miércoles, 8 de junio de 2011

Primeras frases


La lectura es también una suerte de proceso fotográfico. En muchas ocasiones buscamos una frase o pasaje ya leídos guiados por la memoria de su situación espacial, no por el lugar que recordamos ocupa en el hilo del discurso. Está en una página par o impar; en la parte superior, central o inferior; en el cuerpo de un diálogo o en el curso de una descripción… Buscar el texto que nos impresionó en la primera lectura deviene en un rastreo de trampero.

Igualmente peculiar, aunque de naturaleza diferente, es el mecanismo que fija en nosotros las primeras frases de unos libros y envía a otras al olvido. Tengo grabada la de El túnel (Bastará decir que soy Juan Pablo Castel, el pintor que mató a María Iribarne) con la misma firmeza que las preposiciones o las provincias andaluzas, pero no podría recitar sin repasarla la de Crimen y castigo. Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo es para mí como una jaculatoria, pero que no me pregunten cómo comienza La Regenta.

Hoy he vuelto a encontrarme con el doctor Urbino en el memorable comienzo de El amor en los tiempos del cólera: Era inevitable: el olor de las almendras amargas le recordaba siempre el destino de los amores contrariados. De esta novela no sólo recuerdo vivamente el comienzo, sino el pasaje del enfado de la pastilla de jabón, que tiene el aire de relato antiguo desgranado entre risas en una rebotica o al calor de un brasero.

Las primeras frases de El lobo estepario me persiguen siempre que quiero borrar un día de mi vida: El día había transcurrido del modo como suelen transcurrir estos días; lo había malbaratado, lo había consumido suavemente con mi manera primitiva y extraña de vivir. Excelente metáfora de la rutina: manera primitiva y extraña de vivir.

Un juego retórico que anuncia el tenor de la novela encabeza el Don Juan de Torrente: Acaso exista, en Roma, algún lugar tan atractivo para cierta clase de personas como en París los alrededores de San Sulpicio; pero yo nunca he estado en Roma. A saber por qué el eco de la ironía resuena entre tantos otros después de los ya muchos años que hace que lo leí. Como resuena la hermosa descripción inicial de El bosque animado, de su compañero de trinchera Fernández Flórez: La fraga es un tapiz de vida apretado contra las arrugas de la tierra; en sus cuevas se hunde, en sus cerros se eleva, en sus llanos se iguala.

El artista es el dios de las cosas bellas, estalla el prefacio de El retrato de Dorian Grey. En efecto, ¿cómo si no se puede entender el impagable quiasmo de la segunda parte de Molloy, que comienza “Es medianoche. La lluvia azota los cristales. Estoy tranquilo. Todo duerme.” y termina “Entonces entré en casa y escribí, es medianoche. La lluvia azota los cristales. No era medianoche. No llovía”?

1 comentario:

Anónimo dijo...

Qué bueno, Carlos.

Sé que no te gustan especialmente las novelas de Marías (sí sus artículos en El País Semanal). Aún así, te sugiero, o te sugiere Marías en Los enamoramientos "La última vez que vi a Miguel Desvern o Deverne fue también la última que lo vio su mujer, Luisa, lo cual no dejó de ser extraño y quizá injusto, ya que ella era eso, su mujer, y yo era en cambio una desconocida y jamás había cruzado con él una palabra."

Ahí queda eso.

No nos hagas esperar tanto con tus entradas en El Fayado. Te echamos de menos.