonis porque todos ellos me enseñaron que la vida es frágil como las alas de una mariposa, que el camino está plagado de trampas, que es tan fácil caer como continuar, que sólo nuestra soberbia nos lleva a proclamarnos dueños de nuestro destino.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

¿Dóndes estabas? gracias por regalarnos una vez más tus palabras

Anónimo dijo...

Precioso, transporta a un lugar mágico. GRACIAS.

Anónimo dijo...

y como no, a necora, a senen, que cuando iba a Marin soplaba siempre el viento del norte... si, locos de cuento infantil, locos que de pequeños y jovenes veiamos como algo extraño, pero divertido. No nos reiamos de ellos sino con ellos, si, reian a pesar de que sus razones estaban, supongo destinadas al olvido. Gracias Carlos por regalarme la maquina del tiempo. Por cierto, desde aqui un homenaje a todos aquellos que han vivido sin ser comprendidos.Descansad en paz hombres locos de mi infancia. Sois realmente los que me habeis enseñado a no tener que ser igual a nadie.